sábado, 1 de marzo de 2014


José Peralta y el socialismo II


LECCIONES AL PUEBLO

(Artículo escrito poco después de la revolución del 9 de julio de 1925)



La historia del pueblo se puede compendiar en un gemido prolongado, tristísimo, de agonía infinita que repercute a través de los siglos, como una maldición contra los explotadores inmisericordes del rebaño humano, desde que la injusticia dividió a los hombres, en señores y siervos, en verdugos y víctimas resignadas y cobardes. Abrid esa historia y horro­rizaros ante los dolores sin cuento, el martirio perpetuo en el arroyo no interrumpido de lágrimas y sangre, con que los esclavizados pueblos han marcado su luctuoso paso por el mundo. Mirad esas multitudes, agobia­das por el látigo y un clima de fuego, levantando esos templos y palacios de Asiria, esas pirámides de las orillas del Nilo, todos esos monumentos en Balbek y Palmira, que han desafiado la obra eficazmente destructora del tiempo y que aún nos dan testimonio de los milagros de la ser­vidumbre. ¡Cuántas fatigas, cuánto esfuerzo, cuántos inútiles lamentos, cuántas víctimas caídas en la faena, para satisfacer la insensata sed de inmor­talidad de los tiranos! Comparad el bocado de pan que prolongaba la vida de esos infelices obreros, con las gotas de sudor, las lágrimas y gemidos que ese insuficiente alimento les costaba; y veréis toda la magnitud de la injusticia y la desventura que pesaba sobre los antiguos pueblos.
            Y el obrero no tenía derechos; no tenía propiedad; no podía contar ni con seguridad de la familia, ese tesoro inagotable de amor y con­suelos, que la naturaleza ha concedido a todos los hombres. Las tierras eran de los dioses y por tanto, de los sacerdotes, los príncipes y los guerreros: la masa de la población trabajaba sólo para los terratenien­tes; y cuando la fatiga los vencía, cuando las fuerzas flaqueaban o se agotaban, el látigo del capataz hería sin compasión a los siervos exáni­mes, la espada del señor o la cuerda del verdugo, ponía término a esa existencia llena de dolores, sin alivio, de torturas sin esperanza. Todo lo que la industria del siervo producía, era para el Señor; sólo la magnanimidad del dueño permitía que el esclavo reservara algo para matar el hambre de sus hijos, y cubrir la desnudez de la familia con un harapo. Ni siquiera les era permitido orar en los templos, al igual de sus domina­dores; y hasta ese consuelo supremo de las almas creyentes, de presen­tarle a Dios, consolador infinito, las desgracias de la vida, pidiéndole que las remedie, tenían que ocultarlo en las tinieblas de la noche y la soledad de la cabaña. El esclavo no era hombre sino cosa; entraba en el patrimonio del Señor, quien disponía a su antojo de la castidad de la esposa del siervo, de la hermosura y doncellez de las hijas del pueblo, y −causa vergüenza el decirlo− hasta de la virilidad de los niños y mancebos, a los que se les mutilaba para que fuesen guar­dianes del harem, o se los arrastraba cínicamente a la más execrable de las prostituciones.
            Grecia y Roma −cuya civilización tan ciegamente admiramos− empe­oraron más, si cabe, la condición miserable del pueblo. El sacerdocio y la aris­tocracia, se reservaron los derechos de ciudadanía y la protección de las leyes; y las multitudes, víctimas de todas las tiranías, fueron bárbaramente explotadas y martirizadas por la injusticia social y la fuerza bruta dominan­te. Los mismos grandes filósofos, Platón y Aris­tóteles, justificaban la desigualdad de los hombres y tenían por natural y necesaria la esclavitud. Ni el derecho de vivir, fundamento y el primordial de los derechos, les era concedido; y el amo podía mutilar, azotar, atormentar, prostituir y quitar la vida a sus siervos, en jus­ticia y según su voluntad. Catón el Censor, romano cuyas virtudes en­comian tanto los eruditos, no tuvo por inmoral y horrible, comerciar con el amor de sus esclavas, cobrando una contribución por las complacencias de aquellas desgraciadas, expuestas por su señor a la pública lascivia. Los varones consulares hacían de sus siervos elementos de placer, objeto de los más abominables caprichos, y algunos hasta alimentaban a sus peces con la carne palpitante de aquellos miserables. Los lacedemonios ejer­citaban a la juventud para la guerra, con las sorpresas y degüello de los ilotas; y los Césares ensangrentaban de continuo la arena del circo, con la lucha de las fieras y los esclavos, o los horripilantes combates de los gladiadores. Sangre, lágrimas, martirio, degradación por todas partes, son los únicos componentes de la tristísima historia del pueblo en los antiguos tiempos.
            Y vino el cristianismo con su doctrina redentora de amor y liber­tad, de igualdad y misericordia; y, en el primitivo fervor de las cata­cumbas, el siervo fue elevado a la altura de su señor, y el beso castí­simo de la frater­nidad, borró las desigualdades sociales, y restauró el reino de la humanidad y la justicia. El horizonte universal se iluminó con la luz evangélica, y la esperanza en la redención del proletario, germinó vigorosa en los corazones. Pero, bien pronto las pasiones del paganismo ahogaron la doctrina salvadora de Cristo; y la esclavitud resurgió con todas sus crueldades, y otra vez el pueblo se vio entre las inclementes garras de sus antiguos tiranos. Los bárbaros despedazaron el imperio y se disputaron porfiada y sangrientamente sus despojos; y durante esta larguísima contienda en que desaparecían los contendientes, absorbidos por la implacable ferocidad de la guerra; en que se iban formando los cimientos del mundo moderno, con espantables hacinamientos de huesos humanos, hundiose también la sana noción igualitaria y miseri­cor­diosa del cristianismo. Y aun los obispos y los abades, los monjes y los sacerdotes, se contaminaron con los vicios de los guerreros; y se alzaron sobre los pueblos como señores, y esclavizaron a sus propias ovejas, olvidando que eran pastores y no dueños de la grey inocente. Los discípulos de Jesús tuvieron esclavos y siervos, a los que trataban con el mismo rigor que los antiguos paganos; siervos a los que impusieron hasta el asqueroso tributo de prelibaci­ón, es decir, de las primicias de la sierva que contraía matrimonio. El esposo, cuando le era posible, redimía con dinero u otras especies la vir­ginidad de la desposada; redención que ha variado esencialmente, pero que aún subsiste en forma de derechos parroquiales, que el cura cobra por la bendición nupcial. Y si el marido no tenía con que redimir su honra, resig­nábase a tolerar la profanación de su lecho, a que se le abra una herida eterna en el cora­zón, a que se envenene su felicidad y amargue las mismas satisfacciones del amor. Los señores feudales y los grandes prelados robaban, asesina­ban, violaban a sus infelices súbditos, por mero pasatiempo; y hubo conde brutal que abría el vientre de sus esclavos para abrigar los pies en las entrañas palpitantes, en medio del rigor del invierno. La horca era la única pena para toda desobediencia, para toda muestra de desafecto al tirano, para toda resistencia a la prostitución de la hija o la esposa, para todo conato de rebeldía contra el despotismo. Y la guerra per­manente, insaciable, devoraba millares y millares de infelices, arras­trados a los mataderos por los prínci­pes y grandes señores feudales; aun por los sacerdotes del mansísimo Jesús, que también empuñaban las armas para sostener sus mundanales intereses. La Edad Media, esos siglos de oprobio para la humanidad, de tinieblas para el espíritu, de total extrav­ío de la moral y la religión, son el doloroso martirologio de los peche­ros, esto es, de la inmensa mayoría de los pueblos sujetos a tan bárbara tiranía.
            Brilló al fin la civilización moderna; pero si se suavizó la condición del obrero en los países más adelantados, no por ello desapare­ció la esclavi­tud. A este lado de los mares, existía un Continente rico, civilizado, flore­ciente, exento de los vicios y crímenes del viejo mundo. El imperio de los Incas gozaba de un gobierno patriarcal, eminentemente socialista; con una religión humana, basada en el amor y la clemencia, y de cuyos altares se había proscrito todo sacrificio cruento, toda ex­piación dolorosa; con leyes sabias, altruistas, tendientes a la felicidad común, al amparo de la paz y bajo la égida del soberano. La ambición penetró en este imperio, so pretexto de extender la fe cristiana; y la felonía, la traición, la ferocidad, destruyeron aquella envidiable civilización, sacrificaron bárbaramente a príncipes que confiaron en la buena fe de sus huéspedes, degollaron millares y millares de indios inocentes, martirizaron a muchos caciques para arrancarles sus ri­quezas, adiestraron perros de presa para perseguir a los fugitivos, en fin, transformaron en yermo aquel vasto y floreciente imperio. Los indios, con­denados al rudimentario trabajo de las minas; transportados de un clima a otro, para laborar las tierras de las encomiendas, maltratados y vejados de todas maneras por sus tiranos, fueron pereciendo en aquel continuado martirio, al extremo que Humboldt calcula que en su tiempo, no quedaban sino unos once mil desgraciados, resto de la inmensa población incásica. Entonces fue necesario buscar nuevos siervos; y los reyes por la gracia de Dios, los reyes católicos, favorecieron la trata de negros, condenados a la esclavitud por la maldición de Noé a su hijo Cam, que se había reído de él, viéndolo borracho. Los teólogos justificaron con dicha maldición aquel crimen atroz contra la humanidad; y los negreros se precipitaron sobre las costas de África, para cazar esclavos, como se caza fieras; y transportarlos inhumanamente, lejos de la patria y de sus más tiernos afectos, a morir en tierra extraña, sin otro crimen que el color de la piel, que la teología miraba como predestinación celestial a la servidumbre. Ya no se contaban los cautivos por cabezas sino por toneladas, según los privilegios, vendidos por los reyes de España y Portugal para la importación de esa abominable mercancía a los mercados de América.
            Crímenes fueron del tiempo, y no de España −dice un poeta−; pero ese tiempo de barbarie, sostenido por los hábitos y prejuicios españoles, ha sobrevivido a nuestra emancipación política, y aún subsiste en nues­tros propios días. Mirad, si no, la desdichada suerte de nuestros indios de la sierra; cruzad la alta planicie y contemplad la choza indiana, ese como pozo infecto, oscuro y húmedo, apenas cubierto de paja, donde viven hacinados, indígenas y animales, en asquerosa comunidad, como emblema de la más espantosa miseria, de la degradación humana llevada a su último término. El indio, dueño antes de todo el territorio, no tiene hoy un solo palmo de tierra propia, salvo raras excepciones; y el pegujal que cultiva, es una mera prenda de esclavitud; pertenece al amo que lo explota, lo veja, lo azota, lo mantiene por cálculo egoísta en la ig­norancia y la abyección más completa. Ni luz para la inteligencia, ni nociones de moral para la conciencia, ni esperanza de mejor condición, ni una mirada hacia arriba, ni idea ni deseo de mejoramiento hallaréis en el infeliz paria ecuatoriano; sino la resignación estúpida con la degrada­ción presente, el apego fatalista a la miseria que lo abruma, el en­cariñamiento inexplicable con la desventura, como si fuera condición natural e inherente a su raza. Sus hijos hambrientos y cubiertos de andrajos, hacen el duro aprendizaje de la desdicha, desde los brazos de su madre; crecen entre privaciones y pesares, preparándose a los rigores de la servidumbre; y cuando llegan a la plenitud de la vida, ya el yugo del esclavo ha posado en su cuello, como si fuese un animal destinado a la labranza. La ancianidad lo sorprende en las más duras faenas; y la muerte bienhechora viene, por fin, a libertarlo de la miseria. La cabaña solitaria, sin luz, sin lumbre, sin pan, es en esa última hora, la síntesis de su mísera existencia; sus hijos, los sucesores en la esclavi­tud, lo rodean llorosos, y piensan ya en las dificul­tades de sepultar al amado e infeliz padre. Porque la religión para el indio, no es sino otra forma de exacción y tortura. El sacerdote lo engaña y explota; el indio paga por las fiestas, paga por el bautismo, paga por el matrimonio paga por la sepultura; es decir, se priva del pan, vende la única vaca, se deshace de la pobre cosecha, para llevar el óbolo a la hucha del cura insaciable. Contad las gotas de sudor del indio; contad sus horas de cansancio, de hambre, de desnudez y desconsuelo; contad las lágrimas de la esposa infeliz y los lamentos de los indiezuelos que piden pan y abrigo. Y decidme si la esclavitud española con todos sus rigores, no persiste todavía entre nosotros. El indio no tiene otra distracción que la embriaguez imbécil; otro placer que su música plañidera, gemebunda, tristísima; música que simboliza toda una existencia de dolores, todo el destino cruel de una raza esclavizada, toda la amargura y la agonía del alma incásica que siente la nostalgia de su antigua felicidad y opulen­cia. Y nadie ha parado la atención en tanta desventura; nadie se ha conmovido ante dolor tan reconcentrado y sin consuelo; nadie ha pensado seriamente en aliviar la suerte del indio, sino es Urbina y Alfaro, los únicos gobernantes que pueden gloriarse de haber iniciado la redención de la raza indiana.
            Volved la vista al proletariado de las ciudades; a ese inmenso grupo de víctimas de la injusticia social, de la ambición inmisericorde del capitalis­ta, de la imprevisión de las leyes y el criminal descuido de los gobernantes. Pensad en esos antros de la miseria, de la desesperación y la muerte. El obrero no halla trabajo, y sus pequeños ahorros están ya consumidos. La esposa enferma carece de alimento y medicinas; y los hijos hambrientos llenan el espacio con sus gemidos. El casero aumenta las angustias de ese hogar sin fuego y sin pan, con la cruel exigencia del arrendamiento; y el recaudador de impuestos llega también a colmar la copa de acíbar que apura el desdichado obrero. El desconsuelo se cierne, como ave fatídica sobre esa miserable familia; y el capitalista, enri­quecido con el trabajo de ese hombre sin ventura, lo ve naufragar sin conmoverse; y la caridad pública lo rechaza, porque no está enfermo ni baldado; y el poder público lo escarnece, como si fuera un vagabundo. El hambre es mala consejera; y la falta de educación, terreno fértil para el delito. La tentación arrecia hora tras hora; el espectáculo del hogar, albergue de tantos padecimientos, engendra la desespe­ración, y el obrero se lanza ciego, frenético, empujado por el instinto, a quebrantar las leyes, a cometer acciones que deshonran y que la justicia castiga. La misma sociedad que no instruye ni educa al proletario, que no lo protege contra la tiranía del capital, que no lo socorre en las horas negras de la vida, que deja sin ocupación los brazos que anhelan ganarse hon­radamente el pan, que no tiene asilos para la miseria del pueblo, que no extiende la mano al trabajador que va a caer en delito por desnudez y por hambre, clama y exige la venganza del robo cometido para llevar un bocado al hijo enfermo, a la esposa o a la madre que perecen de inanición en un camastro, allá en el frío desván, donde jamás penetran las miradas de la mundanal clemencia. Y si la hombría de bien triunfa de esos desesperados y malaconsejantes padecimien­tos, el premio es el frío desdén de la sociedad, la compasión tardía y miserable de la beneficencia, que se traduce en una limosna insuficiente, o un lecho en el hospital. Sin instrucción ni educación que abroquelen el alma contra los ataques de la tentación; sin buenos ejemplos que robustezcan el sentido moral del proletariado; sin protección en la encarnizada lucha por la existencia; sin leyes que defiendan el sudor del pobre, de la ambición y crueldad de los ricos; sin estímulos para las virtudes del taller, no hay más pers­pectiva para el obrero que una vida de miserias, de angustias y agonía; y al avanzar la jornada, la lobreguez de la cárcel, o el espantable asilo en un hospital.
            He aquí, a grandes rasgos, el luctuoso cuadro del proletariado; cuadro que pudiéramos pintarlo con lágrimas y sangre, traducirlo en lamentos y anatemas, representarlo con la sociedad convulsionada, con cataclismos y escombros, con esas terribles rebeliones del titán en­cadenado, contra las que son impotentes los asesinatos en masa, y los más atroces crímenes de la fuerza bruta. Pero la hora de la justicia ha sonado; el Ejército ecuatoriano ha vuelto por los intereses del pueblo; y ha dado comienzo a la renovación social, a la enmienda de la injusticia y retorno a la igualdad civil, base de la sociedad futura. Y vosotros, los desheredados de la fortuna; vosotros, las víctimas de todos los despo­tismos; vosotros, los que habéis desmamantado con lágrimas y nutrido con privaciones; vosotros, los que santificáis el taller con vuestros sudores y fatigas; vosotros, los que tenéis hambre y sed de justicia; vosotros, que sois la fuerza viva de la sociedad y el más poderoso factor del progreso; vosotros sois los llamados a colaborar en la redención del obrero y del indio, a renovar el orden social, apoyados por el Ejército y los hombres de Estado que os son favorables. La hora del triunfo socia­lista ha sonado; pero del socialismo científico, humanitario y justo; del socialismo que es sólo una faz del liberalismo doctrinario, que no busca sino la felici­dad  de todos los asociados, la extirpación del pauperismo y las desigualdades no impuestas por la naturaleza, el reinado del amor y la fraternidad univer­sales.
            La represalia contra los opresores, la venganza contra los tiranos, el despojo de los que os han despojado, no harían otra cosa que mantener la desigualdad, la injusticia y el crimen, en otra forma; cambiar las víctimas en victimarios, y perpetuar la misma absurda organización social que combatimos. ¿Qué adelantaría la humanidad con transformar en desgra­ciados y miserables, a los que son hoy opulentos y felices, aunque su felicidad y opulencia dimanen del abuso, de la depredación y despojo a los pobres? Si queremos reformar la sociedad, comencemos por ser justos; es decir por desterrar del alma todo rencor, toda venganza, toda pasión indigna de la magnanimidad y nobleza de un pueblo civilizado y cristiano, para buscar la ventura del mayor número posible en la familia humana.
            La equitativa repartición de los medios de vida, es el más hermoso ideal del socialismo; y por tanto, la ventura de nuestra República no puede consis­tir jamás en la abolición de la propiedad, sino en dividirla, a fin de hacer que todos o siquiera el mayor número de ciudadanos llegue a ser propietario. El derecho de propiedad es el fundamento y nervio de la vida civil; es el estímulo y el premio del trabajo; es el lazo que nos une a la familia y al Estado, es la perpetuación de nuestra existencia misma en nuestros descendien­tes. ¿Para qué trabajáis, sin descanso, sin perdonar fatiga ni ahorrar sudores? Indudablemente, no es sólo para ganaros el pan de cada día; sino para acumular ahorros para vuestra esposa e hijos, para prolongar vuestra protec­ción paternal a los seres que amáis, aun después de muertos. Suprimid este interés, y decaerá vuestro santo entusiasmo, desaparecerá vuestro afán productor; y la consiguiente escasez invadirá el hogar, hasta convertirse en penuria. Y si abandonáis el trabajo, en la esperanza de que otros han de trabajar para  vosotros, como todos pensarían justamente lo mismo, el bienes­tar y la holgura desaparecerían del mundo, para dar lugar a la universal miseria. ¿Dónde la abnegación sublime que trabajara sin recompensa, y en beneficio de la ociosidad indolente y ajena a la vergüenza? La abolición de la propiedad sería, a la postre, la muerte del trabajo y la ruina de toda industria productiva.
            El socialista liberal reclama la justa distribución de los medios de sustentar la vida, pero sin negar el mismo derecho a los demás hom­bres; pide la mejor repartición de la propiedad, pero no la combate, sino que preconiza la equidad y el esfuerzo de cada cual, para obtener esa nivelación en los bienes; impone la asociación del trabajo y el capital, pero sin atentar a las industrias, sino antes bien, fomentándolas y vigorizándolas para aumentar la producción, en beneficio del obrero y el capitalista. El socialismo liberal se mantiene en el fiel de la balanza; no suprime ningún derecho, sino que anhela que todos los asociados gocen de los derechos sociales, con la posible igualdad.
            Ni la violencia ni la fuerza son necesarias para la reforma de la organización social. La autoridad y la ley, esto es, los representantes de la voluntad popular, son los llamados a realizar esta transformación vital; y esa voluntad soberana, esa fuerza creadora de la asociación moderna, es la vuestra, libremente manifestada en los comicios. Elegid mandatarios patriotas, amantes sinceros del pueblo, preparados para la obra de redención que nos ocupa, y vuestros anhelos serán pronta y satisfactoriamente colmados.
            ¿Qué hay que hacer para llevar a la práctica el programa socialis­ta? La labor es fácil, si la voluntad del pueblo es vigorosa y firme; si el Ejército no ceja en su noble empeño; si los mandatarios de la nación no salen de la esfera del mandato, y de la lealtad para con los intereses del mandante. Exigid la mejor repartición de la propiedad, pues tenéis perfecto derecho para ello. La tierra es para todos los hombres; y el latifundio, cuando no se destina a grandes empresas agrícolas que dan trabajo y ganancias a muchos, es un atentado contra la naturaleza. Mantener improductivas y estériles inmensas extensiones territoriales, que podrían ser veneros de riqueza, es un crimen de lesa humanidad; y las leyes deben reprimir tan enormes atentados, e impedir que se perpetren en lo sucesivo. Gladstone y Balfour combatieron el latifun­dio, sin faltar a la justicia ni pasar por sobre el derecho de los grandes terratenientes: expropiaron las tierras sin cultivo, y las repartieron a los proletarios en pequeñas parcelas, y sin exigir otro pago que el interés hasta la amortización del precio. ¿Porqué nuestros mandatarios no pudieron obtener un empréstito para estas expropiaciones; crédito que sería servido con los mismos réditos que los nuevos propietarios pagaran al Estado? Los bienes de manos muertas, esas riquezas que el fanatismo y la superstición colocaron en las arcas monacales, son del pueblo; porque los fieles fueron los que cedieron sus medios de vida a los monjes, a cambio de sus promesas de eterna bienaven­turanza. ¿Por qué no se distribuyen a los proletarios; por qué no hacer servir al alivio de la miseria, a la disminución del pauperismo que va arrastrándonos a la catástrofe social? Y no queremos que esa benéfica repartición sea gratui­ta: no, que cada parcela tenga su precio justo, y que el Estado cobre en interés hasta que se amortice el crédito. Las tierras nacionales son inmensas, fértiles, riquísimas en toda clase de producciones: ¿por qué no son distribui­das entre los pobres; por qué no se auxilia eficaz y positivamente la for­mación de colonias agrícolas? Exigid todo esto a vuestros mandatarios, que exigirlo podéis con todo derecho y justicia.
            El esfuerzo muscular, el santo sudor del obrero, la fatiga in­cesante del siervo de la gleba, forman un capital tan valioso y grande como el que aporta el propietario de la fábrica, del fundo, o de cual­quiera otra fuente de producción; y nada más justo que el trabajador, indispensable elemento de riqueza, sea también partícipe en las ganan­cias, sea tenido  como socio en toda empresa productiva. Y son las leyes las que han de determinar esta participación equitativa; las que han de fijar la debida proporción entre el capital y el trabajo; las que han de designar al juez que ha de resolver, verbal y sumariamente, los conflic­tos que surjan entre el brazo que trabaja y el capitalista que paga. En la organización social moderna, el salario no debe considerarse como una concesión; sino como derecho pleno a la cuota correspon­diente al trabajo, en las utilidades producidas por ambos factores de la industria, el obrero y el capitalista. Exigid de los legisladores que dicten estas sapientes y humanitarias leyes; y la suerte del proletariado cambiará en el acto; se extinguirán la injusticia, el abuso y el consiguiente paupe­rismo; la holgura tomará asiento en el hogar del pobre, y lucirá una era de ventura para el pueblo.
            La miseria en el Ecuador tiene otras causas ocasionales, que el poder público no ha querido remover, acaso por complacencias con los intereses creados en perjuicio del pueblo. El impuesto antieconómico, tiránico, absurdo, ha venido, año tras año, devorando la fortuna pública, sin que se viera jamás el término de esas contribuciones, siempre y siempre crecientes, destinadas sólo a satisfacer la codicia de los gobernantes, y a llenar necesidades ficticias del Estado. El derroche de los caudales de la nación, el saqueo de las arcas fiscales, han des­nivelado constantemente el Presupuesto; y para equilibrarlo, los Congre­sos −compuestos por lo general, de ignorantes y venales− no han hallado otro medio económico que gravar al pueblo con toda clase de impuestos, hasta sumirlo en la miseria más horrible y espantosa.  La contribución absorbe diariamente los pequeños capitales; arruina la agricul­tura y las industrias, paraliza el comercio y dificulta la vida, en todo sentido. Los países sabios favorecen la producción, protegiéndola con empeño y eficacia, concediendo a los productores toda libertad y franquicia; pero aquí, se encadenan las fuerzas generadoras de la riqueza, con leyes absurdas; se mata la industria con el monopolio y el estanco; se obstacu­liza y limita la exportación con gravámenes increíbles. El cacao, el café, la tagua, el azúcar, etc., productos que son nuestro oro en el Exterior, que forman el contrapeso beneficioso en la balanza económica, no sólo están gravados absurdamente, sino que el impuesto les dificulta la salida, rompiendo así todo posible equilibrio entre lo que vendemos y lo que compramos, lo que deja siempre un saldo deudor que aumenta y aumenta cada día, y nos arrastra fatalmente a la bancarrota. De aquí se originan la pérdida del crédito en el Exterior, la desvalorización de la moneda, el ocultamiento del oro y la plata, la falta de elementos de producción, el pauperismo y la muerte económica que de tan cerca nos amenaza. Hacemos todo lo contrario de lo que la ciencia administrativa nos aconseja; vamos por camino opuesto al que siguen las naciones sabias; y así, no es extraño que veamos sólo inmoralidad y desconcierto en las alturas, y hambre y desnudez, desesperación y agonía en el pueblo. Exigid que se modifique el absurdo sistema tributario que nos rige; que se alivie la carga, derogando impuestos, redimiendo la agricultura y las industrias, devolviendo su valor intrínseco a la moneda, aboliendo los monopolios y los estancos, removiendo, en fin, los obstáculos a la importación, para equilibrar nuestro debe y haber, como en las naciones sabias y felices.
            Esto por lo que atañe al bienestar material del obrero, que por lo tocante a su redención espiritual, a la elevación moral del trabajador de los campos y del indio nuestro paria, a la dignificación del taller e ilustración de las masas populares, la tarea del poder público es más complicada y larga; requiere mayores sacrificios y constancia, si se ha de obtener el resultado que el socialismo reclama. La multiplicación de las escuelas rurales; la obligación impuesta a los grandes propietarios e industriales, de mantener maestros para la enseñanza primaria de los hijos de los obreros, que de ellos dependan; la prohibición de ocupar a los niños en el trabajo, antes de los quince años, para que puedan instruirse y educarse; la abolición absoluta del concertaje, especie de esclavitud ultrajante a la dignidad humana; el es­tablecimiento de es­cuelas nocturnas para adultos; la extensión universitaria práctica y constante; la libre asociación obrera, con fines altruistas y de recí­proco adelanto; la creación de bibliotecas populares, han de ser los medios de llevar la luz a la mente del pueblo, y elevar el carácter aun de los siervos de la gleba. El indio infeliz, abrumado por varias cen­turias de esclavitud, necesita regenerarse mediante una educación es­merada y paulatina, para volver a ocupar su antiguo puesto en la familia humana. El indio necesita comenzar por reconciliarse con las costumbres propias del hombre; por aban­donar su vida de troglodita, e ingresar en las vías de una civilización rudimentaria, como si aún estuviéramos en la primera aurora del progreso de nuestra raza. Haya que obligar a los patrones a darle mejor habitación, mejor vestido, mejor alimento y salario. Hay que acostumbrar al indio a buscar las comodidades relativas del obrero; a sujetarse al saludable yugo de la higiene y el aseo; a huir de la embriaguez y los vicios, adquiridos en la servidumbre. Hay que emanciparlo de la superstición, única fe religiosa que se le ha infundido para explotarlo. Hay que resucitar en él, la dignidad humana, el carác­ter, el alma misma, enervada, muerta, por centenares de años de abyección y sufrimiento. Redimir al indio, rehabilitar esta noble raza de otros tiempos, es crear un nuevo y poderoso factor de engrandecimiento patrio; y esta es obra digna del socialismo liberal, del partido renovador de la República. Exigid del poder público leyes que rediman al indio, que lo eleven a la condición de ciudadano, a colaborador consciente del progreso nacional, y habréis prestado un vital servicio a la República y a la especie humana.
            El obrero llega a la vejez, aniquilado por las diarias faenas, consumido por las privaciones, imposibilitado para continuar la ruda y penosa lucha por la existencia, sin ahorros y sin auxilio, rodeado de una famélica prole; y en esos momentos de angustia y desconsuelo, el capita­lista lo abandona, olvida que ese desvalido colaborador ha labrado su fortuna, y lo arroja de la fábrica, del taller o de la hacienda, como un harapo inútil, como herramienta gastada que estorba. Lo mismo acontece con el operario que se inutiliza por accidentes de trabajo: sin pan, sin abrigo, sin apoyo, arrastra por las calles sus mutilados miembros y su miseria, mientras el amo, en cuyo servicio se incapacitó para proseguir sus tareas, nada en la opulencia y desdeña arrojar a su infeliz siervo un mendrugo.
            Y el poder público -amparo obligado del pobre- ve indiferente tanta injusticia; y descuida dictar leyes que establezcan asilos de obreros, que exijan al patrón pensiones para sus sirvientes envejecidos, inutili­zados o enfermos en el trabajo. El socialismo liberal es el llamado a reparar estas clamorosas injusticias; a exigir de los gobiernos y legis­laturas, medidas urgentes, para que la miseria del trabajador no quede sin otro socorro que el de la caridad pública.
            He aquí ligeramente diseñados los principios y aspiraciones del socia­lismo liberal, los derechos del obrero y las necesidades del pueblo para su redención. El más sagrado e ineludible deber del gobernante es volver por la justicia, y ponerse a la cabeza del movimiento de renova­ción social; hacer respetar los derechos de los asociados, pero de suerte que haya la posible igualdad en el goce de esos derechos; favorecer todas las energías, todas las aptitudes, todos los esfuerzos productores del bienestar común; instruir y educar con interés y empeño a las masas populares, estimulando los talentos y premiando las virtudes; dignificar el taller, volviéndolo inviolable y santo contra todo atropello de la tiranía del capital, y de la tiranía de la fuerza; proteger las indus­trias, libertándolas de impuestos absurdos y antieconómicos, así como de monopolios, estancos y especulaciones de mala ley, que entraban la producción y la aniquilan a la postre; en fin, disminuir los padecimien­tos del pobre, socorrer las desventuras que se albergan en el desván y la cabaña, mirar como a hermanos a todos los habitadores de la República, y tenderles mano compasiva en sus horas de dolor y abandono. Vosotros los obreros cons­cientes, los ya iniciados en los dogmas salvadores de la democracia; vosotros que habéis sacudido el hábito de la resignación cobarde y levantado la voz contra el abuso; vosotros los que invocáis la santidad del derecho, y estáis reclamando justicia; vosotros sois los que habéis de laborar en pro de nuestros hermanos menos favorecidos por las antiguas formas sociales; vosotros sois los que tenéis la obligación de pedir, de exigir que el poder público cumpla su misión sagrada. El pueblo es el único soberano; pero hasta ahora, se ha resignado a ser un rey de burlas, a coronarse de espinas y vestir un harapo de púrpura, por in­risión de su soberanía. En los comicios ha sido mera comparsa de los ambiciosos, instrumento de los políticos sin conciencia y sin moral. Engañado por los aspirantes; víctima escogida del despotismo y el sacer­docio; yunque eterno de todos los golpes; degollado en los mataderos de la guerra civil, por pasiones que no germinaron en su pecho, por intereses que no le incumbían, y casi siempre para remachar mejor sus propias cadenas, el pueblo, como en los tiempos más remotos, ha sido un rebaño de ilotas, una colección de esclavos desposeídos de toda preeminencia y derecho. Pero hoy, debéis mantener enhiesta la frente que habéis en buena hora levantado; y sostener con decisión y firmeza los intereses del obrero, del trabajador de los campos, de los parias que gimen y perecen agobiados por la desventura. Sed socialistas de verdad: respetad la propiedad, pero reclamad participación equitativa en ella; propended a la incrementación de las industrias, pero exigid que se os dé el salario justo y proporcional a vuestras necesidades, el salario que corresponda a una cuota razonable en las ganancias del capital; acatad a los gobernan­tes, pero exigidles que llenen puntualmente sus deberes; conservad el orden público, pero ejerced sin temor y altivamente vuestros derechos políticos, eligiendo mandatarios que no os traicionen, que no os roben y escarnezcan, que no se gocen en eternizar vuestros padecimientos. En vuestras manos está la suerte del proletariado y del obrerismo: sed libres, sed altivos y enérgicos, sed socialistas virtuosos y verdaderos, y habréis salvado a la patria.






1 comentario:

  1. En el Enlace Ciudadano Nº 363 el día de ayer, primero de marzo de 2014, el presidente Correa descubre con cifras la inmoral desigualdad social que todavía soporta el país: un 4% de propietarios se adueñan del 33% del ingreso del PIB, lo mismo que el 54% de trabajadores que lo generan. Concluye que el socialismo del siglo XXI, diferente del socialismo real, podrá erradicar esa injusticia social mejorando políticas salariales, democratizando la propiedad y con políticas tributarias más justas. Hace nueve décadas José Peralta planteaba en este artículo similares ideas para lograr la felicidad de la sociedad ecuatoriana, lo que ahora se llama Sumak Kawsay o buen vivir.

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