sábado, 15 de marzo de 2014

JOSÉ PERALTA:
 Del liberalismo radical al socialismo


César Albornoz

Artículo publicado en Textos y Contextos Nº 4, Revista Teórica de la Facultad de Comunicación Social Universidad Central del Ecuador, Quito, junio 2005, pp. 75-96.


José Peralta es, indudablemente, uno de los pensadores fundamentales de la historia ecuatoriana. La evolución de su pensamiento está marcada por precisos derroteros de su vida: la regeneración de la patria, dominada en su tiempo por la férula corruptora del clericalismo y sus aliados políticos conservadores; y, el cumplimiento de lo que considera el destino de la raza humana: su  constante perfeccionamiento a través de la ilustración y la modernización, mediante la educación, la ciencia y la técnica, es decir, la reorganización racional de la sociedad, incluida una adecuada religión natural garantizada por la más absoluta tolerancia.

En esa búsqueda por contribuir con su país y su pueblo, Peralta pasa por la más profunda metamorfosis ideológica, conforme le dictan su moral y sentimientos, además de sus primeros desencuentros con una política hipócrita que contradice los postulados que defiende y a la verdad que persigue incesantemente.


Del catolicismo al liberalismo radical

 El catolicismo doctrinario inculcado por los jesuitas en su formación estudiantil, le causa el mismo desengaño que debió sufrir Descartes cuando decide someter a duda todo un cúmulo de falso y estéril conocimiento. En escuelas, colegios, liceos y universidades, recuerda,

el loyolismo se había encargado de perpetuar la dominación conservadora, mediante, la formación hábil y prodigiosa de sucesivas generaciones de parias, de multitudes abyectas y sin vista, de una sociedad sui géneris, supersticiosa y fanática, adecuada para base y defensa del omnímodo poder sacerdotal. ¿Qué inteligencia modernamente nutrida había de irradiar en esos tenebrosos albergues de murciélago? Tan absurda era la doctrina que recibíamos en los colegios que después –cuando hemos podido adquirir conocimientos en las ciencias modernas-, hase apoderado de nuestra alma verdadera indignación contra los maestros traidores que, por obedecer una consigna criminal, malgastaron nuestros mejores años en extraviarnos la mente y atrofiarnos el cerebro con una enseñanza propia de la Edad Media.1

Se encuentra a si mismo como portador de una ignorancia cuya magnitud veía con espanto.2 Dolorosamente la va superando, en la primera mitad de los años ochenta del siglo XIX, hasta su descenso al infierno, un lugar especial creado y así bautizado por la censura clerical en la hermosa biblioteca de los mercedarios de Quito, similar el escenario al monasterio del siglo XIV tan bien descrito por Umberto Eco en El nombre de la Rosa. Jamás olvidará Peralta el día que el Dr. José Fernández de Córdova, hombre ilustrado y progresista, decidido por la juventud estudiosa, le guió por una escalerilla que terminaba en una pequeña y maciza puerta, “donde estaban confinados todos los pensadores que han iluminado y cambiado la faz de la Tierra”: los más grandes filósofos y científicos modernos.3 Allí encuentra la luz que clérigos y frailes ocultan a los humanos, mortal veneno, según ellos, fuertes alimentos que no todos pueden digerir, si se infiltrasen en sus almas. Las famosas medidas precautelatorias, en definitiva, del Índice de la iglesia romana, para mantener sumisos, supersticiosos y fanáticos a sus corderos, para poder controlar, gracias a la ignorancia y el temor, sus actos. De allí, como Prometeo liberado, saldrá el joven Peralta a llevar la luz al pueblo, impronta que no abandonará hasta el final de sus días.

Hace suyas las ideas liberales, pero no las tibias y moderadas, o las de acomodo y compromiso con las clases explotadoras, sino las radicales, las llamadas a hacer la mayor transformación social experimentada en la historia ecuatoriana. Y como la luz llega a las mentes a través de textos con ideas esclarecedoras, funda frenéticamente uno tras otro periódicos del nuevo credo para difundirlas y trazar las tareas que deben emprender los ecuatorianos, para dejar atrás los lóbregos tiempos medievales, tiempos de intolerancia, fanatismo, superstición, ignorancia, sumisión, etc., tan bien descritos por él mismo en páginas antológicas de su amplia producción sobre el tema. La consabida respuesta de autoridades civiles y eclesiásticas contra sus periódicos libertarios no se hace esperar: censuras, clausuras, anatemas, excomuniones, calumnias y dicterios que soporta estoicamente, sin arredrarse, aunque peligre su vida.

Desde entonces, tempranamente, su preocupación esencial es por las masas populares, por los ecuatorianos humildes, por los parias de su tierra, por el proletario, “ese ser indefinible que vemos cruzar nuestras calles, abrumado con la indiferencia de sus hermanos, y llevando a cuestas la miseria y el dolor”, nacido “para servir: ni esperanza para el corazón, ni luz para la mente, ni elevación para el alma le ofrece la sociedad, en cambio de sus desvelos”,4 como escribe en un artículo publicado en 1889, en su semanario democrático El Constitucional. Gente sencilla, trabajadores cuya vida transcurre, en ciudades y campos, en la mayor indignidad e indolencia, por la crueldad de quienes han convertido a esa gran masa humana en fuente de enriquecimiento y de explotación.

Para junio de 1895, por derecho propio, Peralta tiene un bien ganado y merecido prestigio. Se ha convertido en uno de los ideólogos nacionales del liberalismo radical, al que las masas en la ciudad de Guayaquil vitorean y consideran  junto al nombre de Alfaro, el suyo, para regir los destinos de la patria, de acuerdo a lo que afirma el historiador Jorge Núñez.5 Hasta 1897 seguirá con su periodismo doctrinario para enrumbar la revolución ganada por las armas, sin omitir críticas y expresar desilusiones cuando cree que se está desviando el gobierno o el parlamento del camino correcto. Sobre su actuación en los gobiernos de Alfaro, su labor y participación es ampliamente conocida. Al respecto, baste señalar que acompaña al Viejo Luchador en los momentos más difíciles de su gestión y es artífice, junto a él, de las mayores conquistas materiales y espirituales, de la implantación de las nuevas instituciones liberales y de una defensa denodada de la soberanía y de la integridad del territorio nacional. Esa titánica labor cumple, hombro a hombro, con los constructores del nuevo Ecuador desde los más distintos y altos cargos públicos: la gobernación del Azuay, los ministerios de Educación, de Cultos, de Hacienda y de Relaciones Exteriores, desde el parlamento, etc.



Luego, después de la hoguera bárbara y la frustración liberal, en el destierro reflexionará profundamente sobre aquello que se debe hacer para retomar lo que había elegido como su razón de vida: la regeneración de la patria, traicionada cruel y sanguinariamente por la componenda de la plutocracia porteña y los terratenientes de la sierra. Amargamente, con lacerantes pensamientos que podrían aplicarse a muchos conflictos de nuestro convulsionado planeta de hoy, descubre las facetas irracionales de los humanos, al referirse a la carnicería causada en el país por los victimarios de sus amigos y coidearios, y se pregunta:

¿Cuándo, cuándo cambiarán los feroces instintos de la raza humana? ¿Cuándo, cuándo darán sus frutos saludables la filosofía y la moral perfeccionadas? ¿Será eterna la generación del mal, entre los hombres?... No podría tal vez contestar categóricamente a estas preguntas, porque los hechos con su brutalidad abrumadora, me saldrían al paso y aplastarían toda esperanza próxima de regeneración, todo vaticinio de humanización del hombre, todo brote de optimismo respecto de la sociedad futura. Penoso es llegar a estas conclusiones, para quien, como yo tiene fe en el progreso humano y en la redención de los pueblos; pero ahí están los hechos, combatiendo nuestras convicciones y burlándose de nuestra talvez risible sociología. Contradicción de la mente, o desaliento del espíritu. Lo cierto es que la lucha interior en el hombre que piensa es el mayor de los tormentos imaginables...6

Ante esa constatación, a pesar de que aborrece la violencia para redimir a los pueblos, no le queda más que reconocer una ley ineluctable de la evolución de la sociedad: “Las revoluciones son feroces por naturaleza; y en países adelantadísimos hemos visto escenas que avergonzarían a los caníbales ¡Es la lógica brutal de las reacciones contra la opresión y el crimen, ante la que es impotente la civilización más avanzada!”.7 En Eloy Alfaro y sus victimarios desarrollará más tarde su comprensión de la revolución, en clara concepción dialéctica: las “revoluciones que cambian la faz de los pueblos, que destruyen el edificio antiguo y lo reconstruyen con materiales y sobre planos modernos y sapientes, que redimen y salvan a las naciones, son fruto exclusivo de premisas históricas y sociales, de elementos de transformación lentamente acumulados por los mismos gobiernos que, en su caducidad, caminan a la ruina, de tropelía en tropelía, de crimen en crimen, como arrastrados al abismo por fatalidad”.8


Antiimperialismo

Tampoco puede soslayar el silencio y la complicidad del imperialismo yanqui, en el desenlace de la confrontación entre los que propugnan reformas más radicales en nuestra patria, y los que sólo velan por mezquinos intereses de clases privilegiadas. Empieza a madurar su antiimperialismo, el mismo que había empezado a tomar contornos claros desde 1900, cuando canciller de la república, tiene que mostrar sagacidad ante las pretensiones del imperialismo emergente, por adueñarse a cualquier precio de nuestro archipiélago de Galápagos.9 O más tarde, en las mismas funciones, cuando el país del Norte, de mediador en nuestro secular conflicto de límites con el Perú, intenta llevarnos a acciones perjudiciales al interés nacional. En los inicios de 1914, tiene ya una visión muy clara de lo que convertirá más tarde en una teoría original, al escribir La esclavitud de la América Latina, una de las concepciones más avanzadas para su tiempo, acerca del significado nefasto del imperialismo norteamericano para los latinoamericanos. Deberían escucharlo atentamente, esos mandatarios serviles que han avergonzado por décadas y retrasado infamemente el desarrollo de los que vivimos al sur del Río Grande:

El apostolado yankee está de moda: el gobierno de la gran república americana se ha declarado supremo civilizador y moralizador de los pequeños Estados de la América latina, que más allá no va el fervor del genial apóstol. El fundamento de su evangelio novísimo, no es por cierto, el amor a la humanidad ni el empeño por el perfeccionamiento de los pueblos: ¿qué les importan la humanización de las sociedades ni el desenvolvimiento del espíritu y de la moral en los latinoamericanos, a esos reyes del hierro y del cobre, del petróleo y del carbón, del trigo y del tocino, de las patatas y de cuanto encierra la creación? Nada, absolutamente nada: toda su filosofía se reduce a la ganancia sin obstáculos y en escala siempre creciente. Quieren la paz en las naciones consumidoras de sus productos, porque la guerra perjudica el comercio y disminuye el lucro de aquellos poderosísimos reyes: quieren tranquilidad inalterable en Centro y Sur América, simplemente porque las conmociones civiles estorban el desarrollo del imperialismo comercial yankee en nuestros países. Norte América entiende su apostolado pacifista de hoy, como entendió su papel de libertador y protector de las Antillas españolas ayer; es decir, relacionándolas estrechamente con sus propios intereses…  De aquí nace el que, si la revolución le trae mayor ventaja al apóstol de la paz, se decide por ella y la favorece, como  lo está haciendo hoy mismo en México, mal que les pese a las humanitarias doctrinas que acá nos predica. Es verdad que, según dice Wilson, obra así en la tierra de Moctezuma y Juárez, porque el general Huertas es un asesino: está manchado con la sangre de Madero; y la gran nación civilizadora no debe ni puede reconocer a un gobierno nacido del crimen. Sublime. Pasemos por la intromisión de un Estado extranjero en los asuntos internos de otro Estado independiente y libre; pasemos por este gran atentado de limitar la soberbia del país vecino, erigiéndose en tutor de un pueblo, y en juez de sus gobernantes; pasemos por ese despedazamiento escandaloso del derecho internacional; y ni así podremos justificar la actitud del neocivilizador de nuestros pueblos. Si las manos ensangrentadas son obstáculo insuperable para gobernar un país, según el entender de Wilson; si no deben ni pueden ser reconocidos los gobiernos engendrados por el asesinato, ¿cómo sucede que la misma gran república ha reconocido al general Plaza y mantiene buenas relaciones con este criminal manifiesto?... ¡Oh! Moral, cuánto, cuánto se abusa y se juega con su augusto nombre!

¡Y estos moralizadores son los que más nos ultrajan, los que más condenan nuestras luchas intestinas, los que más nos amenazan, los que nos tienen por destituidos de todo sentimiento de justicia y virtud! Y enseguida nos abruman con buenos ejemplos: necesitan una extensa zona de territorio para la apertura de un canal interoceánico, y se lo arrebatan a Colombia, alevemente, favoreciendo uno como parricidio contra aquella nación: quieren evitar que se abra otro canal que haría competencia al de Panamá, y pisotean la soberanía de Nicaragua, cuyos protectores se declaran por la fuerza: quieren apoderarse de otro retacito de México, y apoyan a Carranza y Villa, soplando en la hoguera de una guerra vandálica y desastrosa. ¡Buenos civilizadores y moralistas! Filipinas, Cuba, Puerto Rico, etc., pueden dar testimonio de la sinceridad de estos apóstoles de la moral, de la libertad y la paz.10

Mientras rememoramos este valiente alegato sin concesiones al imperio, de una claridad abrumadora que parece escrita al calor de los acontecimientos del mundo y de la región latinoamericana de nuestros días, ahora mismo, en nuestro país trabajan con entusiasmo digno de mejor causa, pajes del FMI, propulsores de Alcas y minialcas e irresponsables que no comprenden las consecuencias de involucrarnos en el Plan Colombia, permitiendo mancillar la tierra de sus mayores con bodegas que se pueden convertir en cualquier cosa, preparándose para el triste papel de cipayos de la USA Army, incluso irrespetando la majestad de las leyes y la jerarquía de los poderes del Estado. A la inexplicable actitud de aquellos gobernantes latinoamericanos de entregarse ciegamente en sus brazos, que justifican con los supuestos beneficios que obtendríamos, se aplica con precisión lo que posteriormente dirá en La Esclavitud de la América latina: “Miopía de espíritu, desconocimiento de la historia americana en la última centuria, falta de iniciativas propias o traición solapada en los dirigentes de esas infelices repúblicas. Si esos gobernantes no son traidores, hay que juzgarlos como incapaces de pesar y medir el presente, y mucho menos de vislumbrar el porvenir”.11 Y se hace la pregunta que esos incapaces o traidores evitan formularse: ¿Cómo soñar en la unión con una potencia que no medita sino esclaviza a sus hermanas?

Regresemos, mejor, a las profundas reflexiones que José Peralta hace en su exilio limeño, recapitulando y sometiendo a severa autocrítica los errores cometidos por las administraciones alfaristas, con miras a enmendarlas cuando el radicalismo liberal, levantado en armas con el Coronel Concha a la cabeza, en ilusión que no se cumple, redima la sangre derramada del Caudillo y sus correligionarios. Varios son los errores que reconoce de la actitud de los radicales en el poder arrancado por los evolucionistas como sarcásticamente califica a la alianza antinatural de liberales y conservadores:

Debilidades de alma y condescendencias culpables con los prejuicios de la sociedad, de las que también me acuso: imitadores en todo, de los revolucionarios idealistas, no nos hemos atrevido a realizar una revolución verdadera, y descuajar para siempre el árbol venenoso, extirpando sus raíces a fin de evitar los renuevos. Hemos adoptado por un error político, como exacto el especioso axioma de Bazire; y creído también que las medidas supremas contra la superstición, en un pueblo supersticioso y fanático, constituyen otros tantos crímenes de Estado. Cuando necesitábamos un Combes, hemos procedido como tímidos conciliadores. La fórmula de todas las debilidades revolucionarias, la síntesis de todas las indecisiones políticas, la más cara de la cobardía en las reformas, es la palabra tolerancia; y en el Ecuador la hemos adoptado en un sentido irrestricto y absoluto; como clave de sapiencia administrativa, como la base del genuino liberalismo, como el distintivo de la filosofía regeneradora de la patria; siendo así que esa palabra deslumbradora no es aplicable al origen mismo de los extravíos populares ni a su perpetuación en las generaciones futuras. La tolerancia es obligación ineludible del Estado, respecto de la sociedad actual; y en cuanto a las ideas e instituciones toleradas, no se salgan del marco de la moral y de los intereses de la nación. Ese respeto, aun a los errores de los asociados, ese acatamiento a todas las ideas adoptadas por las diversas agrupaciones de ciudadanos, esa imparcial y equitativa libertad concedida a la conciencia de cada cual, ciertamente, son la base y el distintivo del liberalismo doctrinario; pero no han de ir jamás hasta la complicidad con los criminales, con los envenenadores de la fuente misma de la vida nacional, con los que maquinan a la continua la ruina y degeneración de los pueblos; porque esto sería un atentado de lesa patria, un suicidio del gobierno, que tal hiciera, una como conjuración contra el perfeccionamiento humano. Todo derecho está limitado por el derecho del otro; y la tolerancia debida a las creencias de los individuos, no puede extenderse y pasar por sobre  la seguridad y la existencia misma de la sociedad, ni menos sobre los trascendentales destinos del linaje humano.12


Peralta y el socialismo

Así, apenas llegado a Lima, empieza a bosquejar las ideas que le servirán de base para escribir sus obras filosóficas y políticas fundamentales, donde el énfasis, como siempre está en el pueblo, a quien reiteradamente dedica sus trabajos de los más variados géneros. Su estadía en  la capital peruana incrementa sus conocimientos de las ideas socialistas. Suma al conocimiento de los ingleses, franceses y españoles (Owen, Meslier Fourier, Saint Simon, Enfantin Cabet, Lui Blanc, Vermorel, Fernando Garrido, etc.),  el pensamiento de González Prada, el Montalvo del Perú, como lo llama, cuyas Horas de lucha cita, haciendo suyas varias ideas.13

 Justamente a esta faceta de José Peralta nos queremos referir, finalmente. Uno de los aspectos más polémicos y menos estudiados de su pensamiento: el relacionado con sus ideas socialistas.

Hay quienes sostienen que es pionero, precursor o portador de matices de esa ideología. Otros dicen que no hay que forzar las cosas y que es preferible dejarle como el ideólogo más avanzado del liberalismo radical. Los tonos varían entre los que defienden una u otra posición. Lo cierto es que, guste o no, sáquense las conclusiones que se quieran, luego de analizar sus escritos al respecto, hay una verdad incontrovertible: Peralta se refiere al socialismo como doctrina filosófica y como alternativa política de desarrollo y organización social en muchos de sus escritos.

Estos escritos en su mayoría son artículos de apreciable extensión, elaborados después de la masacre del 15 de Noviembre de 1922, época de gran reacción popular por la calamitosa situación económica que atraviesa el país. Solidarizándose con los trabajadores dirá Peralta:

Después de la muerte del Regenerador Ecuatoriano, no se ha dado un paso más a favor del proletariado ni de la raza india. Por el contrario, grandes masas de indios inermes han sido bárbaramente fusilados, repetidas veces, en casi todas las provincias andinas, sólo porque agrupadas sus víctimas, pedían protección y justicia. Y en Guayaquil, baluarte de las libertades públicas, el pueblo fue asesinado de manera infame y cobarde, sin respetar niños ni mujeres, porque solicitaban pan y trabajo.14

Ve como el edificio pacientemente levantado por el liberalismo verdadero, en medio siglo de lucha contra el bando tradicionalista, se derrumba por la debilidad de los gobiernos plutocráticos que permiten el avance de la reacción conservadora. Es la época de su rectorado de la Universidad del Azuay, cuando escribe “El problema obrero”, “La cuestión social”, “Lecciones al pueblo”, su “Discurso” -con motivo de la fundación de la Sociedad Ilustración Obrera del Azuay, de la cual es nombrado su Presidente honorario-, cuando plantea convencido que la hora del socialismo ha llegado:

Desequilibrada la sociedad por ancestrales y añejas injusticias, por absurdos prejuicios y profanación de las santas leyes de la naturaleza, la hora del triunfo socialista, pero del socialismo científico, humanitario y justo; un socialismo que es sólo una faz, una ampliación, un avance ventajosos de las libertades y garantías del ciudadano, un socialismo que no busca sino la felicidad de todos los asociados, la extirpación del pauperismo y las desigualdades impuestas por la tiranía y las malas pasiones, la restauración del amor y la fraternidad universales.15

Es un socialismo pequeñoburgués, o socialdemócrata si se quiere, que plantea la repartición de los medios de vida, principio que considera el más hermoso ideal del socialismo, sin abolir la propiedad sino dividirla “a fin de hacer que todos, o siquiera el mayor número posible, llegue a ser un propietario”. Es francamente opuesto a la solución que los bolcheviques en ese mismo tiempo están llevando a cabo en la Unión Soviética. Tampoco comparte las ideas de los anarquistas. Peralta es más próximo a los ilustrados franceses, a los más avanzados, recuerda mucho su pensamiento célebres pasajes del ginebrino Rousseau que tanto admira.

El liberalismo,  ha terminado por aceptar, por más radicales que sean sus postulados ya no es suficiente. Las ideas socialistas maduran definitivamente en su espíritu, conforme éstas toman cuerpo en el país, y cada vez más, primero regionalmente, luego a nivel nacional, van ganando el espacio como consecuencia de la crisis y la catastrófica situación en la que los nefastos gobiernos plutocráticos han sumido a la patria. Cree factible  ya para ese entonces, una fusión de lo mejor del liberalismo con lo promisorio de la nueva doctrina social que atraviesa América toda de extremo a extremo. Piensa que es factible un liberalismo socialista, que si cotejamos con el clásico de los utópicos europeos es mucho más avanzado, porque Peralta, desde antes, desde su radicalismo liberal, siempre tuvo muy en alto el papel del pueblo en la transformación social, al contrario de los europeos que demuestran cierto temor, desprecio, etc. a las masas, sosteniendo que la transformación debe hacerse, en la tradición platónica, por los mejores: es decir, una revolución desde arriba. Peralta, no. Todo lo contrario como se desprende de múltiples escritos. Incluso alienta a los trabajadores a despertar y dirigir los destinos de su patria. “La fuerza del Estado está en el pueblo”. “Los obreros son sagrados, porque ellos son los únicos que elevarían la República a la altura de la civilización moderna: son los hombres nuevos, en cuyo engrandecimiento estriba el progreso nacional”,16 sostiene.

En  su Discurso, con motivo de la fundación de la Sociedad Ilustración Obrera del Azuay, el 1º de Mayo de 1925, dice en el aula magna de la Universidad de Cuenca: “la época actual está marcada por la emancipación del trabajo… Este siglo es vuestro: siglo de valoración de las verdaderas fuerzas vivificantes de la sociedad, siglo de reivindicación del derecho y la justicia, que todos los despotismos le han negado al obrero”, al del taller y al labrador de la tierra; “vosotros seréis los creadores de la futura patria: la reivindicación de los justísimos derechos del trabajo, será la base granítica del porvenir de la democracia ecuatoriana”. E introduce un nuevo momento en el desarrollo de sus ideas acerca del socialismo: “Dada la situación, ha llegado la hora de plantear el problema en el terreno que los estadistas denominan Socialismo de Estado, es decir socialismo dirigido, encausado por los mismos gobernantes, que se colocan a la cabeza del movimiento, para suavizarlo y hacer que sea beneficioso y tranquilo. Ya no es posible retardar la concesión de las garantías a que es acreedor el obrero”.  Se inclina por la vía pacífica de la toma del poder,  y clama por la educación de los trabajadores “para ponerse al nivel de las clases privilegiadas”: Quiere por ese camino, el de la vía electoral,  que lleguen a la legislatura “hombres probos y prácticos salidos del propio seno del pueblo trabajador”, para reemplazar a  los “ignorantes y venales”. El socialismo de Estado que propone, debe proteger el trabajo y “reprimir la opresión del capitalismo” y tender, mediante medidas que propone, la supresión paulatina del proletariado, poniendo la propiedad agraria, en lo posible, al alcance de los pequeños haberes”. Señala la necesidad de la protección de las industrias, la redención de la agricultura “fuente perenne de riqueza” eliminando absurdos sistemas económicos, exonerando de gravámenes prediales a las pequeñas propiedades del indio y del labriego”. Ahí mismo se compromete a dar inicio a una serie de conferencias de Extensión universitaria para la clase obrera.17



Una de ellas es el trabajo que titula “Lecciones al pueblo”, donde introduce un nuevo concepto: socialismo liberal, aquel “que no suprime ningún derecho, sino que anhela que todos los asociados, gocen de los derechos sociales, con la posible igualdad”.18 Ahí plantea, nuevamente, que la vía para instaurar el programa socialista es a través de los comicios: “elegid mandatarios patriotas, amantes sinceros del pueblo, preparados para la obra de redención que nos ocupa, y vuestros anhelos serán pronta y satisfactoriamente colmados”. Al calor de las ilusiones que presenta la revolución juliana plantea también la alianza de los obreros con los indios y el ejército, para llevar a cabo la gran tarea; reforma agraria que reparta latifundios incultos y los de la Junta de  Beneficencia a precios justos; abolición definitiva del concertaje; reforma fiscal y tributaria que incentive la producción agrícola e industrial y proteja el valor del dinero. Y en lo espiritual: multiplicación de escuelas rurales, obligación de grandes propietarios e industriales a asegurar maestros para la educación de los hijos de los trabajadores; prohibición absoluta de trabajo de menores de 15 años; creación de escuelas nocturnas y extensión universitaria para los trabajadores; libre asociación obrera; redención definitiva del indio convirtiéndole en ciudadano real de la república; promulgación de leyes laborales como  protección por accidentes de trabajo, etc., etc.

Más tarde, en 1927, escribirá, “La fuente del socialismo”, artículo con el que contribuye para la revista Llamarada de los estudiantes universitarios de Quito. Y posteriormente, en 1930, sus discípulos A. Moreno Mora, Luis Monsalve Pozo y César Andrade y Cordero, fundadores de la revista de renovación Mañana, de clara orientación socialista, conseguirán que colabore con un artículo más sobre el tema: “El proletariado en el Ecuador”. En este escrito describirá, tomando gran parte de sus “Lecciones al pueblo”, la miserable situación del proletariado ecuatoriano, con salarios ínfimos, expuestos constantemente al desempleo y sus familias a las enfermedades, sin acceso a alimento digno ni a medicinas. Lo mismo de siempre, lo que ha venido denunciando desde 1889: hambre, carestía de la vida, impuestos, falta de educación, ambiente favorable para la delincuencia y desesperación de las masas lo que describe Peralta. Mientras en el polo opuesto,  la tiranía del capital con complicidad del Estado, y “el capitalista, enriquecido con el trabajo de ese hombre a quien los pesares ahogan, lo mira sucumbir sin conmoverse”.19 La conclusión lógica, predice convulsiones sociales, ante la explotación e indiferencia con “ese inmenso grupo de víctimas de la injusticia social, de la despiadada ambición del capitalismo, de la imprevisión de los gobernantes y las leyes, de la incuria con que los Poderes Públicos ven amontonarse en el horizonte, esas nubes precursoras del rayo y de las tormentas sociales, sin que nadie se proponga conjurar tan temible y asoladora tempestad”.20 Palabras dichas hace 73 años, que no son más que la extensión de esa incuria e injusticia social que preludian tempestades sociales.

Activo políticamente hasta casi las postrimerías de su vida, como líder del partido que cada vez más se aleja del pueblo para convertirse en expresión de los intereses de la burguesía compradora y vendedora, en donde la ganancia es el único móvil de sus actos, sus posiciones se radicalizan, y cada vez está más convencido que el socialismo es la única posibilidad, la única salida para el Ecuador. Esto se manifiesta con claridad cuando en la década de los treinta Arroyo del Río pretende la candidatura a la presidencia por el partido liberal. En la Asamblea, reunida en Quito con este fin, su oposición es abierta, porque  piensa que  “el triunfo de su candidatura significaría la ruina económica del país, el recrudecimiento de la explotación, la lápida funeraria a los ideales todos de los partidos de izquierda”. Hoy que la historia ha dado su veredicto, le da la razón a quien de tanto bregar en la política nacional, tiene una penetrante intuición cercana a la profecía. Y es tajante en su argumentación: “El gobierno de Arroyo del Río nos entregaría maniatados al imperialismo extranjero, puesto que el Sr. Arroyo es el vocero jurídico, el representante de sociedades extranjeras absorbentes”. Y concluye que apoyarle, en nombre de la supuesta unidad y hegemonía del partido, sería una claudicación cobarde  de los principios del radicalismo. “Frente a nuestra vergonzosa debilidad, el socialismo será ahora una fuerza moral incontrastable. Frente a esta ambición bastarda de los liberales, el socialismo constituirá ahora, más que nunca una noble aspiración legítima”.21 Palabras de quien ha hecho todos los esfuerzos por reconstituir el radicalismo, cuyo ocaso ha llegado definitivamente. En esa circunstancia, el socialismo es la alternativa.

El socialismo que propugna Peralta, si bien es precursor por las condiciones de retraso y desarrollo industrial incipiente del Ecuador, difícilmente puede calificarse de utópico. Al contrario, el suyo está más cerca de la realidad, de lo factible, para poner las bases de lo que el mismo define como socialismo científico. Peralta no sueña con Icarias como Cabet, ni con falansterios como Fourier, tampoco imagina islas de armonía y bienaventuranza como Moro, Campanella o Mably. Él tiene una ventaja sobre todos ellos, a diferencia de los constructores de sociedades ideales, él ha gobernado y ha jugado un papel preponderante en la transformación social de su país; y las frustraciones, las desilusiones, las traiciones y las mezquindades humanas relacionadas con el poder que tan profundamente conoce y describe en sus obras políticas fundamentales, le han permitido reflexionar creativamente, con criterio más práctico, sin traslados mecánicos de experiencias diferentes a nuestra realidad.

Es más, Peralta diseña alternativas políticas que den continuidad al proyecto radical truncado por el contubernio de terratenientes y liberales de derecha. No tiene tampoco la limitación de la gran mayoría de socialistas utópicos, que al no entender el papel de los trabajadores en la transformación de la sociedad, les excluyen, les menosprecian y les consideran incapaces de un rol principal. Es denominador común de los utópicos más destacados el creer posible la revolución desde arriba, evitando al máximo la participación popular. Peralta, actor él mismo de la gesta del 95, sabe mejor que nadie la importancia de los sectores populares en la implantación de las reformas sociales radicales. Pero también conoce del costo social que significa cuando las mismas se implantan por métodos violentos, y por eso plantea, ante lo recalcitrante de las clases dominantes nacionales, fórmulas conciliatorias para mejorar la mísera situación de campesinos, artesanos, obreros y trabajadores en general. Como Saint Simon quiere que se respete la propiedad privada, pero haciendo partícipe de los beneficios de la producción al empresario y al obrero, es decir una distribución más equitativa de las ganancias. Una reforma agraria que entregue las extensas tierras incultas de terratenientes indolentes a quienes realmente las necesitan a cambio de una indemnización, a través del pago de un interés equitativo hasta la amortización del capital adeudado por la compra. Y al mismo tiempo,  planificación estatal apoyada por la ciencia y la técnica, políticas de instrucción pública que acorten cada vez más las diferencias sociales, para dignificar no solo la vida material sino también espiritual de ecuatorianas y ecuatorianos.

No hemos creído conveniente en esta oportunidad entrar en polémicas innecesarias con quienes, por ignorancia o mala fe, han tratado de minimizar esta faceta del desarrollo ideológico de José Peralta. Pues es sabido que cuando un personaje histórico puede erigirse en ejemplo de su pueblo, es preferible estereotiparle y acomodarle a ciertas conveniencias políticas. Con Peralta se ha actuado peor. Unos tratando, mezquinamente de criticar su actuación política, otros, sus ideas, han contribuido, ingenua o malintencionadamente, al desconocimiento de la dimensión real de su pensamiento,  de su gran legado a la cultura nacional y continental. Se ha conspirado, en vida y después de muerto, en contra del egregio hombre nacido en la entraña misma del pueblo del Cañar.

Digan lo que digan, quienes no pueden elevarse a la objetividad histórica que las ciencias sociales demandan cuando se analiza la trayectoria de sus más relevantes personajes, difícilmente podrán eliminar, en el caso de José Peralta, su radicalismo social y su antiimperialismo, facetas del grande hombre que todavía no deja dormir tranquilos a mentes ancladas en oscuras épocas de la comprensión del mundo en que vivimos. El “radicalismo implica una mayor democratización social, la primera intentada en planos nacionales –dice el escritor uruguayo Carlos Rama– entre los latinoamericanos que enfrenta a las élites tradicionales, y posee un estilo que expanden en sus obras escritores y periodistas famosos de esos años, como es el caso del peruano Manuel González Prada, y en principio de todos los “modernistas”, entre los cuales el más caracterizado es el cubano José Martí”.22 Y Peralta entre ellos, agregaríamos nosotros.

En la actualidad, las duras lecciones políticas que se desprenden de la historia social de las últimas décadas, han permitido a los que reflexionan sobre las teorías que buscan alternativas viables para una convivencia racional entre los humanos, abandonar dogmatismos y esquematismos, aparte de oportunismos y traiciones, que abonaron para que la barbarie imperialista que vivimos se imponga, quién sabe por cuánto tiempo. Es interesante señalar que Norberto Bobbio, el prestigioso filósofo y politólogo italiano, desarrolla su propia teoría de la conveniencia del socialismo liberal.  Y marxistas como el cubano Roberto Fernández Retamar, hacen suyas las conclusiones que surgen de discusiones que sobre la izquierda y el carácter revolucionario se llevan a cabo en su patria después de la caída del sistema socialista de Europa oriental: “la izquierda revolucionaria no ha sido necesariamente marxista, ni cultivar el marxismo ha significado obligadamente ser de izquierda revolucionaria”.23

En nuestro país, no faltaron quienes jurasen que Peralta no tiene pensamiento socialista, por no haber llegado al marxismo. La práctica social, demuestra que, para reorganizar la sociedad, es necesaria la confluencia de múltiples concepciones progresistas, especialmente en sociedades tan heterogéneas y de estructura social tan compleja como la nuestra: suficiente es honestidad y desprendimiento en beneficio del interés general, no de mezquinos intereses personales o de grupúsculos de poder. Así, los postulados más radicales del movimiento indígena y campesino, de los que profesan la teología de la liberación, de sectores socialdemócratas afines a los verdaderos intereses populares y de todas las tendencias marxistas sanas, no contaminadas por incalificables intereses, serán, algún día el único frente que venza la prepotencia de los sumisos al imperio que en nuestra patria han adoptado el neoconservadurismo como bandera de explotación e infamia.


Notas bibliográficas:

1 José Peralta, Eloy Alfaro y sus victimarios, segunda edición, Offset Monsalve, Cuenca, 1977, p. 14.
2 José Peralta, Mis memorias políticas, Infoexpres, Quito, 1995, p. 8.
3 Ibídem, pp. 8-11.
4 José Peralta, “El proletario”, en El Constitucional Nº 2, Quito, 12 de junio de 1889.
5 Jorge Núñez, “José Peralta, un pensador latinoamericano en la época de emergencia del imperialismo”, en Jorge Núñez Sánchez (editor), Historia política del siglo XIX, Colección Nuestra Patria es América Nº 3, Editora Nacional, Quito, 1992.
6 José Peralta, Escritos del destierro, Lima, 1914, Inédito.
7  Ibíd.
8 Eloy Alfaro y sus victimarios, op. cit., p. 7.
9 Jorge Núñez, op. cit., p. 13.
10 Ibíd.
11 José Peralta, La esclavitud de la América latina, Cuenca, 1975, p. 6.
12 José Peralta, Escritos del destierro, op. cit.
13 Ibídem.
14 José Peralta, “¡Pobre pueblo!”, en Años de Lucha, t. I,  Editorial Amazonas, Cuenca, 1974  p. 150.
15 José Peralta, “El problema obrero”, en Años de lucha, t. III, Cuenca, 1976, pp. 296-297.
16 “¡Pobre pueblo!”, op. cit., p. 139.
17 “Magistral discurso del Presidente Honorario del Comité Sr. Dr. D. José Peralta, pronunciado el 1º de Mayo en la sesión Solemne”, en  La Ilustración Obrera Nº 1, Cuenca, 10 de mayo de 1925.
18 José Peralta, “Lecciones al pueblo”, en Oswaldo Albornoz Peralta, José Peralta, periodista, Centro de Impresiones de la FACSO, Quito, 2000, p. 110.
19 José Peralta, “El proletariado en el Ecuador”, en Mañana, Cuenca, febrero de 1930. p, 311.
20 Ibíd., p. 310
21 Documento personal que reposa en el Archivo de José Peralta.
22 Carlos M. Rama, Historia de América Latina, Editorial Bruguera S.A., segunda edición, Barcelona, 1982, p. 126.
23 Cfr. Roberto Fernández Retamar, Concierto para la mano izquierda, Fondo Editorial Casa de las Américas,  La Habana, 2000, p. 9.


sábado, 1 de marzo de 2014


José Peralta y el socialismo II


LECCIONES AL PUEBLO

(Artículo escrito poco después de la revolución del 9 de julio de 1925)



La historia del pueblo se puede compendiar en un gemido prolongado, tristísimo, de agonía infinita que repercute a través de los siglos, como una maldición contra los explotadores inmisericordes del rebaño humano, desde que la injusticia dividió a los hombres, en señores y siervos, en verdugos y víctimas resignadas y cobardes. Abrid esa historia y horro­rizaros ante los dolores sin cuento, el martirio perpetuo en el arroyo no interrumpido de lágrimas y sangre, con que los esclavizados pueblos han marcado su luctuoso paso por el mundo. Mirad esas multitudes, agobia­das por el látigo y un clima de fuego, levantando esos templos y palacios de Asiria, esas pirámides de las orillas del Nilo, todos esos monumentos en Balbek y Palmira, que han desafiado la obra eficazmente destructora del tiempo y que aún nos dan testimonio de los milagros de la ser­vidumbre. ¡Cuántas fatigas, cuánto esfuerzo, cuántos inútiles lamentos, cuántas víctimas caídas en la faena, para satisfacer la insensata sed de inmor­talidad de los tiranos! Comparad el bocado de pan que prolongaba la vida de esos infelices obreros, con las gotas de sudor, las lágrimas y gemidos que ese insuficiente alimento les costaba; y veréis toda la magnitud de la injusticia y la desventura que pesaba sobre los antiguos pueblos.
            Y el obrero no tenía derechos; no tenía propiedad; no podía contar ni con seguridad de la familia, ese tesoro inagotable de amor y con­suelos, que la naturaleza ha concedido a todos los hombres. Las tierras eran de los dioses y por tanto, de los sacerdotes, los príncipes y los guerreros: la masa de la población trabajaba sólo para los terratenien­tes; y cuando la fatiga los vencía, cuando las fuerzas flaqueaban o se agotaban, el látigo del capataz hería sin compasión a los siervos exáni­mes, la espada del señor o la cuerda del verdugo, ponía término a esa existencia llena de dolores, sin alivio, de torturas sin esperanza. Todo lo que la industria del siervo producía, era para el Señor; sólo la magnanimidad del dueño permitía que el esclavo reservara algo para matar el hambre de sus hijos, y cubrir la desnudez de la familia con un harapo. Ni siquiera les era permitido orar en los templos, al igual de sus domina­dores; y hasta ese consuelo supremo de las almas creyentes, de presen­tarle a Dios, consolador infinito, las desgracias de la vida, pidiéndole que las remedie, tenían que ocultarlo en las tinieblas de la noche y la soledad de la cabaña. El esclavo no era hombre sino cosa; entraba en el patrimonio del Señor, quien disponía a su antojo de la castidad de la esposa del siervo, de la hermosura y doncellez de las hijas del pueblo, y −causa vergüenza el decirlo− hasta de la virilidad de los niños y mancebos, a los que se les mutilaba para que fuesen guar­dianes del harem, o se los arrastraba cínicamente a la más execrable de las prostituciones.
            Grecia y Roma −cuya civilización tan ciegamente admiramos− empe­oraron más, si cabe, la condición miserable del pueblo. El sacerdocio y la aris­tocracia, se reservaron los derechos de ciudadanía y la protección de las leyes; y las multitudes, víctimas de todas las tiranías, fueron bárbaramente explotadas y martirizadas por la injusticia social y la fuerza bruta dominan­te. Los mismos grandes filósofos, Platón y Aris­tóteles, justificaban la desigualdad de los hombres y tenían por natural y necesaria la esclavitud. Ni el derecho de vivir, fundamento y el primordial de los derechos, les era concedido; y el amo podía mutilar, azotar, atormentar, prostituir y quitar la vida a sus siervos, en jus­ticia y según su voluntad. Catón el Censor, romano cuyas virtudes en­comian tanto los eruditos, no tuvo por inmoral y horrible, comerciar con el amor de sus esclavas, cobrando una contribución por las complacencias de aquellas desgraciadas, expuestas por su señor a la pública lascivia. Los varones consulares hacían de sus siervos elementos de placer, objeto de los más abominables caprichos, y algunos hasta alimentaban a sus peces con la carne palpitante de aquellos miserables. Los lacedemonios ejer­citaban a la juventud para la guerra, con las sorpresas y degüello de los ilotas; y los Césares ensangrentaban de continuo la arena del circo, con la lucha de las fieras y los esclavos, o los horripilantes combates de los gladiadores. Sangre, lágrimas, martirio, degradación por todas partes, son los únicos componentes de la tristísima historia del pueblo en los antiguos tiempos.
            Y vino el cristianismo con su doctrina redentora de amor y liber­tad, de igualdad y misericordia; y, en el primitivo fervor de las cata­cumbas, el siervo fue elevado a la altura de su señor, y el beso castí­simo de la frater­nidad, borró las desigualdades sociales, y restauró el reino de la humanidad y la justicia. El horizonte universal se iluminó con la luz evangélica, y la esperanza en la redención del proletario, germinó vigorosa en los corazones. Pero, bien pronto las pasiones del paganismo ahogaron la doctrina salvadora de Cristo; y la esclavitud resurgió con todas sus crueldades, y otra vez el pueblo se vio entre las inclementes garras de sus antiguos tiranos. Los bárbaros despedazaron el imperio y se disputaron porfiada y sangrientamente sus despojos; y durante esta larguísima contienda en que desaparecían los contendientes, absorbidos por la implacable ferocidad de la guerra; en que se iban formando los cimientos del mundo moderno, con espantables hacinamientos de huesos humanos, hundiose también la sana noción igualitaria y miseri­cor­diosa del cristianismo. Y aun los obispos y los abades, los monjes y los sacerdotes, se contaminaron con los vicios de los guerreros; y se alzaron sobre los pueblos como señores, y esclavizaron a sus propias ovejas, olvidando que eran pastores y no dueños de la grey inocente. Los discípulos de Jesús tuvieron esclavos y siervos, a los que trataban con el mismo rigor que los antiguos paganos; siervos a los que impusieron hasta el asqueroso tributo de prelibaci­ón, es decir, de las primicias de la sierva que contraía matrimonio. El esposo, cuando le era posible, redimía con dinero u otras especies la vir­ginidad de la desposada; redención que ha variado esencialmente, pero que aún subsiste en forma de derechos parroquiales, que el cura cobra por la bendición nupcial. Y si el marido no tenía con que redimir su honra, resig­nábase a tolerar la profanación de su lecho, a que se le abra una herida eterna en el cora­zón, a que se envenene su felicidad y amargue las mismas satisfacciones del amor. Los señores feudales y los grandes prelados robaban, asesina­ban, violaban a sus infelices súbditos, por mero pasatiempo; y hubo conde brutal que abría el vientre de sus esclavos para abrigar los pies en las entrañas palpitantes, en medio del rigor del invierno. La horca era la única pena para toda desobediencia, para toda muestra de desafecto al tirano, para toda resistencia a la prostitución de la hija o la esposa, para todo conato de rebeldía contra el despotismo. Y la guerra per­manente, insaciable, devoraba millares y millares de infelices, arras­trados a los mataderos por los prínci­pes y grandes señores feudales; aun por los sacerdotes del mansísimo Jesús, que también empuñaban las armas para sostener sus mundanales intereses. La Edad Media, esos siglos de oprobio para la humanidad, de tinieblas para el espíritu, de total extrav­ío de la moral y la religión, son el doloroso martirologio de los peche­ros, esto es, de la inmensa mayoría de los pueblos sujetos a tan bárbara tiranía.
            Brilló al fin la civilización moderna; pero si se suavizó la condición del obrero en los países más adelantados, no por ello desapare­ció la esclavi­tud. A este lado de los mares, existía un Continente rico, civilizado, flore­ciente, exento de los vicios y crímenes del viejo mundo. El imperio de los Incas gozaba de un gobierno patriarcal, eminentemente socialista; con una religión humana, basada en el amor y la clemencia, y de cuyos altares se había proscrito todo sacrificio cruento, toda ex­piación dolorosa; con leyes sabias, altruistas, tendientes a la felicidad común, al amparo de la paz y bajo la égida del soberano. La ambición penetró en este imperio, so pretexto de extender la fe cristiana; y la felonía, la traición, la ferocidad, destruyeron aquella envidiable civilización, sacrificaron bárbaramente a príncipes que confiaron en la buena fe de sus huéspedes, degollaron millares y millares de indios inocentes, martirizaron a muchos caciques para arrancarles sus ri­quezas, adiestraron perros de presa para perseguir a los fugitivos, en fin, transformaron en yermo aquel vasto y floreciente imperio. Los indios, con­denados al rudimentario trabajo de las minas; transportados de un clima a otro, para laborar las tierras de las encomiendas, maltratados y vejados de todas maneras por sus tiranos, fueron pereciendo en aquel continuado martirio, al extremo que Humboldt calcula que en su tiempo, no quedaban sino unos once mil desgraciados, resto de la inmensa población incásica. Entonces fue necesario buscar nuevos siervos; y los reyes por la gracia de Dios, los reyes católicos, favorecieron la trata de negros, condenados a la esclavitud por la maldición de Noé a su hijo Cam, que se había reído de él, viéndolo borracho. Los teólogos justificaron con dicha maldición aquel crimen atroz contra la humanidad; y los negreros se precipitaron sobre las costas de África, para cazar esclavos, como se caza fieras; y transportarlos inhumanamente, lejos de la patria y de sus más tiernos afectos, a morir en tierra extraña, sin otro crimen que el color de la piel, que la teología miraba como predestinación celestial a la servidumbre. Ya no se contaban los cautivos por cabezas sino por toneladas, según los privilegios, vendidos por los reyes de España y Portugal para la importación de esa abominable mercancía a los mercados de América.
            Crímenes fueron del tiempo, y no de España −dice un poeta−; pero ese tiempo de barbarie, sostenido por los hábitos y prejuicios españoles, ha sobrevivido a nuestra emancipación política, y aún subsiste en nues­tros propios días. Mirad, si no, la desdichada suerte de nuestros indios de la sierra; cruzad la alta planicie y contemplad la choza indiana, ese como pozo infecto, oscuro y húmedo, apenas cubierto de paja, donde viven hacinados, indígenas y animales, en asquerosa comunidad, como emblema de la más espantosa miseria, de la degradación humana llevada a su último término. El indio, dueño antes de todo el territorio, no tiene hoy un solo palmo de tierra propia, salvo raras excepciones; y el pegujal que cultiva, es una mera prenda de esclavitud; pertenece al amo que lo explota, lo veja, lo azota, lo mantiene por cálculo egoísta en la ig­norancia y la abyección más completa. Ni luz para la inteligencia, ni nociones de moral para la conciencia, ni esperanza de mejor condición, ni una mirada hacia arriba, ni idea ni deseo de mejoramiento hallaréis en el infeliz paria ecuatoriano; sino la resignación estúpida con la degrada­ción presente, el apego fatalista a la miseria que lo abruma, el en­cariñamiento inexplicable con la desventura, como si fuera condición natural e inherente a su raza. Sus hijos hambrientos y cubiertos de andrajos, hacen el duro aprendizaje de la desdicha, desde los brazos de su madre; crecen entre privaciones y pesares, preparándose a los rigores de la servidumbre; y cuando llegan a la plenitud de la vida, ya el yugo del esclavo ha posado en su cuello, como si fuese un animal destinado a la labranza. La ancianidad lo sorprende en las más duras faenas; y la muerte bienhechora viene, por fin, a libertarlo de la miseria. La cabaña solitaria, sin luz, sin lumbre, sin pan, es en esa última hora, la síntesis de su mísera existencia; sus hijos, los sucesores en la esclavi­tud, lo rodean llorosos, y piensan ya en las dificul­tades de sepultar al amado e infeliz padre. Porque la religión para el indio, no es sino otra forma de exacción y tortura. El sacerdote lo engaña y explota; el indio paga por las fiestas, paga por el bautismo, paga por el matrimonio paga por la sepultura; es decir, se priva del pan, vende la única vaca, se deshace de la pobre cosecha, para llevar el óbolo a la hucha del cura insaciable. Contad las gotas de sudor del indio; contad sus horas de cansancio, de hambre, de desnudez y desconsuelo; contad las lágrimas de la esposa infeliz y los lamentos de los indiezuelos que piden pan y abrigo. Y decidme si la esclavitud española con todos sus rigores, no persiste todavía entre nosotros. El indio no tiene otra distracción que la embriaguez imbécil; otro placer que su música plañidera, gemebunda, tristísima; música que simboliza toda una existencia de dolores, todo el destino cruel de una raza esclavizada, toda la amargura y la agonía del alma incásica que siente la nostalgia de su antigua felicidad y opulen­cia. Y nadie ha parado la atención en tanta desventura; nadie se ha conmovido ante dolor tan reconcentrado y sin consuelo; nadie ha pensado seriamente en aliviar la suerte del indio, sino es Urbina y Alfaro, los únicos gobernantes que pueden gloriarse de haber iniciado la redención de la raza indiana.
            Volved la vista al proletariado de las ciudades; a ese inmenso grupo de víctimas de la injusticia social, de la ambición inmisericorde del capitalis­ta, de la imprevisión de las leyes y el criminal descuido de los gobernantes. Pensad en esos antros de la miseria, de la desesperación y la muerte. El obrero no halla trabajo, y sus pequeños ahorros están ya consumidos. La esposa enferma carece de alimento y medicinas; y los hijos hambrientos llenan el espacio con sus gemidos. El casero aumenta las angustias de ese hogar sin fuego y sin pan, con la cruel exigencia del arrendamiento; y el recaudador de impuestos llega también a colmar la copa de acíbar que apura el desdichado obrero. El desconsuelo se cierne, como ave fatídica sobre esa miserable familia; y el capitalista, enri­quecido con el trabajo de ese hombre sin ventura, lo ve naufragar sin conmoverse; y la caridad pública lo rechaza, porque no está enfermo ni baldado; y el poder público lo escarnece, como si fuera un vagabundo. El hambre es mala consejera; y la falta de educación, terreno fértil para el delito. La tentación arrecia hora tras hora; el espectáculo del hogar, albergue de tantos padecimientos, engendra la desespe­ración, y el obrero se lanza ciego, frenético, empujado por el instinto, a quebrantar las leyes, a cometer acciones que deshonran y que la justicia castiga. La misma sociedad que no instruye ni educa al proletario, que no lo protege contra la tiranía del capital, que no lo socorre en las horas negras de la vida, que deja sin ocupación los brazos que anhelan ganarse hon­radamente el pan, que no tiene asilos para la miseria del pueblo, que no extiende la mano al trabajador que va a caer en delito por desnudez y por hambre, clama y exige la venganza del robo cometido para llevar un bocado al hijo enfermo, a la esposa o a la madre que perecen de inanición en un camastro, allá en el frío desván, donde jamás penetran las miradas de la mundanal clemencia. Y si la hombría de bien triunfa de esos desesperados y malaconsejantes padecimien­tos, el premio es el frío desdén de la sociedad, la compasión tardía y miserable de la beneficencia, que se traduce en una limosna insuficiente, o un lecho en el hospital. Sin instrucción ni educación que abroquelen el alma contra los ataques de la tentación; sin buenos ejemplos que robustezcan el sentido moral del proletariado; sin protección en la encarnizada lucha por la existencia; sin leyes que defiendan el sudor del pobre, de la ambición y crueldad de los ricos; sin estímulos para las virtudes del taller, no hay más pers­pectiva para el obrero que una vida de miserias, de angustias y agonía; y al avanzar la jornada, la lobreguez de la cárcel, o el espantable asilo en un hospital.
            He aquí, a grandes rasgos, el luctuoso cuadro del proletariado; cuadro que pudiéramos pintarlo con lágrimas y sangre, traducirlo en lamentos y anatemas, representarlo con la sociedad convulsionada, con cataclismos y escombros, con esas terribles rebeliones del titán en­cadenado, contra las que son impotentes los asesinatos en masa, y los más atroces crímenes de la fuerza bruta. Pero la hora de la justicia ha sonado; el Ejército ecuatoriano ha vuelto por los intereses del pueblo; y ha dado comienzo a la renovación social, a la enmienda de la injusticia y retorno a la igualdad civil, base de la sociedad futura. Y vosotros, los desheredados de la fortuna; vosotros, las víctimas de todos los despo­tismos; vosotros, los que habéis desmamantado con lágrimas y nutrido con privaciones; vosotros, los que santificáis el taller con vuestros sudores y fatigas; vosotros, los que tenéis hambre y sed de justicia; vosotros, que sois la fuerza viva de la sociedad y el más poderoso factor del progreso; vosotros sois los llamados a colaborar en la redención del obrero y del indio, a renovar el orden social, apoyados por el Ejército y los hombres de Estado que os son favorables. La hora del triunfo socia­lista ha sonado; pero del socialismo científico, humanitario y justo; del socialismo que es sólo una faz del liberalismo doctrinario, que no busca sino la felici­dad  de todos los asociados, la extirpación del pauperismo y las desigualdades no impuestas por la naturaleza, el reinado del amor y la fraternidad univer­sales.
            La represalia contra los opresores, la venganza contra los tiranos, el despojo de los que os han despojado, no harían otra cosa que mantener la desigualdad, la injusticia y el crimen, en otra forma; cambiar las víctimas en victimarios, y perpetuar la misma absurda organización social que combatimos. ¿Qué adelantaría la humanidad con transformar en desgra­ciados y miserables, a los que son hoy opulentos y felices, aunque su felicidad y opulencia dimanen del abuso, de la depredación y despojo a los pobres? Si queremos reformar la sociedad, comencemos por ser justos; es decir por desterrar del alma todo rencor, toda venganza, toda pasión indigna de la magnanimidad y nobleza de un pueblo civilizado y cristiano, para buscar la ventura del mayor número posible en la familia humana.
            La equitativa repartición de los medios de vida, es el más hermoso ideal del socialismo; y por tanto, la ventura de nuestra República no puede consis­tir jamás en la abolición de la propiedad, sino en dividirla, a fin de hacer que todos o siquiera el mayor número de ciudadanos llegue a ser propietario. El derecho de propiedad es el fundamento y nervio de la vida civil; es el estímulo y el premio del trabajo; es el lazo que nos une a la familia y al Estado, es la perpetuación de nuestra existencia misma en nuestros descendien­tes. ¿Para qué trabajáis, sin descanso, sin perdonar fatiga ni ahorrar sudores? Indudablemente, no es sólo para ganaros el pan de cada día; sino para acumular ahorros para vuestra esposa e hijos, para prolongar vuestra protec­ción paternal a los seres que amáis, aun después de muertos. Suprimid este interés, y decaerá vuestro santo entusiasmo, desaparecerá vuestro afán productor; y la consiguiente escasez invadirá el hogar, hasta convertirse en penuria. Y si abandonáis el trabajo, en la esperanza de que otros han de trabajar para  vosotros, como todos pensarían justamente lo mismo, el bienes­tar y la holgura desaparecerían del mundo, para dar lugar a la universal miseria. ¿Dónde la abnegación sublime que trabajara sin recompensa, y en beneficio de la ociosidad indolente y ajena a la vergüenza? La abolición de la propiedad sería, a la postre, la muerte del trabajo y la ruina de toda industria productiva.
            El socialista liberal reclama la justa distribución de los medios de sustentar la vida, pero sin negar el mismo derecho a los demás hom­bres; pide la mejor repartición de la propiedad, pero no la combate, sino que preconiza la equidad y el esfuerzo de cada cual, para obtener esa nivelación en los bienes; impone la asociación del trabajo y el capital, pero sin atentar a las industrias, sino antes bien, fomentándolas y vigorizándolas para aumentar la producción, en beneficio del obrero y el capitalista. El socialismo liberal se mantiene en el fiel de la balanza; no suprime ningún derecho, sino que anhela que todos los asociados gocen de los derechos sociales, con la posible igualdad.
            Ni la violencia ni la fuerza son necesarias para la reforma de la organización social. La autoridad y la ley, esto es, los representantes de la voluntad popular, son los llamados a realizar esta transformación vital; y esa voluntad soberana, esa fuerza creadora de la asociación moderna, es la vuestra, libremente manifestada en los comicios. Elegid mandatarios patriotas, amantes sinceros del pueblo, preparados para la obra de redención que nos ocupa, y vuestros anhelos serán pronta y satisfactoriamente colmados.
            ¿Qué hay que hacer para llevar a la práctica el programa socialis­ta? La labor es fácil, si la voluntad del pueblo es vigorosa y firme; si el Ejército no ceja en su noble empeño; si los mandatarios de la nación no salen de la esfera del mandato, y de la lealtad para con los intereses del mandante. Exigid la mejor repartición de la propiedad, pues tenéis perfecto derecho para ello. La tierra es para todos los hombres; y el latifundio, cuando no se destina a grandes empresas agrícolas que dan trabajo y ganancias a muchos, es un atentado contra la naturaleza. Mantener improductivas y estériles inmensas extensiones territoriales, que podrían ser veneros de riqueza, es un crimen de lesa humanidad; y las leyes deben reprimir tan enormes atentados, e impedir que se perpetren en lo sucesivo. Gladstone y Balfour combatieron el latifun­dio, sin faltar a la justicia ni pasar por sobre el derecho de los grandes terratenientes: expropiaron las tierras sin cultivo, y las repartieron a los proletarios en pequeñas parcelas, y sin exigir otro pago que el interés hasta la amortización del precio. ¿Porqué nuestros mandatarios no pudieron obtener un empréstito para estas expropiaciones; crédito que sería servido con los mismos réditos que los nuevos propietarios pagaran al Estado? Los bienes de manos muertas, esas riquezas que el fanatismo y la superstición colocaron en las arcas monacales, son del pueblo; porque los fieles fueron los que cedieron sus medios de vida a los monjes, a cambio de sus promesas de eterna bienaven­turanza. ¿Por qué no se distribuyen a los proletarios; por qué no hacer servir al alivio de la miseria, a la disminución del pauperismo que va arrastrándonos a la catástrofe social? Y no queremos que esa benéfica repartición sea gratui­ta: no, que cada parcela tenga su precio justo, y que el Estado cobre en interés hasta que se amortice el crédito. Las tierras nacionales son inmensas, fértiles, riquísimas en toda clase de producciones: ¿por qué no son distribui­das entre los pobres; por qué no se auxilia eficaz y positivamente la for­mación de colonias agrícolas? Exigid todo esto a vuestros mandatarios, que exigirlo podéis con todo derecho y justicia.
            El esfuerzo muscular, el santo sudor del obrero, la fatiga in­cesante del siervo de la gleba, forman un capital tan valioso y grande como el que aporta el propietario de la fábrica, del fundo, o de cual­quiera otra fuente de producción; y nada más justo que el trabajador, indispensable elemento de riqueza, sea también partícipe en las ganan­cias, sea tenido  como socio en toda empresa productiva. Y son las leyes las que han de determinar esta participación equitativa; las que han de fijar la debida proporción entre el capital y el trabajo; las que han de designar al juez que ha de resolver, verbal y sumariamente, los conflic­tos que surjan entre el brazo que trabaja y el capitalista que paga. En la organización social moderna, el salario no debe considerarse como una concesión; sino como derecho pleno a la cuota correspon­diente al trabajo, en las utilidades producidas por ambos factores de la industria, el obrero y el capitalista. Exigid de los legisladores que dicten estas sapientes y humanitarias leyes; y la suerte del proletariado cambiará en el acto; se extinguirán la injusticia, el abuso y el consiguiente paupe­rismo; la holgura tomará asiento en el hogar del pobre, y lucirá una era de ventura para el pueblo.
            La miseria en el Ecuador tiene otras causas ocasionales, que el poder público no ha querido remover, acaso por complacencias con los intereses creados en perjuicio del pueblo. El impuesto antieconómico, tiránico, absurdo, ha venido, año tras año, devorando la fortuna pública, sin que se viera jamás el término de esas contribuciones, siempre y siempre crecientes, destinadas sólo a satisfacer la codicia de los gobernantes, y a llenar necesidades ficticias del Estado. El derroche de los caudales de la nación, el saqueo de las arcas fiscales, han des­nivelado constantemente el Presupuesto; y para equilibrarlo, los Congre­sos −compuestos por lo general, de ignorantes y venales− no han hallado otro medio económico que gravar al pueblo con toda clase de impuestos, hasta sumirlo en la miseria más horrible y espantosa.  La contribución absorbe diariamente los pequeños capitales; arruina la agricul­tura y las industrias, paraliza el comercio y dificulta la vida, en todo sentido. Los países sabios favorecen la producción, protegiéndola con empeño y eficacia, concediendo a los productores toda libertad y franquicia; pero aquí, se encadenan las fuerzas generadoras de la riqueza, con leyes absurdas; se mata la industria con el monopolio y el estanco; se obstacu­liza y limita la exportación con gravámenes increíbles. El cacao, el café, la tagua, el azúcar, etc., productos que son nuestro oro en el Exterior, que forman el contrapeso beneficioso en la balanza económica, no sólo están gravados absurdamente, sino que el impuesto les dificulta la salida, rompiendo así todo posible equilibrio entre lo que vendemos y lo que compramos, lo que deja siempre un saldo deudor que aumenta y aumenta cada día, y nos arrastra fatalmente a la bancarrota. De aquí se originan la pérdida del crédito en el Exterior, la desvalorización de la moneda, el ocultamiento del oro y la plata, la falta de elementos de producción, el pauperismo y la muerte económica que de tan cerca nos amenaza. Hacemos todo lo contrario de lo que la ciencia administrativa nos aconseja; vamos por camino opuesto al que siguen las naciones sabias; y así, no es extraño que veamos sólo inmoralidad y desconcierto en las alturas, y hambre y desnudez, desesperación y agonía en el pueblo. Exigid que se modifique el absurdo sistema tributario que nos rige; que se alivie la carga, derogando impuestos, redimiendo la agricultura y las industrias, devolviendo su valor intrínseco a la moneda, aboliendo los monopolios y los estancos, removiendo, en fin, los obstáculos a la importación, para equilibrar nuestro debe y haber, como en las naciones sabias y felices.
            Esto por lo que atañe al bienestar material del obrero, que por lo tocante a su redención espiritual, a la elevación moral del trabajador de los campos y del indio nuestro paria, a la dignificación del taller e ilustración de las masas populares, la tarea del poder público es más complicada y larga; requiere mayores sacrificios y constancia, si se ha de obtener el resultado que el socialismo reclama. La multiplicación de las escuelas rurales; la obligación impuesta a los grandes propietarios e industriales, de mantener maestros para la enseñanza primaria de los hijos de los obreros, que de ellos dependan; la prohibición de ocupar a los niños en el trabajo, antes de los quince años, para que puedan instruirse y educarse; la abolición absoluta del concertaje, especie de esclavitud ultrajante a la dignidad humana; el es­tablecimiento de es­cuelas nocturnas para adultos; la extensión universitaria práctica y constante; la libre asociación obrera, con fines altruistas y de recí­proco adelanto; la creación de bibliotecas populares, han de ser los medios de llevar la luz a la mente del pueblo, y elevar el carácter aun de los siervos de la gleba. El indio infeliz, abrumado por varias cen­turias de esclavitud, necesita regenerarse mediante una educación es­merada y paulatina, para volver a ocupar su antiguo puesto en la familia humana. El indio necesita comenzar por reconciliarse con las costumbres propias del hombre; por aban­donar su vida de troglodita, e ingresar en las vías de una civilización rudimentaria, como si aún estuviéramos en la primera aurora del progreso de nuestra raza. Haya que obligar a los patrones a darle mejor habitación, mejor vestido, mejor alimento y salario. Hay que acostumbrar al indio a buscar las comodidades relativas del obrero; a sujetarse al saludable yugo de la higiene y el aseo; a huir de la embriaguez y los vicios, adquiridos en la servidumbre. Hay que emanciparlo de la superstición, única fe religiosa que se le ha infundido para explotarlo. Hay que resucitar en él, la dignidad humana, el carác­ter, el alma misma, enervada, muerta, por centenares de años de abyección y sufrimiento. Redimir al indio, rehabilitar esta noble raza de otros tiempos, es crear un nuevo y poderoso factor de engrandecimiento patrio; y esta es obra digna del socialismo liberal, del partido renovador de la República. Exigid del poder público leyes que rediman al indio, que lo eleven a la condición de ciudadano, a colaborador consciente del progreso nacional, y habréis prestado un vital servicio a la República y a la especie humana.
            El obrero llega a la vejez, aniquilado por las diarias faenas, consumido por las privaciones, imposibilitado para continuar la ruda y penosa lucha por la existencia, sin ahorros y sin auxilio, rodeado de una famélica prole; y en esos momentos de angustia y desconsuelo, el capita­lista lo abandona, olvida que ese desvalido colaborador ha labrado su fortuna, y lo arroja de la fábrica, del taller o de la hacienda, como un harapo inútil, como herramienta gastada que estorba. Lo mismo acontece con el operario que se inutiliza por accidentes de trabajo: sin pan, sin abrigo, sin apoyo, arrastra por las calles sus mutilados miembros y su miseria, mientras el amo, en cuyo servicio se incapacitó para proseguir sus tareas, nada en la opulencia y desdeña arrojar a su infeliz siervo un mendrugo.
            Y el poder público -amparo obligado del pobre- ve indiferente tanta injusticia; y descuida dictar leyes que establezcan asilos de obreros, que exijan al patrón pensiones para sus sirvientes envejecidos, inutili­zados o enfermos en el trabajo. El socialismo liberal es el llamado a reparar estas clamorosas injusticias; a exigir de los gobiernos y legis­laturas, medidas urgentes, para que la miseria del trabajador no quede sin otro socorro que el de la caridad pública.
            He aquí ligeramente diseñados los principios y aspiraciones del socia­lismo liberal, los derechos del obrero y las necesidades del pueblo para su redención. El más sagrado e ineludible deber del gobernante es volver por la justicia, y ponerse a la cabeza del movimiento de renova­ción social; hacer respetar los derechos de los asociados, pero de suerte que haya la posible igualdad en el goce de esos derechos; favorecer todas las energías, todas las aptitudes, todos los esfuerzos productores del bienestar común; instruir y educar con interés y empeño a las masas populares, estimulando los talentos y premiando las virtudes; dignificar el taller, volviéndolo inviolable y santo contra todo atropello de la tiranía del capital, y de la tiranía de la fuerza; proteger las indus­trias, libertándolas de impuestos absurdos y antieconómicos, así como de monopolios, estancos y especulaciones de mala ley, que entraban la producción y la aniquilan a la postre; en fin, disminuir los padecimien­tos del pobre, socorrer las desventuras que se albergan en el desván y la cabaña, mirar como a hermanos a todos los habitadores de la República, y tenderles mano compasiva en sus horas de dolor y abandono. Vosotros los obreros cons­cientes, los ya iniciados en los dogmas salvadores de la democracia; vosotros que habéis sacudido el hábito de la resignación cobarde y levantado la voz contra el abuso; vosotros los que invocáis la santidad del derecho, y estáis reclamando justicia; vosotros sois los que habéis de laborar en pro de nuestros hermanos menos favorecidos por las antiguas formas sociales; vosotros sois los que tenéis la obligación de pedir, de exigir que el poder público cumpla su misión sagrada. El pueblo es el único soberano; pero hasta ahora, se ha resignado a ser un rey de burlas, a coronarse de espinas y vestir un harapo de púrpura, por in­risión de su soberanía. En los comicios ha sido mera comparsa de los ambiciosos, instrumento de los políticos sin conciencia y sin moral. Engañado por los aspirantes; víctima escogida del despotismo y el sacer­docio; yunque eterno de todos los golpes; degollado en los mataderos de la guerra civil, por pasiones que no germinaron en su pecho, por intereses que no le incumbían, y casi siempre para remachar mejor sus propias cadenas, el pueblo, como en los tiempos más remotos, ha sido un rebaño de ilotas, una colección de esclavos desposeídos de toda preeminencia y derecho. Pero hoy, debéis mantener enhiesta la frente que habéis en buena hora levantado; y sostener con decisión y firmeza los intereses del obrero, del trabajador de los campos, de los parias que gimen y perecen agobiados por la desventura. Sed socialistas de verdad: respetad la propiedad, pero reclamad participación equitativa en ella; propended a la incrementación de las industrias, pero exigid que se os dé el salario justo y proporcional a vuestras necesidades, el salario que corresponda a una cuota razonable en las ganancias del capital; acatad a los gobernan­tes, pero exigidles que llenen puntualmente sus deberes; conservad el orden público, pero ejerced sin temor y altivamente vuestros derechos políticos, eligiendo mandatarios que no os traicionen, que no os roben y escarnezcan, que no se gocen en eternizar vuestros padecimientos. En vuestras manos está la suerte del proletariado y del obrerismo: sed libres, sed altivos y enérgicos, sed socialistas virtuosos y verdaderos, y habréis salvado a la patria.