domingo, 27 de diciembre de 2020

El 27 de diciembre, hace 83 años murió José Peralta, ideólogo de la Revolución Liberal

 

José Peralta


Efigie del revolucionario


Casi adolescente, José Peralta interviene ya en la batalla que se libra entre lo viejo y lo nuevo, entre conservadores y liberales. Aún antes de graduarse de abogado, es confinado a la ciudad de Loja.

Durante el gobierno de Caamaño –ese “tirano pigmeo” que ostenta el título de Caballero de San Gregorio– con el doctor Gabriel Ullauri, son ya los jefes del radicalismo cuencano. Ambos, en esta condición, tratan de salvar la vida del indomable Vargas Torres. Primero como abogados y luego mediante la fuga. Y cuando la huida se halla asegurada, reciben la negativa del héroe y una prueba de trágica hidalguía: “Dé Ud. las gracias a los amigos que por mí se interesan –dice al oficial comprometido– pero sería indigno que yo fugara, dejando a los amigos en las gradas del patíbulo”.

La prensa es el arma principal de que se sirve para exponer los principios liberales. Su correligionario, el escritor Lucas Vásquez, sintetiza así su labor en ella: “Desde las columnas de los periódicos La Libertad, fundado por él en 1888, La Época, La Linterna, La Razón, La Verdad, El Optorama, que eran verdaderos campos de batalla en los que con el seudónimo de Ayax, la pluma de Peralta hacía temblar a los gobiernos tiránicos que oprimían al pueblo, y ganaba terreno en las conquistas de las instituciones democráticas. Fundó después La Tribuna y en el Diario de Avisos de Guayaquil firmaba con el seudónimo de Junius.

En 1889, en Quito, desde las páginas de El Constitucional, sostiene una acalorada polémica con González Suárez, pues este prelado, con una serie de “Rectificaciones históricas”, escritas por orden del arzobispo Ignacio Ordóñez según confiesa en sus Memorias íntimas, trata de refutar algunos artículos de carácter religioso. “Las Rectificaciones no valían nada, pura sosería, como todas las eruditas publicaciones de su autor, y tenían el mal condumio del insulto y del orgullo, la soberbia implacable, que es el lado por el cual el diablo cargará con Su Ilustrísima”, dice Manuel J. Calle en un artículo publicado en el Grito del pueblo ecuatoriano.

Eso puede ser, pero hay todavía más: hay contradicción entre lo que se dice en ellas y la obra posterior del historiador. Por ejemplo, acusa a Peralta de “propósitos perversos de hacer aparecer relajada a la Iglesia católica por haber perdido la pureza y rigor de los primitivos tiempos”, sin pensar, quizá, que él mismo más tarde iba a confirmar las afirmaciones de su contrario en su célebre IV tomo de su Historia del Ecuador. Protesta porque su contendor, sin haber estrechado “contra su pecho al Niño Dios en éxtasis celestiales” como San Antonio, se haya atrevido a reprender a obispos y sacerdotes. Y esto también, sin pensar que muy pronto él mismo, sin dar cumplimiento a tan necesario requisito, ¡iba a convertirse en el más severo reprensor de clérigos corrompidos!

La discusión termina con el elocuente silencio del servidor del arzobispo, no sin que antes, vencido y acorralado, lance sobre su contendor la tonta acusación de plagiario, por haber “tomado una cita de los conocidos Anales de César Baronio, no de su original latino… sino de la obra del famoso Vigil sobre la Defensa del poder temporal contra las pretensiones de la santa sede”, según el testimonio del mismo Calle que no puede menos, en vista de la sinrazón del cargo, de calificar al acusador de “polemista de mala fe” y “erudito de tiquis‒miquis, que critica hasta la mala colocación de las comas”. Y hay mala fe en verdad, porque se persigue probar no otra cosa, sino que Peralta ha leído al renegado Vigil, cargo este sí tremendo porque en la época significa la excomunión sin atenuantes y la consiguiente exclusión de la sociedad. Casi, la exclusión del mundo de los vivos.

Todo esto, como es claro, atrae sobre Peralta la inmediata represalia. Autoridades y curas confabulados, por todo medio, inclusive sirviéndose de asesinos, quieren abatir al revolucionario. El ya citado periodista Manuel J. Calle, en su libro Siluetas y figuras, nos cuenta lo siguiente: “Un día tuvo un caritativo anuncio de cierto sacerdote quien, por lo visto, no se andaba en los mismos grados de temperatura de sus cofrades: decía que se guardase del zapatero de la esquina, que le había consultado si haría una obra meritoria y grata a los ojos de ese implacable caballero llamado la Divina Majestad con darle bonitamente de puñaladas al Dr. Peralta”. Y esto es cosa constante. La tranquilidad nunca es huésped de su casa.

Cuando estalla la Revolución del 5 de Junio, empuña las armas para defender su ideología. Como Auditor de Guerra del Ejército que comandan los coroneles José Luis Alfaro y Manuel Serrano, toma parte en la campaña que culmina con la toma de la ciudad de Cuenca, distinguiéndose siempre por su decisión y valor, como se puede ver en los partes de las batallas en las que participa. Y una vez consolidada la victoria, siendo como es el liberal azuayo de mayor prestigio, dirige y organiza el gobierno provincial.

Más tarde, en 1896, cae prisionero del coronel Vega, cuando después de los combates de Pangor y Tanquis, este jefe conservador logra capturar la población. Otra vez su vida está en peligro. Se le notifica que va a ser pasado por las armas por parte de un clérigo Manuel Hurtado. Y la terrible orden no se cumple solamente porque el general Antonio Franco notifica a Vega que haría fusilar a todos los presos en su poder, en caso de ser victimado el publicista liberal.

Luego, como representante del Azuay, asiste a la Convención de 1896–1897 donde, junto con Avilés Zerda, Moncayo y Andrade, se distingue por su firmeza y lo avanzado de sus principios, “exigiendo verdaderas reformas políticas y sociales que justificaran la Revolución Radical, hecha para demoler y para construir”, según señala César Peralta Rosales en su documentada obra Un centenario y una infamia. No en vano piensa que “estacionarse o retroceder en el camino de la Revolución es obrar contra ella, aniquilarla y burlar la esperanza de los pueblos”.

Termina su labor en esa Constituyente, solicitando se nombre presidente al Viejo Luchador como prenda y garantía de la marcha de la Revolución.

Y, finalmente, en 1898, Alfaro le llama a colaborar con su gobierno. Le encomienda la Cartera de Cultos y Relaciones Exteriores y, luego, la de Educación.


 El estadista

 Su obra de estadista es tan brillante como la del combatiente y la del ideólogo.

El nuevo ministro, lo primero que hace es establecer relaciones diplomáticas con la Italia de Garibaldi y ajustar la paz con Colombia. Tanto lo uno como lo otro suscita la airada protesta de la clerecía. Sobre todo, lo segundo. Porque la suscripción del Convenio Peralta–Uribe pone término a la abierta intervención en los asuntos internos de la República de parte de los clérigos y conservadores colombianos que, en alianza con los clericales ecuatorianos, no tienen ningún escrúpulo en fomentar una guerra criminal en defensa de sus mutuos intereses.

Después entra de lleno a preparar el Proyecto de Ley de Patronato, que tiene por objeto suprimir las prerrogativas del clero y borrar las humillantes cláusulas del Concordato. Mas este justo deseo, otra vez, encuentra la terca y abierta oposición del bando ultramontano. “Protestamos, con la entereza del creyente y la libertad propia del que ejerce un ministerio emanado de Dios –dice el obispo de Cuenca–, contra el incalificable proyecto de Ley de Patronato, que no puede tener fuerza alguna obligatoria en fuero de la conciencia, ya que no es ley la que no es justa”. Empero, tan singular teoría jurídica de la Iglesia al final es derrotada por la presión de la prensa y de todas las organizaciones progresistas del país –como se puede probar con los múltiples documentos que Luciano Coral exhibe en su libro titulado El Ecuador y el Vaticano– pues un Congreso Extraordinario, con el voto en contra de los conservadores, aprueba tan necesaria Ley. Aún más: se acuerda aplaudir al ministro Peralta por haber logrado el “mantenimiento de la honra nacional en los asuntos relacionados con la Santa Sede”.

Suscribe también varios acuerdos, entre ellos la secularización de los cementerios y la separación de los obispos rebeldes Schumacher y Masiá, con el delegado del Papa, Monseñor Gasparri.

Todo esto, más su obra anterior de publicista, le acarrea el odio de las turbas conservadoras. En Quito se le arroja piedras y se grita ¡Muera el hereje! Se le acusa de clerofobia y de atentar contra la libertad de conciencia. Acusaciones a las que contesta con gallardía: “Los liberales como yo contribuyen a romper las cadenas del espíritu, jamás a forjarlas”.

¿Cuál es, en efecto, su posición frente a la religión?

Es una posición militante, de combate contra todas las prerrogativas de la Iglesia que, como fuerza fundamental de los terratenientes, es omnipotente en el Estado.

Esta es la posición de los liberales serranos especialmente, puesto que en la región interandina, el clero, gracias a sus riquezas fabulosas y a los inmensos latifundios que posee, tiene una injerencia imponderable en la vida social. En cambio, en la Costa no posee mayores bienes territoriales, pues que gran parte de estos desaparecieron con la salida de los jesuitas ordenada por Carlos III. En consecuencia su poder es mucho menor, razón por la que los liberales costeños, comerciantes en su mayoría, no se preocupan tanto del problema religioso.

José Peralta reconoce los derechos de los pueblos para profesar una religión cualquiera, pero no reconoce el derecho de explotación de los frailes ni su derecho a participar en política en nombre de la religión. Esto es lo que propugna en su tan combativo y mil veces prohibido folleto Casus belli del clero azuayo. Allí, con grande erudición y en forma documentada, demuestra la total corrupción del clero y aboga por la supresión de medioevales privilegios: diezmos y primicias, derechos parroquiales, derechos de muerto y de responso. Proclama la libertad de cultos y exige la subordinación de la Iglesia a las leyes de la república.

Esta su posición en este aspecto, que se justifica plenamente si se tiene en cuenta que según Lenin “la lucha antirreligiosa es la misión histórica de la burguesía revolucionaria”.

En el campo de la educación, así mismo, su labor es notoria.

Ya antes de la Revolución, en 1890, en su ensayo titulado El magisterio monástico, propugna el laicismo y sienta las bases para la posterior reforma. Y, cuando ocupa el Ministerio de Instrucción Pública, sigue luchando por alcanzar esta conquista, pues según testimonio de un conservador, Julio Tobar Donoso, en 1900 solicita ya el establecimiento de institución tan importante. Y poco después, en su Informe al Congreso de 1901, combatiendo la educación confesional, afirma lo siguiente:

 

Medítese en el poderoso y decisivo influjo que ejercen sobre la juventud aquellos maestros que se apoderan de la conciencia misma del alumno, le inculcan odio tenaz a la Filosofía moderna, implacable aborrecimiento a la Libertad, repugnancia invencible a toda idea nueva, y se verá que el magisterio monástico es una rémora para la verdadera ilustración de los pueblos, para la emancipación de la conciencia de las muchedumbres, para que brille la luz con toda su intensidad en los ojos de los ciudadanos.

 

Mas el laicismo que preconiza, si bien es cierto que hace hincapié en la neutralización religiosa principalmente, porque la enseñanza clerical es el mayor escollo en el momento, no por eso deja de preocuparse por dar un contenido más científico a la educación que, para la burguesía, no puede ser otra que la positivista y experimental. Tampoco olvida el aspecto político: su laicismo es militante y tiene un carácter democrático.

Además, en pugna con la enseñanza especulativa, se preocupa porque los jóvenes adquieran “conocimientos de utilidad práctica que son el principio del desarrollo del comercio, de la industria y de la riqueza”. Se preocupa por la educación de la mujer y, sobre todo, por la educación de los obreros. “Vuestro decidido afán por el progreso social –dice– os aconsejará las medidas más adecuadas para que la clase obrera suba a ocupar el puesto que le corresponde, y así habréis procurado la prosperidad de la República”.

Y, en consonancia con la teoría, emprende en la fundación de planteles educacionales laicos. Cabe anotar, entre estos, algunos colegios secundarios, el Conservatorio de Música y las escuelas nocturnas para obreros. Sobre todo, en este campo de las realizaciones concretas descuella, por su gran trascendencia, la creación de los Institutos Normales.

Así, con obras tan provechosas, termina su gestión como ministro y la primera administración del General Eloy Alfaro.




Con singular modestia rechaza su postulación a la presidencia de la república. “El doctor Peralta ‒afirma Jorge Pérez Concha‒ expresó que por su condición de escritor propagandista, se había acarreado innumerables enemigos, por lo que su candidatura presentaría resistencias inconvenientes al Partido Liberal y que el patriotismo le aconsejaba a declinar irrevocablemente el alto honor que se le dispensaba”.

Vargas Vila, desterrado de su patria por el conservadorismo triunfante en Colombia, al conocer este gesto de desprendimiento, le escribe desde Roma:

 

La virtud de U. me entristece como una gran desgracia. La renuncia de U. es un grande acto de virtud, ¡quiera el cielo que sea un grande acto de política! U. se salvará ante la historia por su desprendimiento, pero ¡ay! ¿el Partido Liberal se salvará por él?

Demasiado lejos de los acontecimientos, no puedo juzgarlos bien. No conozco los “dessous” de la política: la lejanía y la perspectiva borran los contornos del hecho, y a distancia todo juicio es aventurado. Pero su renuncia de la candidatura a la Presidencia de la República me ha desolado. Frente a tanta ambición bastarda, U. era una aspiración legítima. Frente a la debilidad U. era una fuerza. Frente a tanta mengua U. era una gloria. En medio de la tristeza del momento, su nombre era el consuelo del alma liberal. En medio de la inquietud del presente, U. era la esperanza y la seguridad del porvenir. Y, U. se retira del debate…

Respeto sus escrúpulos, sin participar de sus ideas. Todas las razones que U. expone para creer inaceptable su candidatura, son las que en mi concepto lo hacían a U., no un candidato, sino el candidato del Partido Liberal.

Es cuando sale de manos de los convencidos, de los sectarios, para caer en manos de los eclécticos sin odios, que toda causa se desvirtúa y se pierde. En el debate actual, un hombre apacible, incapaz de inspirar y sentir el odio, sería la muerte del Partido Liberal. Todo neutro sería la larva de un Caamaño. La neutralidad es la antesala de la traición. Y, la Historia es monótona, porque se repite.[1]

 Con lo que sucede luego en las elecciones de 1901, y con lo que sucede después del crimen de El Ejido, esta carta, para nuestro modo de ver, adquiere valor de vaticinio. 

 *     *     *

 El gobierno de Plaza Gutiérrez ‒digan lo que digan los historiadores cobardes y los panegiristas a sueldo‒ es un gobierno de vergüenza.

“No robo ni dejo robar” dice el presidente. Pero sin embargo se roba en gran escala. De esta época es el negociado de los bonos en Londres, hecho escandaloso que no puede ser negado porque las pruebas constan en el respectivo proceso judicial y en el folleto titulado Actuaciones seguidas ante la Excma. Corte Suprema de Justicia en el juicio del peculado de Londres, que contiene los documentos más importantes del sumario en mención. Mediante la Ley de Cultos –que modifica la de 1899– se da atribuciones al gobierno para que nombre los administradores de las haciendas del clero, cosa que permite a Plaza pagar los servicios de sus áulicos con tan remunerativos cargos, conforme lo denuncia Roberto Andrade en la Campaña de los veinte días y la prensa de ese tiempo. Con el pretexto de comprar armamentos se cometen una serie de raterías, así mismo comprobadas mediante pruebas que no admiten duda. Ni siquiera se respeta la soberanía y la integridad territorial de la nación. El ministro Valverde intenta vender la región Oriental a Brasil. Las islas Galápagos se las ofrece en subasta pública: a Francia se pide cien millones de francos y al presidente Roosevelt cinco millones de dólares. “Urgente enviar instrucciones ‒dice el Encargado de Negocios de Francia refiriéndose al ofrecimiento‒ porque el ministro declara que, si Francia no acepta, se harán propuestas a Inglaterra y Alemania”. Y como si todo esto no fuera suficiente, se llega hasta el extremo de tratar de obstaculizar la construcción del Ferrocarril del Sur, baja acción que el viejo Alfaro se lamenta en innumerables cartas dirigidas a sus principales amigos y colaboradores.

La corrupción en lo económico se une a la corrupción en lo político. Sutilmente se da comienzo al entendimiento con los conservadores mediante la separación de los elementos radicales y de muchos jefes militares. Y luego se busca un candidato a presidente del agrado de estos: el señor Lizardo García.

Todos estos hechos funestos para la Revolución son acerbamente combatidos por Peralta desde la prensa, principalmente desde el periódico El Tiempo de la ciudad de Guayaquil, de donde entresaca los principales artículos para publicarlos en forma de folletos con los títulos de La venta del territorio y los peculados y Porrazos a porrillo.

Felizmente, este estado de cosas cambia cuando después de la campaña de los veinte días, Alfaro toma nuevamente las riendas del Estado después de derrocar al vacilante presidente García ‒hechura de la facción placista‒ para emprender en reformas de mayor alcance que las realizadas en su primera administración.

La Asamblea Constituyente de 1906 consolida el régimen liberal mediante la expedición de una de las constituciones más progresistas de América en ese entonces. En ella se establece la separación de la Iglesia y el Estado, se impone la educación laica y en el capítulo De las garantías individuales y políticas se señalan las libertades básicas: de conciencia, de trabajo y de industria, de reunión, de prensa y pensamiento. Conquistas estas, repetimos, que aún no son incorporadas a la legislación de muchos otros países del continente, ni aún por el sistema constitucional del Uruguay que tanta admiración causa al gran escritor Anatole France, por encontrarlo “de plus en plus laique, de plus en plus independant de toute influence clericale, de plus en plus libre, et pour tant… de plus en plus humain”.

Peralta, como presidente de la Comisión, es el que redacta el Proyecto de esa Constitución de tanta importancia en la vida del país, el mismo que es aprobado con pequeñas modificaciones y en todo su contenido esencial. Es decir que es el autor de la conversión de los principios revolucionarios de la burguesía en norma legal. Hecho este de trascendental significado si se tiene en cuenta lo que dice Engels: que la ideología jurídica es la ideología específicamente burguesa.

Al golpe político va seguido el golpe económico. En 1908 se dicta la Ley de Beneficencia que, al expropiar los latifundios de la Iglesia, suprime el fundamento material del poderío clerical y la base de su resistencia a la transformación. “Al advenimiento del liberalismo ‒dice Peralta‒ esos cuantiosos bienes monacales formaron el tesoro militar de la cruzada: armas, municiones, brazos homicidas, invasores extranjeros, la traición al Gobierno y aún a la Patria, agitadores piadosos y demagogos místicos, todo, todo se compró y pagó con el dinero de los conventos”.

Terminada esta segunda etapa ‒etapa de consolidación de la revolución‒ nuevamente colabora con Alfaro como ministro de su gabinete, vinculando su nombre con todas las grandes obras del caudillo.

Es, por ejemplo, el más entusiasta colaborador para la construcción del Ferrocarril del Sur. El mismo Alfaro lo reconoce así en su Historia del ferrocarril de Guayaquil a Quito, ese hermoso poema de sinceridad, desordenado y escrito al desgaire: “Los Ministros de Estado, especialmente el doctor José Peralta y don Abelardo Moncayo, mis buenos auxiliares, vivían llenos de confianza, lo mismo que yo, considerando que ya la gran obra estaba salvada”. Y después, cuando surgen dificultades económicas y cuando arrecia la mezquina oposición conservadora, refiriéndose a los mismos ministros agrega: “Aceptaron con aplauso mi combinación y facilitaron con regocijo el temido préstamo, que me parece pasó luego de cuatro millones en total, y que después de la terminación de mi período constitucional, nos puso en peligro de ir a parar en el Panóptico”.

También patrocina la construcción del ferrocarril a Esmeraldas ‒vía que Maldonado y Espejo reclamaban‒ pues su nombre aparece en el acta de inauguración de los trabajos publicada en el libro de Alfonso Mora Bowen, El liberalismo radical y su trayectoria histórica. Y todo el grandioso proyecto vial de Alfaro: el ferrocarril a Manta, el ferrocarril a Cuenca y Loja, el ferrocarril al lejano Curaray tienen en él un decidido apoyo.

Es que la burguesía revolucionaria es ardiente propugnadora de la vialidad que incrementa el comercio, ayuda a la industrialización y rompe el aislamiento regional que crea y da fuerza a los caciques feudales de provincia.

Y en 1910, cuando la Patria se encuentra en grave peligro, felizmente ella encuentra una espada en Alfaro y un cerebro diplomático en Peralta que se halla al frente del Portafolio de Relaciones Exteriores.

Su actitud enérgica ‒tal como consta de los Documentos diplomáticos publicados ese mismo año en el Registro Oficial‒ impide que se nos imponga un Laudo contrario a los intereses nacionales y ocasiona la renuncia del Real Árbitro, el Rey de España. Tan clara y justa es esta actitud que dos Congresos Extraordinarios ratifican ampliamente las actuaciones de la Cancillería y hasta la Junta Patriótica, donde se encuentran varios conservadores enemigos acérrimos del régimen, se suman también a este imparcial criterio. Tal el caso de González Suárez.

La actuación de Peralta en esta emergencia y toda su actuación posterior, como puede constatarse estudiando sus múltiples publicaciones sobre el problema limítrofe, le señalan como el mejor defensor del patrimonio y la soberanía patria. Basta citar dos hechos: su combate sin cuartel al Tratado Muñoz Vernaza‒Suárez y al Protocolo Ponce–Castro Oyangure, nefastos instrumentos internacionales ambos, firmados por diplomáticos conservadores.

Por el primero, según lo aseverado por el doctor Pío Jaramillo Alvarado, el Ecuador pierde ciento ochenta mil kilómetros cuadrados. Esto se hace solamente para derrotar la revolución de Esmeraldas, pues en una de las cláusulas del malhadado Tratado se estatuye que “los dos Estados procurarán consolidar la mutua amistad de los dos Gobiernos, evitando especialmente que en el territorio de uno encuentren apoyo o tolerancia, los individuos que pretenden perturbar el orden público en el otro”. Es decir, como afirma nuestro biografiado en su estudio titulado Por la verdad y la patria, “que el fatal Tratado obedeció al miedo de que saliese vencedor el coronel Concha, hermano de Vargas Torres, cuya sombra ensangrentada debe infundir pavor a los que tan cobardemente lo sacrificaron; al miedo de que triunfase Carlos Andrade, hermano de Julio Andrade, asesinado el 5 de marzo de 1912; al miedo de que venciesen los amigos y partidarios de las víctimas ilustres del 28 de enero del mismo año, y se derrocara el régimen alzado sobre esos crímenes”.

El otro instrumento internacional ‒el Protocolo Ponce‒Castro Oyanguren‒ es así mismo perjudicial para la nación. Está basado en la llamada fórmula mixta, según la cual las partes ‒Ecuador y Perú‒ sujetan a la decisión de un árbitro la soberanía de todas las regiones sobre las cuales no se hubiese llegado a un acuerdo mediante negociación directa, siendo factible por consiguiente que éste tenga que resolver sobre la propiedad de todo o la mayor parte del territorio nacional, en caso de que una de ellas lleve hasta allí sus pretensiones. Y como el árbitro es nada menos que Estados Unidos de Norteamérica, es claro que al Perú conviene extender su línea de máxima concesión ‒límite de las ambiciones de la oligarquía gobernante‒ seguro de gozar del favor del árbitro venal por su mayor potencial económico, pues que su actuación está condicionada a sus propias conveniencias y a las necesidades de expansión de sus capitales opresores. Por tanto, mediante el Protocolo, se enajena la soberanía patria al imperialismo yanqui, se pone al alcance de la voracidad de los trusts monopolistas los vitales intereses del país. O, para usar las palabras del mismo doctor Peralta, se coloca “el lazo corredizo en el cuello de la República (Una plumada más sobre el Protocolo PonceCastro Oyanguren, p. 21).

Toda esta labor diplomática está saturada de un noble anhelo de paz. No obstante, siendo como es impugnador ardiente de la guerra como mal de la humanidad, al igual que Martí, sabe distinguir las guerras justas de las injustas para orientar su política en nuestro litigio secular, hasta ahora no resuelto, no por falta de voluntad de nuestros pueblos sino porque ellos encuentran una valla en los intereses de las clases dominantes. En el Congreso Boliviano de Caracas, reunido en 1911, expresa: “Réstanos únicamente manifestar nuestros ardientes deseos de que la paz siga amparándonos con su égida salvadora; y que llegue una oportunidad más feliz en que podamos realizar el colosal pensamiento de Venezuela, y darnos un abrazo de hermanos entre todos los hijos de Bolívar”. Y añade en su Compte rendu: “Amemos la paz y mantengámosla con todas nuestras fuerzas, pero sin humillaciones ni mengua de los derechos de la Nación”.

Y como previendo lo que sucedería luego con el dictado de Río de Janeiro, como previendo lo que sigue sucediendo cada día, escribe en 1925, en la Breve Exposición Histórico‒Jurídica de Nuestra Controversia de Límites con el Perú:

 

Es menester que la juventud… conozca esas usurpaciones de que hemos sido víctimas con atropello escandaloso de la justicia, con escarnio de ese panamericanismo que se pregona en alta voz y se combate sin tregua con las obras. Todo esto debe saberlo también el pueblo trabajador, el pueblo sencillo y honrado, al que siempre se le oculta la verdad, ya que intencionadamente no se le engañe con fines de política casera.

 

La posición antiimperialista que se manifiesta en el período transcrito es también característica de Peralta a través de todas sus actuaciones. Ya anteriormente, cuando se trata de la venta de Galápagos, en la Junta de Notables que se forma para tratar el asunto, pese a la mayoría que existe favorable a la negociación por milagro del oro norteamericano, su voto y el de Alfaro ‒los únicos negativos‒ impiden una mutilación territorial y cortan las pretensiones del Tío Sam, mereciendo esta actuación la aprobación del Congreso. Y en el año crucial de 1910, cuando Estados Unidos trata de imponer al Ecuador sus puntos de vista sobre el arbitraje, combate valientemente la tesis imperialista valiéndose de los propios argumentos aducidos por esa potencia mediadora en la Conferencia de La Haya, escribiendo así una de las más brillantes páginas de nuestra Cancillería. Sostiene la justa tesis, según la cual todo lo que atañe a la soberanía del Estado es de su exclusiva competencia, no pudiendo por consiguiente ser sometido a ninguna clase de arbitraje.

¡Y creer que escritores conservadores y seudoliberales hayan combatido a Peralta, argumentando que no entregó el patrimonio nacional en condiciones ventajosas, para que ellos más tarde no pudieran cometer ese pecado en mancomún con el imperialismo yanqui!

Estas gentes se han olvidado que en 1910, los más prominentes conservadores no pueden menos que aplaudir a Peralta. “El Ecuador ha obtenido brillante triunfo con inhibición del Árbitro Español, te felicito”, le dice Remigio Crespo Toral en telegrama fechado el 28 de noviembre de ese año.



Terminada su labor en la Cancillería es postulado por segunda vez para la Presidencia por los verdaderos liberales pero, desinteresadamente, declina de nuevo la candidatura.

Ya, en ese entonces, negros nubarrones cubren el cielo de la Patria.


Oswaldo Albornoz Peralta

(Semblanza de José Peralta, Quito, 1960, págs. 14-26)  

 



[1] Carta de José María Vargas Vila a José Peralta, Roma, 23 de diciembre de 1900.