viernes, 18 de marzo de 2016

Testimonio de José Peralta sobre la inmolación del coronel Luis Vargas Torres



Inmolación de Vargas Torres[1]


            Y, en efecto, no se hizo esperar la protesta armada contra la tiranía del conservadorismo acaudillado por Caamaño; remedo sanguinario, pero ridícu­lo, del héroe-mártir, macheteado por Faustino Rayo, el trágico seis de agosto.
            Caamaño -ya lo he dicho en varios de mis escritos- fue pequeño en todo, aún en el crimen: ni la inteligencia gigante de García Moreno, ni su elevación de alma y alteza de miras, ni su habilidad y tacto político, ni su carácter y valor inquebrantables, nada en fin de lo que el gran tirano poseía para dominar un pueblo, tenía don José María Plácido que soñó en imitarlo. Oprimió al país, lo vejó de todas maneras, despedazó las leyes y la constitución a cada momento, escarneció y pisoteó los fueros de la humanidad sin escrúpulo alguno, asesinó, robó, acanalló la política, aduló al clero, sostuvo sobre sus hombros la intolerancia y el fanatismo; pero todos sus actos llevan el sello de la de­generación y el raquitismo moral, un aspecto caricaturesco de la tiranía gar­ciana, un carácter distintivo de bajeza y vulgaridad aún en la misma tragedia. Caamaño es el déspota deslayado y pigmeo: jamás alcanzó otro rol que el de los criminales comunes.
            Eloy Alfaro, el incansable luchador por la regeneración ecuatoriana, alzó bandera contra la teocracia imperante; y sostuvo, con varia fortuna, esa larga y heroica lucha que no terminó sino con la caída de Caamaño. Partidarios decididos y entusiastas de la revolución, nada podíamos hacer por ella mis amigos y yo; puesto  que, aparte de ser tan pocos, carecíamos de todo elemen­to para secundar de algún modo la magna empresa del heroico Alfaro.

Grupo de montoneros liberales liderados por el coronel Luis Vargas Torres (en el centro)

            Sobrevino el desastre de las armas liberales en Loja; y fueron conduci­dos los prisioneros a Cuenca, donde debían ser juzgados por sus mismos vence­dores, en consejo de guerra verbal como traidores a la república. En cuanto los presos llegaron se dio orden de prisión contra el coronel Ullauri y contra mí; pero, de tal manera se condujeron las autoridades, que hicieron que la no­ticia nos llegara antes que la escolta que había de capturarnos. Se veía claro que lo que deseaban era únicamente que fugásemos del lugar; y luego supimos que la maniobra obedecía a evitar que nos presentáramos a defender, en calidad de abogados a ciertos presos que habían manifestado que contaban con nuestros servicios profesionales.
            Los doctores Emilio Arévalo[2] y Moisés Arteaga,[3] más afortunados o tolera­dos que nosotros, obtuvieron la gracia de hacer la defensa de aquellos infe­lices; pero el coronel Luis Vargas Torres rehusó cortésmente el ofreci­miento de los referidos letrados, y se encargó él mismo de poner en claro la justicia con que se había rebelado contra un régimen inicuo y afrentoso para la patria. La defensa fue brillante: los defensores agotaron sus esfuerzos para que triun­faran la Constitución y la Justicia; pero todo fue en vano: la consigna de los esbirros que componían el tribunal, era determinada y precisa; y los prisione­ros fueron condenados a muerte, a pesar de que ya no existía la última pena para los delitos políticos. Sólo el comandante Mariano Vidal salvó su voto,[4] apoyándose  en la Constitución; y ese acto de honrada independen­cia le concitó la odiosidad y desconfianza de sus superiores, al extremo de ser sometido a consejo de guerra, algún tiempo después y bajo un fútil pretexto. Yo fui el defensor del comandante Vidal en aquel inicuo juicio, en el que el acusador, comandante Lozano, ¡llegó a pedir la pena capital para mi defendido...!
            Contra lo que se temía, la pena no se ejecutó en muchos meses; y, cuando todos esperábamos un generoso indulto, principió el rumor de que sólo el coronel Vargas Torres iba a ser sacrificado. Pusímonos todos en acción para salvar a la víctima de cualquier manera; y el joven Ezequiel Sánchez -que tenía su almacén junto al cuartel donde guardaba prisión Vargas Torres- aceptó el peligroso encargo de sobornar la guardia y hacer fugar al condenado. Un hermano de éste y Aparicio Ortega manejaban aquel importantísimo negocio, pues el coronel Ullauri, Rafael Torres y yo, continuábamos ocultos, a causa de habernos notificado la autoridad de policía que se nos reduciría a prisión, en cuanto nos dejásemos ver en público.
            En los primeros días de marzo se había conseguido establecer inteligen­cias con la tropa; y el día doce por la noche, todo estuvo preparado para la fuga. Con la complicidad de dos oficiales, Sánchez embriagó por completo a la guardia, y obtuvo que hicieran de centinelas los soldados comprometidos. El mismo entró hasta el calabozo y le dijo, a Vargas Torres que la salida estaba franca, que su hermano estaba al volver de la esquina con buenos caballos, que nosotros lo guiaríamos desde las afueras de la ciudad, y que no había un minuto que perder.

-Dé Ud. las gracias a los amigos que por mí se interesan -contestó aquel joven indomable- pero sería indigno que yo fugara, dejando a mis amigos en las gradas del patíbulo. ¡No: aquí me encontrarán los verdugos, si no logro huir con todos los míos!
-¡Imposible!, imposible la huida de todos -replicó Sánchez, en el colmo de la estupefacción.
-Pues, me quedo -dijo tranquilamente el preso, y se sentó.
-Reflexione Ud. en que sus compañeros no corren peligro alguno, porque Caamaño no quiere otra víctima que Ud. -repuso Sánchez.
-Lo sé; pero, como hay necesidad de sangre para apagar la sed de estos hombres, a falta de la mía, verterán la de uno de mis amigos; y sería criminal salvarme con el sacrificio de un compañero de armas y desventura. No hay que pensar en ello: mil gracias por su empeño, pero me quedo. Salga Ud., no sea que se comprometa por servirme -terminó, empujando suavemente a Sánchez fuera del calabozo.

            Algo de lo ocurrido debió haberse traslucido, porque al día siguiente fue trasladado Vargas Torres a otro batallón que mandaba el coronel Floresmilo Zarama, hoy general del ejército de Colombia. Dicho coronel era mi amigo y le escribí que deseaba verlo con urgencia: le di cita para la hacienda de Monay, propiedad del suegro de Ullauri, y donde nos reunimos con este amigo, Rafael Torres, Luis Vega Garrido, José María Ortega y yo, en espera de Zarama. Llegó a poco dicho jefe, y le hablamos sin ambages de nuestro interés por salvar la vida de Vargas Torres; y tuvimos la satisfacción de oírle que abundaba en los mismos deseos, y que se opondría a la ejecución de una pena tan inconstitucio­nal como innecesaria, mientras no se resolviera el recurso de gracia que ese mismo día le habían hecho firmar al preso. Además nos ofreció interponer su valimiento para con el gobierno, a fin de que la pena fuese conmutada, pues no era de esperarse el indulto por varias causas, entre ellas, un folleto san­griento que Vargas Torres había publicado contra el jefe de la nación, según nos dijo.[5]
            Bastante tranquilizados con estas promesas, seguíamos, sin embargo, to­cando otros resortes para evitar aquel asesinato; pero los días pasaban rápi­dos, sin que recibiéramos ninguna noticia halagadora de la capital, como lo esperábamos, hasta que el 18 de marzo corrió la voz de que se había negado la conmutación de la pena y que Vargas Torres sería fusilado en el cumpleaños del presidente. Acudimos otra vez a Zarama, quien nos afirmó que había llegado or­den de ejecutar la sentencia, pero que esa orden se había expedido antes de que llegara la solicitud de gracia, y que por tanto sería aplazada hasta que aquella petición pendiente fuese resuelta. Y tanto más -añadió- cuanto que el coronel Vega se niega a efectuar el fusilamiento, aunque el gobierno se empeñe en ello: antes renunciará el cargo que mancharse con esta sangre, como termi­nantemente lo ha manifestado.
            Y esto era verdad: Antonio Vega no era conservador recalcitrante, y por naturaleza sabía procederes caballerescos, cuando los que le rodeaban no le hacían obrar, de otra manera; además, era valiente y como tal veía con horror esas inmolaciones humanas, sin peligro ni gloria de ninguna clase. El 18 de marzo fue un día terrible para Antonio Vega: se exasperó tanto aún con sus amigos, empeñados en salvar la religión y la patria con el ejemplar castigo de Vargas Torres, que dejó por la tarde la comandancia general, encargándola al coronel Muñoz Vernaza, quien mostraba mayor interés por el fusilamiento del preso, y no rehuyó las responsabilidades propias de aquel infame e inútil crimen.
            Conocedores de la índole de Muñoz Vernaza, todo lo creíamos perdido; sin embargo, enviamos a Aparicio Ortega a casa de don Luis Cordero, para que este señor se interesara por la víctima y obtuviera de su amigo Caamaño un acto de misericordia. Cordero acogió con agrado nuestra súplica, pero, cuando quiso comunicarse con el presidente de la república, dijéronle que el telégrafo es­taba interrumpido... Esta era la consigna que los telegrafistas habían recibido de Muñoz Vernaza, quien sin embargo, estaba en comunicación directa con Quito.
            Agotáronse todas las influencias posibles para ablandar al comandante general ad hoc, y el crimen se ejecutó en presencia de la sociedad aterro­rizada por tanto anhelo de sangre, y por el lujo de la barbarie desplegada para derramarla. Todos los prisioneros fueron obligados a presenciar el sacri­ficio de su jefe y amigo, y como la víctima hubiese rehusado los auxilios de la religión, su cadáver fue arrastrado a una quebrada inmunda, donde estuvo sepultado hasta el triunfo del liberalismo. ¡He ahí las obras de los defensores de la Iglesia de Jesucristo...![6]

Palacio Municipal de Cuenca de la época: justo en el cuarto arco debajo del reloj fue fusilado Luis Vargas Torres el 20 de marzo de 1887




[1] Testimonio de los hechos dado por José Peralta. Cfr. José Peralta, Mis memorias Políticas, cuarta edición, Editorial de la Casa de la Cultura Ecuatoriana “Benjamín Carrión”, Quito, 2012, pp. 38-44.

[2] Emilio Arévalo es un distinguido abogado nacido en Cuenca en el año 1859. Liberal convencido, además de la defensa de Vargas Torres, también defiende a Felicísimo López, enjuiciado por sus artículos publicados en el Diario de Avisos de Guayaquil y prohibidos por el obispo Schumacher. Esta defensa se publica en folleto en 1890 en la Imprenta Comercial de esa ciudad. Desde un principio participa en la revolución de 1895. Es elegido senador y diputado. Antiplacista decidido, interviene en la insurrección de 1906, siendo nombrado Jefe Civil y Militar de Guayaquil. Alfaro le designa Ministro Plenipotenciario en Brasil. Es desterrado en la segunda administración de Leonidas Plaza y muere en Panamá en 1915.

[3] Abogado cuencano, autor de varias obras de carácter jurídico y político. Arteaga -conjuntamente con Arévalo- presenta una petición para que sea conmutada la pena de muerte impuesta a Vargas Torres. La petición es negada por el Consejo de Estado y el presidente Caamaño.

[4] El sargento mayor Mariano Vidal, miembro del Consejo de Guerra reunido en Cuenca, en su voto salvado se basa en el art. 14 de la Constitución de 1883 que prohíbe la aplicación de la pena de muerte para los crímenes políticos. Manifiesta además, que la ley que reforma el Código Militar estableciendo la pena de muerte por tales crímenes, se halla derogada por esa constitu­ción, dictada con posteridad a la reforma referida.
[5] Zarama se refiere al folleto de Vargas Torres titulado La Revolución del 15 de Noviembre de 1884 publicado en Lima en 1885 en la Imprenta Bolognesi, donde, a la par que defiende con fervor la ideología liberal, pone de relieve los vicios y los atropellos de Caamaño. Según el historiador Jorge Pérez Concha -Vargas Torres, Guaya­quil, 1937- el general Salazar, que se halla en Lima, paga y hace lo imposible para que la publicación del folleto sea retardada y pierda su oportunidad. Este folleto es publicado por primera vez en el Ecuador en 1984 por la Universidad de Guayaquil con motivo del primer centenario de la revolución del 15 de noviembre de 1884.

[6] El cadáver es sepultado en la quebrada denominada Supai Huaycu. El testigo presencial doctor Aurelio Ochoa afirma que le comisario Mariano Abad Estrella impide que el cuerpo del héroe sea colocado en el ataúd proporcionado por el poeta Miguel Moreno, ya que según su parecer "había que llevarlo a la expectación pública para ejemplo y escarmiento de los impíos". Ricardo Márquez Tapia, en un artículo periodístico dice que los grillos que atormentaron en la prisión a Vargas Torres, fueron empleados para sostener un cuadro de la Dolorosa que el sacerdote Julio Matovelle manda a colocar en las breñas del Tahual.