José
Peralta y el socialismo II
LECCIONES AL PUEBLO
(Artículo escrito poco después de la revolución del 9 de julio de 1925)
La historia del pueblo se puede
compendiar en un gemido prolongado, tristísimo, de agonía infinita que
repercute a través de los siglos, como una maldición contra los explotadores
inmisericordes del rebaño humano, desde que la injusticia dividió a los
hombres, en señores y siervos, en verdugos y víctimas resignadas y cobardes.
Abrid esa historia y horrorizaros ante los dolores sin cuento, el martirio
perpetuo en el arroyo no interrumpido de lágrimas y sangre, con que los
esclavizados pueblos han marcado su luctuoso paso por el mundo. Mirad esas
multitudes, agobiadas por el látigo y un clima de fuego, levantando esos
templos y palacios de Asiria, esas pirámides de las orillas del Nilo, todos
esos monumentos en Balbek y Palmira, que han desafiado la obra eficazmente
destructora del tiempo y que aún nos dan testimonio de los milagros de la servidumbre.
¡Cuántas fatigas, cuánto esfuerzo, cuántos inútiles lamentos, cuántas víctimas
caídas en la faena, para satisfacer la insensata sed de inmortalidad de los
tiranos! Comparad el bocado de pan que prolongaba la vida de esos infelices
obreros, con las gotas de sudor, las lágrimas y gemidos que ese insuficiente
alimento les costaba; y veréis toda la magnitud de la injusticia y la
desventura que pesaba sobre los antiguos pueblos.
Y el obrero no tenía derechos; no tenía propiedad; no
podía contar ni con seguridad de la familia, ese tesoro inagotable de amor y
consuelos, que la naturaleza ha concedido a todos los hombres. Las tierras
eran de los dioses y por tanto, de los sacerdotes, los príncipes y los
guerreros: la masa de la población trabajaba sólo para los terratenientes; y
cuando la fatiga los vencía, cuando las fuerzas flaqueaban o se agotaban, el
látigo del capataz hería sin compasión a los siervos exánimes, la espada del
señor o la cuerda del verdugo, ponía término a esa existencia llena de dolores,
sin alivio, de torturas sin esperanza. Todo lo que la industria del siervo
producía, era para el Señor; sólo la magnanimidad del dueño permitía que el
esclavo reservara algo para matar el hambre de sus hijos, y cubrir la desnudez
de la familia con un harapo. Ni siquiera les era permitido orar en los templos,
al igual de sus dominadores; y hasta ese consuelo supremo de las almas
creyentes, de presentarle a Dios, consolador infinito, las desgracias de la
vida, pidiéndole que las remedie, tenían que ocultarlo en las tinieblas de la
noche y la soledad de la cabaña. El esclavo no era hombre sino cosa; entraba en
el patrimonio del Señor, quien disponía a su antojo de la castidad de la esposa
del siervo, de la hermosura y doncellez de las hijas del pueblo, y −causa
vergüenza el decirlo− hasta de la virilidad de los niños y mancebos, a los que
se les mutilaba para que fuesen guardianes del harem, o se los arrastraba
cínicamente a la más execrable de las prostituciones.
Grecia y Roma −cuya civilización tan ciegamente admiramos−
empeoraron más, si cabe, la condición miserable del pueblo. El sacerdocio y la
aristocracia, se reservaron los derechos de ciudadanía y la protección de las
leyes; y las multitudes, víctimas de todas las tiranías, fueron bárbaramente
explotadas y martirizadas por la injusticia social y la fuerza bruta dominante.
Los mismos grandes filósofos, Platón y Aristóteles, justificaban la
desigualdad de los hombres y tenían por natural y necesaria la esclavitud. Ni
el derecho de vivir, fundamento y el primordial de los derechos, les era
concedido; y el amo podía mutilar, azotar, atormentar, prostituir y quitar la
vida a sus siervos, en justicia y según su voluntad. Catón el Censor, romano
cuyas virtudes encomian tanto los eruditos, no tuvo por inmoral y horrible, comerciar
con el amor de sus esclavas, cobrando una contribución por las complacencias de
aquellas desgraciadas, expuestas por su señor a la pública lascivia. Los
varones consulares hacían de sus siervos elementos de placer, objeto de los más
abominables caprichos, y algunos hasta alimentaban a sus peces con la carne
palpitante de aquellos miserables. Los lacedemonios ejercitaban a la juventud
para la guerra, con las sorpresas y degüello de los ilotas; y los Césares
ensangrentaban de continuo la arena del circo, con la lucha de las fieras y los
esclavos, o los horripilantes combates de los gladiadores. Sangre, lágrimas,
martirio, degradación por todas partes, son los únicos componentes de la
tristísima historia del pueblo en los antiguos tiempos.
Y vino el cristianismo con su doctrina redentora de amor
y libertad, de igualdad y misericordia; y, en el primitivo fervor de las catacumbas,
el siervo fue elevado a la altura de su señor, y el beso castísimo de la
fraternidad, borró las desigualdades sociales, y restauró el reino de la
humanidad y la justicia. El horizonte universal se iluminó con la luz
evangélica, y la esperanza en la redención del proletario, germinó vigorosa en
los corazones. Pero, bien pronto las pasiones del paganismo ahogaron la doctrina
salvadora de Cristo; y la esclavitud resurgió con todas sus crueldades, y otra
vez el pueblo se vio entre las inclementes garras de sus antiguos tiranos. Los
bárbaros despedazaron el imperio y se disputaron porfiada y sangrientamente sus
despojos; y durante esta larguísima contienda en que desaparecían los
contendientes, absorbidos por la implacable ferocidad de la guerra; en que se
iban formando los cimientos del mundo moderno, con espantables hacinamientos de
huesos humanos, hundiose también la sana noción igualitaria y misericordiosa
del cristianismo. Y aun los obispos y los abades, los monjes y los sacerdotes,
se contaminaron con los vicios de los guerreros; y se alzaron sobre los pueblos
como señores, y esclavizaron a sus propias ovejas, olvidando que eran pastores
y no dueños de la grey inocente. Los discípulos de Jesús tuvieron esclavos y
siervos, a los que trataban con el mismo rigor que los antiguos paganos;
siervos a los que impusieron hasta el asqueroso tributo de prelibación, es
decir, de las primicias de la sierva que contraía matrimonio. El esposo, cuando
le era posible, redimía con dinero u otras especies la virginidad de la
desposada; redención que ha variado esencialmente, pero que aún subsiste en
forma de derechos parroquiales, que el cura cobra por la bendición nupcial. Y
si el marido no tenía con que redimir su honra, resignábase a tolerar la
profanación de su lecho, a que se le abra una herida eterna en el corazón, a
que se envenene su felicidad y amargue las mismas satisfacciones del amor. Los
señores feudales y los grandes prelados robaban, asesinaban, violaban a sus
infelices súbditos, por mero pasatiempo; y hubo conde brutal que abría el
vientre de sus esclavos para abrigar los pies en las entrañas palpitantes, en
medio del rigor del invierno. La horca era la única pena para toda
desobediencia, para toda muestra de desafecto al tirano, para toda resistencia
a la prostitución de la hija o la esposa, para todo conato de rebeldía contra
el despotismo. Y la guerra permanente, insaciable, devoraba millares y
millares de infelices, arrastrados a los mataderos por los príncipes y
grandes señores feudales; aun por los sacerdotes del mansísimo Jesús, que
también empuñaban las armas para sostener sus mundanales intereses. La Edad
Media, esos siglos de oprobio para la humanidad, de tinieblas para el espíritu,
de total extravío de la moral y la religión, son el doloroso martirologio de
los pecheros, esto es, de la inmensa mayoría de los pueblos sujetos a tan
bárbara tiranía.
Brilló al fin la civilización moderna; pero si se suavizó
la condición del obrero en los países más adelantados, no por ello desapareció
la esclavitud. A este lado de los mares, existía un Continente rico,
civilizado, floreciente, exento de los vicios y crímenes del viejo mundo. El
imperio de los Incas gozaba de un gobierno patriarcal, eminentemente
socialista; con una religión humana, basada en el amor y la clemencia, y de
cuyos altares se había proscrito todo sacrificio cruento, toda expiación
dolorosa; con leyes sabias, altruistas, tendientes a la felicidad común, al
amparo de la paz y bajo la égida del soberano. La ambición penetró en este
imperio, so pretexto de extender la fe cristiana; y la felonía, la traición, la
ferocidad, destruyeron aquella envidiable civilización, sacrificaron
bárbaramente a príncipes que confiaron en la buena fe de sus huéspedes,
degollaron millares y millares de indios inocentes, martirizaron a muchos
caciques para arrancarles sus riquezas, adiestraron perros de presa para
perseguir a los fugitivos, en fin, transformaron en yermo aquel vasto y
floreciente imperio. Los indios, condenados al rudimentario trabajo de las
minas; transportados de un clima a otro, para laborar las tierras de las
encomiendas, maltratados y vejados de todas maneras por sus tiranos, fueron
pereciendo en aquel continuado martirio, al extremo que Humboldt calcula que en
su tiempo, no quedaban sino unos once mil desgraciados, resto de la inmensa
población incásica. Entonces fue necesario buscar nuevos siervos; y los reyes
por la gracia de Dios, los reyes católicos, favorecieron la trata de negros,
condenados a la esclavitud por la maldición de Noé a su hijo Cam, que se había
reído de él, viéndolo borracho. Los teólogos justificaron con dicha maldición
aquel crimen atroz contra la humanidad; y los negreros se precipitaron sobre
las costas de África, para cazar esclavos, como se caza fieras; y
transportarlos inhumanamente, lejos de la patria y de sus más tiernos afectos,
a morir en tierra extraña, sin otro crimen que el color de la piel, que la
teología miraba como predestinación celestial a la servidumbre. Ya no se
contaban los cautivos por cabezas sino por toneladas, según los privilegios,
vendidos por los reyes de España y Portugal para la importación de esa
abominable mercancía a los mercados de América.
Crímenes fueron del tiempo, y no de España −dice un poeta−;
pero ese tiempo de barbarie, sostenido por los hábitos y prejuicios españoles,
ha sobrevivido a nuestra emancipación política, y aún subsiste en nuestros propios
días. Mirad, si no, la desdichada suerte de nuestros indios de la sierra;
cruzad la alta planicie y contemplad la choza indiana, ese como pozo infecto,
oscuro y húmedo, apenas cubierto de paja, donde viven hacinados, indígenas y
animales, en asquerosa comunidad, como emblema de la más espantosa miseria, de
la degradación humana llevada a su último término. El indio, dueño antes de
todo el territorio, no tiene hoy un solo palmo de tierra propia, salvo raras
excepciones; y el pegujal que cultiva, es una mera prenda de esclavitud;
pertenece al amo que lo explota, lo veja, lo azota, lo mantiene por cálculo
egoísta en la ignorancia y la abyección más completa. Ni luz para la
inteligencia, ni nociones de moral para la conciencia, ni esperanza de mejor
condición, ni una mirada hacia arriba, ni idea ni deseo de mejoramiento
hallaréis en el infeliz paria ecuatoriano; sino la resignación estúpida con la
degradación presente, el apego fatalista a la miseria que lo abruma, el encariñamiento
inexplicable con la desventura, como si fuera condición natural e inherente a
su raza. Sus hijos hambrientos y cubiertos de andrajos, hacen el duro
aprendizaje de la desdicha, desde los brazos de su madre; crecen entre
privaciones y pesares, preparándose a los rigores de la servidumbre; y cuando
llegan a la plenitud de la vida, ya el yugo del esclavo ha posado en su cuello,
como si fuese un animal destinado a la labranza. La ancianidad lo sorprende en
las más duras faenas; y la muerte bienhechora viene, por fin, a libertarlo de
la miseria. La cabaña solitaria, sin luz, sin lumbre, sin pan, es en esa última
hora, la síntesis de su mísera existencia; sus hijos, los sucesores en la
esclavitud, lo rodean llorosos, y piensan ya en las dificultades de sepultar
al amado e infeliz padre. Porque la religión para el indio, no es sino otra
forma de exacción y tortura. El sacerdote lo engaña y explota; el indio paga
por las fiestas, paga por el bautismo, paga por el matrimonio paga por la
sepultura; es decir, se priva del pan, vende la única vaca, se deshace de la
pobre cosecha, para llevar el óbolo a la hucha del cura insaciable. Contad las
gotas de sudor del indio; contad sus horas de cansancio, de hambre, de desnudez
y desconsuelo; contad las lágrimas de la esposa infeliz y los lamentos de los
indiezuelos que piden pan y abrigo. Y decidme si la esclavitud española con
todos sus rigores, no persiste todavía entre nosotros. El indio no tiene otra
distracción que la embriaguez imbécil; otro placer que su música plañidera,
gemebunda, tristísima; música que simboliza toda una existencia de dolores,
todo el destino cruel de una raza esclavizada, toda la amargura y la agonía del
alma incásica que siente la nostalgia de su antigua felicidad y opulencia. Y
nadie ha parado la atención en tanta desventura; nadie se ha conmovido ante
dolor tan reconcentrado y sin consuelo; nadie ha pensado seriamente en aliviar
la suerte del indio, sino es Urbina y Alfaro, los únicos gobernantes que pueden
gloriarse de haber iniciado la redención de la raza indiana.
Volved la vista al proletariado de las ciudades; a ese
inmenso grupo de víctimas de la injusticia social, de la ambición inmisericorde
del capitalista, de la imprevisión de las leyes y el criminal descuido de los
gobernantes. Pensad en esos antros de la miseria, de la desesperación y la
muerte. El obrero no halla trabajo, y sus pequeños ahorros están ya consumidos.
La esposa enferma carece de alimento y medicinas; y los hijos hambrientos
llenan el espacio con sus gemidos. El casero aumenta las angustias de ese hogar
sin fuego y sin pan, con la cruel exigencia del arrendamiento; y el recaudador
de impuestos llega también a colmar la copa de acíbar que apura el desdichado
obrero. El desconsuelo se cierne, como ave fatídica sobre esa miserable
familia; y el capitalista, enriquecido con el trabajo de ese hombre sin
ventura, lo ve naufragar sin conmoverse; y la caridad pública lo rechaza,
porque no está enfermo ni baldado; y el poder público lo escarnece, como si
fuera un vagabundo. El hambre es mala consejera; y la falta de educación,
terreno fértil para el delito. La tentación arrecia hora tras hora; el
espectáculo del hogar, albergue de tantos padecimientos, engendra la desesperación,
y el obrero se lanza ciego, frenético, empujado por el instinto, a quebrantar
las leyes, a cometer acciones que deshonran y que la justicia castiga. La misma
sociedad que no instruye ni educa al proletario, que no lo protege contra la
tiranía del capital, que no lo socorre en las horas negras de la vida, que deja
sin ocupación los brazos que anhelan ganarse honradamente el pan, que no tiene
asilos para la miseria del pueblo, que no extiende la mano al trabajador que va
a caer en delito por desnudez y por hambre, clama y exige la venganza del robo
cometido para llevar un bocado al hijo enfermo, a la esposa o a la madre que
perecen de inanición en un camastro, allá en el frío desván, donde jamás
penetran las miradas de la mundanal clemencia. Y si la hombría de bien triunfa
de esos desesperados y malaconsejantes padecimientos, el premio es el frío
desdén de la sociedad, la compasión tardía y miserable de la beneficencia, que
se traduce en una limosna insuficiente, o un lecho en el hospital. Sin
instrucción ni educación que abroquelen el alma contra los ataques de la
tentación; sin buenos ejemplos que robustezcan el sentido moral del
proletariado; sin protección en la encarnizada lucha por la existencia; sin
leyes que defiendan el sudor del pobre, de la ambición y crueldad de los ricos;
sin estímulos para las virtudes del taller, no hay más perspectiva para el
obrero que una vida de miserias, de angustias y agonía; y al avanzar la
jornada, la lobreguez de la cárcel, o el espantable asilo en un hospital.
He aquí, a grandes rasgos, el luctuoso cuadro del
proletariado; cuadro que pudiéramos pintarlo con lágrimas y sangre, traducirlo
en lamentos y anatemas, representarlo con la sociedad convulsionada, con
cataclismos y escombros, con esas terribles rebeliones del titán encadenado,
contra las que son impotentes los asesinatos en masa, y los más atroces
crímenes de la fuerza bruta. Pero la hora de la justicia ha sonado; el Ejército
ecuatoriano ha vuelto por los intereses del pueblo; y ha dado comienzo a la
renovación social, a la enmienda de la injusticia y retorno a la igualdad
civil, base de la sociedad futura. Y vosotros, los desheredados de la fortuna;
vosotros, las víctimas de todos los despotismos; vosotros, los que habéis
desmamantado con lágrimas y nutrido con privaciones; vosotros, los que
santificáis el taller con vuestros sudores y fatigas; vosotros, los que tenéis
hambre y sed de justicia; vosotros, que sois la fuerza viva de la sociedad y el
más poderoso factor del progreso; vosotros sois los llamados a colaborar en la
redención del obrero y del indio, a renovar el orden social, apoyados por el
Ejército y los hombres de Estado que os son favorables. La hora del triunfo
socialista ha sonado; pero del socialismo científico, humanitario y justo; del
socialismo que es sólo una faz del liberalismo doctrinario, que no busca sino
la felicidad de todos los asociados, la
extirpación del pauperismo y las desigualdades no impuestas por la naturaleza,
el reinado del amor y la fraternidad universales.
La represalia contra los opresores, la venganza contra
los tiranos, el despojo de los que os han despojado, no harían otra cosa que
mantener la desigualdad, la injusticia y el crimen, en otra forma; cambiar las
víctimas en victimarios, y perpetuar la misma absurda organización social que
combatimos. ¿Qué adelantaría la humanidad con transformar en desgraciados y
miserables, a los que son hoy opulentos y felices, aunque su felicidad y
opulencia dimanen del abuso, de la depredación y despojo a los pobres? Si
queremos reformar la sociedad, comencemos por ser justos; es decir por
desterrar del alma todo rencor, toda venganza, toda pasión indigna de la
magnanimidad y nobleza de un pueblo civilizado y cristiano, para buscar la
ventura del mayor número posible en la familia humana.
La equitativa repartición de los medios de vida, es el
más hermoso ideal del socialismo; y por tanto, la ventura de nuestra República
no puede consistir jamás en la abolición de la propiedad, sino en dividirla, a
fin de hacer que todos o siquiera el mayor número de ciudadanos llegue a ser
propietario. El derecho de propiedad es el fundamento y nervio de la vida
civil; es el estímulo y el premio del trabajo; es el lazo que nos une a la
familia y al Estado, es la perpetuación de nuestra existencia misma en nuestros
descendientes. ¿Para qué trabajáis, sin descanso, sin perdonar fatiga ni
ahorrar sudores? Indudablemente, no es sólo para ganaros el pan de cada día;
sino para acumular ahorros para vuestra esposa e hijos, para prolongar vuestra
protección paternal a los seres que amáis, aun después de muertos. Suprimid
este interés, y decaerá vuestro santo entusiasmo, desaparecerá vuestro afán
productor; y la consiguiente escasez invadirá el hogar, hasta convertirse en
penuria. Y si abandonáis el trabajo, en la esperanza de que otros han de
trabajar para vosotros, como todos pensarían
justamente lo mismo, el bienestar y la holgura desaparecerían del mundo, para
dar lugar a la universal miseria. ¿Dónde la abnegación sublime que trabajara
sin recompensa, y en beneficio de la ociosidad indolente y ajena a la
vergüenza? La abolición de la propiedad sería, a la postre, la muerte del
trabajo y la ruina de toda industria productiva.
El socialista liberal reclama la justa distribución de
los medios de sustentar la vida, pero sin negar el mismo derecho a los demás
hombres; pide la mejor repartición de la propiedad, pero no la combate, sino
que preconiza la equidad y el esfuerzo de cada cual, para obtener esa
nivelación en los bienes; impone la asociación del trabajo y el capital, pero
sin atentar a las industrias, sino antes bien, fomentándolas y vigorizándolas
para aumentar la producción, en beneficio del obrero y el capitalista. El
socialismo liberal se mantiene en el fiel de la balanza; no suprime ningún
derecho, sino que anhela que todos los asociados gocen de los derechos sociales,
con la posible igualdad.
Ni la violencia ni la fuerza son necesarias para la
reforma de la organización social. La autoridad y la ley, esto es, los
representantes de la voluntad popular, son los llamados a realizar esta
transformación vital; y esa voluntad soberana, esa fuerza creadora de la
asociación moderna, es la vuestra, libremente manifestada en los comicios.
Elegid mandatarios patriotas, amantes sinceros del pueblo, preparados para la
obra de redención que nos ocupa, y vuestros anhelos serán pronta y
satisfactoriamente colmados.
¿Qué hay que hacer para llevar a la práctica el programa
socialista? La labor es fácil, si la voluntad del pueblo es vigorosa y firme;
si el Ejército no ceja en su noble empeño; si los mandatarios de la nación no
salen de la esfera del mandato, y de la lealtad para con los intereses del
mandante. Exigid la mejor repartición de la propiedad, pues tenéis perfecto
derecho para ello. La tierra es para todos los hombres; y el latifundio, cuando
no se destina a grandes empresas agrícolas que dan trabajo y ganancias a
muchos, es un atentado contra la naturaleza. Mantener improductivas y estériles
inmensas extensiones territoriales, que podrían ser veneros de riqueza, es un
crimen de lesa humanidad; y las leyes deben reprimir tan enormes atentados, e
impedir que se perpetren en lo sucesivo. Gladstone y Balfour combatieron el
latifundio, sin faltar a la justicia ni pasar por sobre el derecho de los
grandes terratenientes: expropiaron las tierras sin cultivo, y las repartieron
a los proletarios en pequeñas parcelas, y sin exigir otro pago que el interés
hasta la amortización del precio. ¿Porqué nuestros mandatarios no pudieron
obtener un empréstito para estas expropiaciones; crédito que sería servido con
los mismos réditos que los nuevos propietarios pagaran al Estado? Los bienes de
manos muertas, esas riquezas que el fanatismo y la superstición colocaron en
las arcas monacales, son del pueblo; porque los fieles fueron los que cedieron
sus medios de vida a los monjes, a cambio de sus promesas de eterna bienaventuranza.
¿Por qué no se distribuyen a los proletarios; por qué no hacer servir al alivio
de la miseria, a la disminución del pauperismo que va arrastrándonos a la
catástrofe social? Y no queremos que esa benéfica repartición sea gratuita:
no, que cada parcela tenga su precio justo, y que el Estado cobre en interés
hasta que se amortice el crédito. Las tierras nacionales son inmensas,
fértiles, riquísimas en toda clase de producciones: ¿por qué no son distribuidas
entre los pobres; por qué no se auxilia eficaz y positivamente la formación de
colonias agrícolas? Exigid todo esto a vuestros mandatarios, que exigirlo
podéis con todo derecho y justicia.
El esfuerzo muscular, el santo sudor del obrero, la
fatiga incesante del siervo de la gleba, forman un capital tan valioso y
grande como el que aporta el propietario de la fábrica, del fundo, o de cualquiera
otra fuente de producción; y nada más justo que el trabajador, indispensable
elemento de riqueza, sea también partícipe en las ganancias, sea tenido como socio en toda empresa productiva. Y son
las leyes las que han de determinar esta participación equitativa; las que han
de fijar la debida proporción entre el capital y el trabajo; las que han de
designar al juez que ha de resolver, verbal y sumariamente, los conflictos que
surjan entre el brazo que trabaja y el capitalista que paga. En la organización
social moderna, el salario no debe considerarse como una concesión; sino como
derecho pleno a la cuota correspondiente al trabajo, en las utilidades
producidas por ambos factores de la industria, el obrero y el capitalista.
Exigid de los legisladores que dicten estas sapientes y humanitarias leyes; y
la suerte del proletariado cambiará en el acto; se extinguirán la injusticia,
el abuso y el consiguiente pauperismo; la holgura tomará asiento en el hogar
del pobre, y lucirá una era de ventura para el pueblo.
La miseria en el Ecuador tiene otras causas ocasionales,
que el poder público no ha querido remover, acaso por complacencias con los
intereses creados en perjuicio del pueblo. El impuesto antieconómico, tiránico,
absurdo, ha venido, año tras año, devorando la fortuna pública, sin que se
viera jamás el término de esas contribuciones, siempre y siempre crecientes,
destinadas sólo a satisfacer la codicia de los gobernantes, y a llenar
necesidades ficticias del Estado. El derroche de los caudales de la nación, el
saqueo de las arcas fiscales, han desnivelado constantemente el Presupuesto; y
para equilibrarlo, los Congresos −compuestos por lo general, de ignorantes y
venales− no han hallado otro medio económico que gravar al pueblo con toda
clase de impuestos, hasta sumirlo en la miseria más horrible y espantosa. La contribución absorbe diariamente los
pequeños capitales; arruina la agricultura y las industrias, paraliza el
comercio y dificulta la vida, en todo sentido. Los países sabios favorecen la
producción, protegiéndola con empeño y eficacia, concediendo a los productores
toda libertad y franquicia; pero aquí, se encadenan las fuerzas generadoras de
la riqueza, con leyes absurdas; se mata la industria con el monopolio y el
estanco; se obstaculiza y limita la exportación con gravámenes increíbles. El
cacao, el café, la tagua, el azúcar, etc., productos que son nuestro oro en el Exterior,
que forman el contrapeso beneficioso en la balanza económica, no sólo están
gravados absurdamente, sino que el impuesto les dificulta la salida, rompiendo
así todo posible equilibrio entre lo que vendemos y lo que compramos, lo que
deja siempre un saldo deudor que aumenta y aumenta cada día, y nos arrastra
fatalmente a la bancarrota. De aquí se originan la pérdida del crédito en el
Exterior, la desvalorización de la moneda, el ocultamiento del oro y la plata,
la falta de elementos de producción, el pauperismo y la muerte económica que de
tan cerca nos amenaza. Hacemos todo lo contrario de lo que la ciencia
administrativa nos aconseja; vamos por camino opuesto al que siguen las
naciones sabias; y así, no es extraño que veamos sólo inmoralidad y desconcierto
en las alturas, y hambre y desnudez, desesperación y agonía en el pueblo.
Exigid que se modifique el absurdo sistema tributario que nos rige; que se
alivie la carga, derogando impuestos, redimiendo la agricultura y las
industrias, devolviendo su valor intrínseco a la moneda, aboliendo los
monopolios y los estancos, removiendo, en fin, los obstáculos a la importación,
para equilibrar nuestro debe y haber, como en las naciones sabias y felices.
Esto por lo que atañe al bienestar material del obrero,
que por lo tocante a su redención espiritual, a la elevación moral del
trabajador de los campos y del indio nuestro paria, a la dignificación del
taller e ilustración de las masas populares, la tarea del poder público es más
complicada y larga; requiere mayores sacrificios y constancia, si se ha de
obtener el resultado que el socialismo reclama. La multiplicación de las
escuelas rurales; la obligación impuesta a los grandes propietarios e
industriales, de mantener maestros para la enseñanza primaria de los hijos de
los obreros, que de ellos dependan; la prohibición de ocupar a los niños en el
trabajo, antes de los quince años, para que puedan instruirse y educarse; la
abolición absoluta del concertaje, especie de esclavitud ultrajante a la
dignidad humana; el establecimiento de escuelas nocturnas para adultos; la
extensión universitaria práctica y constante; la libre asociación obrera, con
fines altruistas y de recíproco adelanto; la creación de bibliotecas
populares, han de ser los medios de llevar la luz a la mente del pueblo, y
elevar el carácter aun de los siervos de la gleba. El indio infeliz, abrumado
por varias centurias de esclavitud, necesita regenerarse mediante una
educación esmerada y paulatina, para volver a ocupar su antiguo puesto en la
familia humana. El indio necesita comenzar por reconciliarse con las costumbres
propias del hombre; por abandonar su vida de troglodita, e ingresar en las
vías de una civilización rudimentaria, como si aún estuviéramos en la primera
aurora del progreso de nuestra raza. Haya que obligar a los patrones a darle
mejor habitación, mejor vestido, mejor alimento y salario. Hay que acostumbrar
al indio a buscar las comodidades relativas del obrero; a sujetarse al
saludable yugo de la higiene y el aseo; a huir de la embriaguez y los vicios,
adquiridos en la servidumbre. Hay que emanciparlo de la superstición, única fe
religiosa que se le ha infundido para explotarlo. Hay que resucitar en él, la
dignidad humana, el carácter, el alma misma, enervada, muerta, por centenares
de años de abyección y sufrimiento. Redimir al indio, rehabilitar esta noble
raza de otros tiempos, es crear un nuevo y poderoso factor de engrandecimiento
patrio; y esta es obra digna del socialismo liberal, del partido renovador de
la República. Exigid del poder público leyes que rediman al indio, que lo
eleven a la condición de ciudadano, a colaborador consciente del progreso
nacional, y habréis prestado un vital servicio a la República y a la especie
humana.
El obrero llega a la vejez, aniquilado por las diarias
faenas, consumido por las privaciones, imposibilitado para continuar la ruda y
penosa lucha por la existencia, sin ahorros y sin auxilio, rodeado de una
famélica prole; y en esos momentos de angustia y desconsuelo, el capitalista
lo abandona, olvida que ese desvalido colaborador ha labrado su fortuna, y lo
arroja de la fábrica, del taller o de la hacienda, como un harapo inútil, como
herramienta gastada que estorba. Lo mismo acontece con el operario que se
inutiliza por accidentes de trabajo: sin pan, sin abrigo, sin apoyo, arrastra
por las calles sus mutilados miembros y su miseria, mientras el amo, en cuyo
servicio se incapacitó para proseguir sus tareas, nada en la opulencia y
desdeña arrojar a su infeliz siervo un mendrugo.
Y el poder público -amparo obligado del pobre- ve
indiferente tanta injusticia; y descuida dictar leyes que establezcan asilos de
obreros, que exijan al patrón pensiones para sus sirvientes envejecidos,
inutilizados o enfermos en el trabajo. El socialismo liberal es el llamado a
reparar estas clamorosas injusticias; a exigir de los gobiernos y legislaturas,
medidas urgentes, para que la miseria del trabajador no quede sin otro socorro
que el de la caridad pública.
He aquí ligeramente diseñados los principios y aspiraciones
del socialismo liberal, los derechos del obrero y las necesidades del pueblo
para su redención. El más sagrado e ineludible deber del gobernante es volver
por la justicia, y ponerse a la cabeza del movimiento de renovación social;
hacer respetar los derechos de los asociados, pero de suerte que haya la
posible igualdad en el goce de esos derechos; favorecer todas las energías,
todas las aptitudes, todos los esfuerzos productores del bienestar común;
instruir y educar con interés y empeño a las masas populares, estimulando los
talentos y premiando las virtudes; dignificar el taller, volviéndolo inviolable
y santo contra todo atropello de la tiranía del capital, y de la tiranía de la
fuerza; proteger las industrias, libertándolas de impuestos absurdos y
antieconómicos, así como de monopolios, estancos y especulaciones de mala ley,
que entraban la producción y la aniquilan a la postre; en fin, disminuir los
padecimientos del pobre, socorrer las desventuras que se albergan en el desván
y la cabaña, mirar como a hermanos a todos los habitadores de la República, y
tenderles mano compasiva en sus horas de dolor y abandono. Vosotros los obreros
conscientes, los ya iniciados en los dogmas salvadores de la democracia;
vosotros que habéis sacudido el hábito de la resignación cobarde y levantado la
voz contra el abuso; vosotros los que invocáis la santidad del derecho, y
estáis reclamando justicia; vosotros sois los que habéis de laborar en pro de
nuestros hermanos menos favorecidos por las antiguas formas sociales; vosotros
sois los que tenéis la obligación de pedir, de exigir que el poder público
cumpla su misión sagrada. El pueblo es el único soberano; pero hasta ahora, se
ha resignado a ser un rey de burlas, a coronarse de espinas y vestir un harapo
de púrpura, por inrisión de su soberanía. En los comicios ha sido mera
comparsa de los ambiciosos, instrumento de los políticos sin conciencia y sin
moral. Engañado por los aspirantes; víctima escogida del despotismo y el sacerdocio;
yunque eterno de todos los golpes; degollado en los mataderos de la guerra
civil, por pasiones que no germinaron en su pecho, por intereses que no le
incumbían, y casi siempre para remachar mejor sus propias cadenas, el pueblo,
como en los tiempos más remotos, ha sido un rebaño de ilotas, una colección de
esclavos desposeídos de toda preeminencia y derecho. Pero hoy, debéis mantener
enhiesta la frente que habéis en buena hora levantado; y sostener con decisión
y firmeza los intereses del obrero, del trabajador de los campos, de los parias
que gimen y perecen agobiados por la desventura. Sed socialistas de verdad:
respetad la propiedad, pero reclamad participación equitativa en ella;
propended a la incrementación de las industrias, pero exigid que se os dé el
salario justo y proporcional a vuestras necesidades, el salario que corresponda
a una cuota razonable en las ganancias del capital; acatad a los gobernantes,
pero exigidles que llenen puntualmente sus deberes; conservad el orden público,
pero ejerced sin temor y altivamente vuestros derechos políticos, eligiendo
mandatarios que no os traicionen, que no os roben y escarnezcan, que no se
gocen en eternizar vuestros padecimientos. En vuestras manos está la suerte del
proletariado y del obrerismo: sed libres, sed altivos y enérgicos, sed
socialistas virtuosos y verdaderos, y habréis salvado a la patria.
En el Enlace Ciudadano Nº 363 el día de ayer, primero de marzo de 2014, el presidente Correa descubre con cifras la inmoral desigualdad social que todavía soporta el país: un 4% de propietarios se adueñan del 33% del ingreso del PIB, lo mismo que el 54% de trabajadores que lo generan. Concluye que el socialismo del siglo XXI, diferente del socialismo real, podrá erradicar esa injusticia social mejorando políticas salariales, democratizando la propiedad y con políticas tributarias más justas. Hace nueve décadas José Peralta planteaba en este artículo similares ideas para lograr la felicidad de la sociedad ecuatoriana, lo que ahora se llama Sumak Kawsay o buen vivir.
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