Las crisis en la historia de los pueblos y naciones son cíclicas. Hace justo un siglo José Peralta denunciaba la que vivía el Ecuador. Leyéndole hoy, provoca solo cambiar los nombres de los sucesos y personajes para corroborar la célebre frase de que la historia se repite dos veces, primero como tragedia y después como farsa (Marx), pero la farsa puede ser, incluso, más terrorífica que la tragedia original (Žižek). El Ecuador de los últimos 7 años lo demuestra con creces.
Nuestra historia después
de los trágicos sucesos de 1912[1]
José Peralta
Los
tiranuelos sudamericanos comienzan por amordazar o prostituir la prensa, porque
saben que la publicidad socava y derrumba los baluartes del despotismo. Las
naciones extranjeras ignoran, generalmente, la infelicidad de los países
reducidos a la servidumbre; y es menester, por ejemplo, que un Rocafuerte o un
Montalvo le relaten al mundo, el infortunio de su patria, para que la
conciencia universal se subleve, para que despierte aireada la confraternidad
humana, y caiga sobre el déspota todo el peso del continental anatema. Por esto
escribimos, no por venganza personal ni pasión de bandería: queremos que los
pueblos vecinos y hermanos del desdichado Ecuador, conozcan nuestra tristísima
situación, y nos auxilien moralmente a recuperar la libertad y el imperio de la
justicia, en estos momentos en que el patriotismo ecuatoriano se apresta a todo
sacrificio para dar en tierra con
Lamentable
nuestra historia, a contar desde los trágicos sucesos de 1912, mediante los
cuales se apoderó de la república, no un partido político, sino una facción
surgida de aquella horrible tragedia; facción que ha hundido a la patria en un
piélago de males, y que lleva el imborrable estigma de su criminal origen. Nada ha quedado en pie de las grandes conquistas del
liberalismo: el soplo devastador de la facción dominadora ha pasado sobre la
nación, y convirtiéndola en un montón de ruinas, de miseria y muerte.
El Congreso
–primer poder del Estado– componíase siempre, en su mayoría, de degradados siervos,
los que ciegamente obedecían las órdenes perentorias de sus señores. Las leyes
que dictaban, les eran entregadas ya escritas, y solo para que humildemente las
aprobasen. Todos los actos legislativos llevaban el sello de la venalidad, la
corrupción y la servidumbre. Sostenes de la tiranía, pisoteaban su propia
conciencia, a cambio de un mendrugo. Larvas alimentadas con infamia, han sido
esos falsos legisladores los más voraces elementos de tala en la república:
nada para el pueblo infeliz: todo en pro de las empresas y negocios de esos
vampiros, asociados para sorbernos hasta la médula de los huesos. ¡La
inmoralidad de la legislatura llegó en 1915 al extremo de declarar, por decreto
solemne, la impunidad de los gobernadores que habían destrozado
Y para galardonar
tanta ignominia no bastaron los impuestos insoportables, absurdos,
antieconómicos, con que, año tras año, se abrumaba al infeliz pueblo, hasta
sumirlo en la más espantosa miseria; y hubo de acordar la compañía explotadora de la nación, cometer un gran fraude, herir de
muerte la riqueza ecuatoriana, en provecho de los entronizados, especuladores.
La guerra mundial dio pretexto a la expedición de una ley que se llamó Moratoria, según la cual, los billetes
de banco vinieron a ser inconvertibles,
ni canjeables con el oro que representaban. Dueños del gobierno los asociados,
contando con la complicidad de los mismos que debían velar por los intereses
públicos, se aprovecharon de dicha ley a maravilla; y lanzaron, una tras otra,
y por algunos años, emisiones cuantiosas de inconvertibles,
papel sin respaldo ni garantía, billetes falsos que se trocaban a diario con
valores reales y positivos del pueblo. Los emisores de aquel papel moneda
llegaron a la imposibilidad de canjearlo con metálico; y pusieron la monta en
eternizar la inconvertibilidad, a fin de proseguir la explotación clandestina
de filón tan rico. Millones y millones de estos billetes, que fabricaba el
fraude, agotaron la savia vital de la nación, consumieron las fuerzas
productoras, mataron las industrias y el comercio, engendraron el amenazador
pauperismo, cayeron como una montaña, sobre nuestro crédito y lo ahogaron y
sepultaron, sin que nadie protestara, porque llegó a generalizarse
lamentablemente el naufragio de los caracteres y el patriotismo. La prensa,
defensora impertérrita de la legalidad y la justicia, estaba con mordaza; y la
que recibía subvención de los explotadores, defendía al gobierno y a los
banqueros aliados, a capa y espada, ponía todo su poder en mostrarnos blanco lo
negro, y extraviaba a todas horas el criterio público con todo género de
sofismas económicos. Los congresos rechazaban de plano todo proyecto de
derogatoria de la mencionada inconvertibilidad,
porque la mayoría de los diputados y senadores habían sido elegidos y pagados
para obedecer, esto es, para sostener a todo trance aquella patente de
especulación y robo impunes. Los presidentes mismos jamás osaron extender la
mano contra los negocios de la compañía mercantil que los había elegido
condicionalmente; mantuvieron en todo su vigor esa ley infame, aniquiladora de
la riqueza nacional.
El latrocinio, el
derroche, el fausto del arribismo triunfante, el agio y el peculado sin
escrúpulos ni ambages consumieron esta nueva fuente de recursos; y el Erario
tornó otra vez a su habitual penuria mientras se improvisaban colosales
fortunas, como por ensalmo. El capitán Rolando y sus afiliados habían dado con
la lámpara de Aladino y resultaron millonarios.
Plaza y los suyos
hablaron mucho de ferrocarriles, carreteras, saneamiento de ciudades, muelles,
aduanas, dragado de ríos navegables, y cien otras obras públicas; pero todo
ello no pasó de farsa política, de engaño infame, de puñados de polvo arrojados
a los ojos de la muchedumbre, para que no viese la miseria, el hambre y la
desnudez, cerniéndose sobre el país, como siniestros emblemas de destrucción y
muerte.
La deuda fiscal a
los bancos –que en 1911 no alcanzaba a cinco millones, inclusive los créditos
del régimen conservador, caído en 1895– subió rápidamente a veintiocho
millones, sin que se pagasen ni los intereses de tan enorme suma. Y es de
advertir que los bancos prestamistas, eran depositarios de fondos públicos,
destinados a servicios que jamás se hacían; y que, por lo mismo, el fisco
recibía en préstamo su propio dinero y se obligaba a pagar por él, un interés
crecido que, naturalmente, beneficiaba a la sociedad explotante.
Y ni con estas
ruinosas operaciones podía aquel régimen llenar sus necesidades: la deuda
interna y la externa se vieron totalmente olvidadas; el magisterio, en todas
sus escalas, apenas cobraba sus emolumentos; los tribunales de justicia vivían
vida de angustias; las obras públicas yacían abandonadas, pues los caudales
públicos desaparecían en las sombras de misteriosas manipulaciones.
La maldecida
inconvertibilidad depreció enormemente el papel circulante; y el alza del
cambio puso trabas matadoras al comercio y a las industrias, encareció la vida,
hasta torturar con el hambre a las multitudes, y dio origen a una nueva inmoral
especulación de los asociados.
La cínica codicia
del régimen se fue contra los más elementales principios de Economía, señaló un
tipo oficial de cambio y decretó la incautación del oro, correspondientes a los
exportadores, con lo cual abrió las puertas al despojo más descarado y vergonzoso
de los restos de la riqueza nacional. Los favorecidos
tomaban giros de
El robo imperante,
en sus más hábiles formas, agotó la paciencia del trabajador hambriento,
desnudo y sin salario proporcional a la carestía de la vida y solicitó que se
le aliviase de tanto padecimiento, que se le hiciera justicia, como en todos
los países civilizados y libres. Armado únicamente de su derecho, sin más
fuerza que su justo reclamo, levantó la angustiada voz en Guayaquil; y la
respuesta del gobierno fue la inmisericorde matanza del 15 de Noviembre, el
fusilamiento de centenares de obreros, de mujeres y niños, que pedían pan y
trabajo. Los inhumanos impuestos arrastraron a los indios de la sierra, a la
más espantosa miseria; y también imploraron misericordia para su infortunio, un
mendrugo para alimentar a sus hijos. Masas inermes, indefensas, inocentes, se
congregaron casi en todas las provincias, en demanda de compasión y justicia;
pero cayeron, heridas por el plomo fratricida; corrió a torrentes, y en muchos
pueblos, la sangre de nuestros parias, de la raza vencida, cuyos lamentos
acalló la muerte.
Se puso escuela
pública de corrupción; la venalidad y la felonía, la falsedad y la traición, el
espionaje y las delaciones, la asalariada prostitución de la prensa, el
anonadamiento del espíritu público, el galardón al prevaricato, fueron resortes
de buen gobierno; y los caracteres que no se doblegaban, las conciencias que no
se vendían, los escritores que no profanaban su misión augusta, la virtud
cívica que se alzaba airada contra los corruptores, eran puestos fuera de la
ley, aún fuera de las garantías que la humanidad impone. En medio de este caos
ignominioso, desaparecieron todas las seguridades sociales: libertad de
pensamiento y de palabra, libertad de imprenta, libertad individual, sarcasmos
sangrientos en aquella época nefasta: las persecuciones, los calabozos, los
confinamientos, los destierros, se sucedían sin interrupción y de modo
injustificable. La misma soberanía del pueblo había pasado a manos de los
banqueros, socios de la facción reinante; y los comicios constituían una
comedia ultrajadora, una fórmula inicua, encaminada a sellar la elección ya
hecha de antemano, por los esquilmadores de la república, previo compromiso de
fiel sumisión de los elegidos.
El punto inicial
de nuestras desgracias, la causa eficiente del caos y la anarquía reinantes, el
germen de la inmoralidad política que nos amaga con la disolución social, el
origen de este como rebajamiento del vigor democrático, que ha permitido la
entronización de una dictadura sobre ciudadanos altivos y patriotas, están en
los quince años de dominación placista; en esos quince años de proscripción del
liberalismo doctrinario, centinela vigilante de los genuinos intereses del
pueblo, cultivador y propagador de las virtudes republicanas, defensor
impertérrito del orden, el derecho y la libertad en el Estado. El dictador
Ayora es la consecuencia natural y lógica de la tortuosa y turbia política del
general Plaza; es una vegetación venenosa, brotada en el fango de los crímenes
de enero y marzo de 1912, regada con las lágrimas y la sangre de un pueblo,
fatalmente caído en garras de la más tiránica perfidia.
El liberalismo
genuino, como lo probaremos en otro capítulo está exento de toda
responsabilidad en la ruina del país, porque los que han destruido y avasallado
son, precisamente, los más inexorables adversarios de la doctrina liberal
verdadera, de la doctrina que ha redimido al mundo.
[1] Primer
capítulo de La Dictadura en el Ecuador (1927), trabajo del autor
que quedó inédito y se publicó por primera vez en Podium Nº 14-15 (pp.
122-132), octubre del 2008, por iniciativa de Carlos Calderón Chico, director
de la revista.