domingo, 2 de febrero de 2025

Nuestra historia después de los trágicos sucesos de 1912

 

Las crisis en la historia de los pueblos y naciones son cíclicas. Hace justo un siglo José Peralta denunciaba la que vivía el Ecuador. Leyéndole hoy, provoca solo cambiar los nombres de los sucesos  y personajes para corroborar la célebre frase de que la historia se repite dos veces, primero como tragedia y después como farsa (Marx), pero la farsa puede ser, incluso, más terrorífica que la tragedia original (Žižek). El Ecuador de los últimos 7 años lo demuestra con creces.

 Déspotas tiranuelos, prensa prostituida, inmoralidad y oprobio, fraude, violencia, venalidad, el oro corruptor de los banqueros, presidentes, legisladores, jueces, ediles pupilos y esclavos de esa verdadera sociedad explotadora del país, a quien debían su elección y nombramiento, Congreso degradado, leyes y políticas económicas contrarias al bien común, impuestos insoportables, latrocinio, derroche, fausto del arribismo triunfante, agio y peculado, colosales fortunas de pocos a costa de la penuria del pueblo, falsos ofrecimientos y ausencia de obra pública, deuda interna y externa que se incrementa, represión violenta contra los que protestan. Todo eso lo que denuncia Peralta en su tiempo, repetido no solo trágica sino también terroríficamente en el nuestro.

 Por eso, el próximo domingo hay que votar definitivamente en contra de los continuadores de la oligarquía plutocrática asesina de la hoguera bárbara que encendieron en 1912, y que sus herederos y ellos permanentemente han avivado el fuego cada vez que el progreso y el desarrollo les enfrenta…


Nuestra historia después de los trágicos sucesos de 1912[1]

José Peralta

 Es grave error creer que se desacredita a un pueblo al denunciar los crímenes de sus opresores; y que, por honor nacional, estamos en el deber de callar y ocultar todo desmán de la tiranía, aunque atente a la vida misma del Estado. Las Filípicas no deslustraron a Grecia, ni los escritos de Tácito y Suetonio han disminuido la grandeza de Roma. Describir a los déspotas en toda su deforme desnudez, describir el martirio de los pueblos esclavizados e indefensos, reclamar la protesta y el anatema de las naciones para los enemigos de la civilización y la libertad, llamar en auxilio de un país desventurado, los nobles sentimientos de la solidaridad humana, es cumplir una obligación de patriotismo, es laborar por la justicia, es buscar la redención de los oprimidos. No habría tiranos en el mundo si, publicadas a los cuatro vientos sus iniquidades, la opinión universal los declarara enemigos del género humano, y les marcara con hierro candente, como a réprobos vitandos, como a monstruos dignos de exterminio.

Los tiranuelos sudamericanos comienzan por amordazar o prostituir la prensa, porque saben que la publicidad socava y derrumba los baluartes del despotismo. Las naciones extranjeras ignoran, generalmente, la infelicidad de los países reducidos a la servidumbre; y es menester, por ejemplo, que un Rocafuerte o un Montalvo le relaten al mundo, el infortunio de su patria, para que la conciencia universal se subleve, para que despierte aireada la confraternidad humana, y caiga sobre el déspota todo el peso del continental anatema. Por esto escribimos, no por venganza personal ni pasión de bandería: queremos que los pueblos vecinos y hermanos del desdichado Ecuador, conozcan nuestra tristísima situación, y nos auxilien moralmente a recuperar la libertad y el imperio de la justicia, en estos momentos en que el patriotismo ecuatoriano se apresta a todo sacrificio para dar en tierra con la Dictadura.

Lamentable nuestra historia, a contar desde los trágicos sucesos de 1912, mediante los cuales se apoderó de la república, no un partido político, sino una facción surgida de aquella horrible tragedia; facción que ha hundido a la patria en un piélago de males, y que lleva el imborrable estigma de su criminal origen. Nada ha quedado en pie de las grandes conquistas del liberalismo: el soplo devastador de la facción dominadora ha pasado sobre la nación, y convirtiéndola en un montón de ruinas, de miseria y muerte.

El poder se ha transmitido durante estos largos años de inmoralidad y oprobio, por medio del fraude, la violencia y la venalidad, alimentada por el oro corruptor de ciertos banqueros, aliados fieles de la bandería imperante; y, por lo mismo, presidentes, legisladores, jueces, ediles, aún los más subalternos empleados públicos, vinieron a ser meros agentes; así como pupilos y esclavos de esa verdadera sociedad explotadora del país, a quien debían su elección y nombramiento. La independencia de los magistrados, el carácter de los hombres públicos, la misma dignidad humana, desaparecieron bajo esa ola de cieno que subió hasta las cumbres; y lo ensució todo, lo degeneró y empequeñeció todo, al punto de despojarle al mismo crimen de su sombría magnitud, para convertirlo en pigmeo execrable.

El Congreso –primer poder del Estado– componíase siempre, en su mayoría, de degradados siervos, los que ciegamente obedecían las órdenes perentorias de sus señores. Las leyes que dictaban, les eran entregadas ya escritas, y solo para que humildemente las aprobasen. Todos los actos legislativos llevaban el sello de la venalidad, la corrupción y la servidumbre. Sostenes de la tiranía, pisoteaban su propia conciencia, a cambio de un mendrugo. Larvas alimentadas con infamia, han sido esos falsos legisladores los más voraces elementos de tala en la república: nada para el pueblo infeliz: todo en pro de las empresas y negocios de esos vampiros, asociados para sorbernos hasta la médula de los huesos. ¡La inmoralidad de la legislatura llegó en 1915 al extremo de declarar, por decreto solemne, la impunidad de los gobernadores que habían destrozado la Constitución, para sostener al Gral. Plaza, el gran corruptor del país! Y hubo Congreso, ignorante y traidor que aprobó y aplaudió la mutilación del territorio patrio, porque así le convenía a su amo, porque los intereses de la política interna primaban aún sobre la integridad de la nación. Atrás, muy atrás se quedaron los degenerados senadores romanos que se arrastraban de rodillas a los pies de los Calígulas y Claudios, tiranos asquerosos e imbéciles que mancharon el trono de Augusto.

Y para galardonar tanta ignominia no bastaron los impuestos insoportables, absurdos, antieconómicos, con que, año tras año, se abrumaba al infeliz pueblo, hasta sumirlo en la más espantosa miseria; y hubo de acordar la compañía explotadora de la nación, cometer un gran fraude, herir de muerte la riqueza ecuatoriana, en provecho de los entronizados, especuladores. La guerra mundial dio pretexto a la expedición de una ley que se llamó Moratoria, según la cual, los billetes de banco vinieron a ser inconvertibles, ni canjeables con el oro que representaban. Dueños del gobierno los asociados, contando con la complicidad de los mismos que debían velar por los intereses públicos, se aprovecharon de dicha ley a maravilla; y lanzaron, una tras otra, y por algunos años, emisiones cuantiosas de inconvertibles, papel sin respaldo ni garantía, billetes falsos que se trocaban a diario con valores reales y positivos del pueblo. Los emisores de aquel papel moneda llegaron a la imposibilidad de canjearlo con metálico; y pusieron la monta en eternizar la inconvertibilidad, a fin de proseguir la explotación clandestina de filón tan rico. Millones y millones de estos billetes, que fabricaba el fraude, agotaron la savia vital de la nación, consumieron las fuerzas productoras, mataron las industrias y el comercio, engendraron el amenazador pauperismo, cayeron como una montaña, sobre nuestro crédito y lo ahogaron y sepultaron, sin que nadie protestara, porque llegó a generalizarse lamentablemente el naufragio de los caracteres y el patriotismo. La prensa, defensora impertérrita de la legalidad y la justicia, estaba con mordaza; y la que recibía subvención de los explotadores, defendía al gobierno y a los banqueros aliados, a capa y espada, ponía todo su poder en mostrarnos blanco lo negro, y extraviaba a todas horas el criterio público con todo género de sofismas económicos. Los congresos rechazaban de plano todo proyecto de derogatoria de la mencionada inconvertibilidad, porque la mayoría de los diputados y senadores habían sido elegidos y pagados para obedecer, esto es, para sostener a todo trance aquella patente de especulación y robo impunes. Los presidentes mismos jamás osaron extender la mano contra los negocios de la compañía mercantil que los había elegido condicionalmente; mantuvieron en todo su vigor esa ley infame, aniquiladora de la riqueza nacional.

El latrocinio, el derroche, el fausto del arribismo triunfante, el agio y el peculado sin escrúpulos ni ambages consumieron esta nueva fuente de recursos; y el Erario tornó otra vez a su habitual penuria mientras se improvisaban colosales fortunas, como por ensalmo. El capitán Rolando y sus afiliados habían dado con la lámpara de Aladino y resultaron millonarios.

Plaza y los suyos hablaron mucho de ferrocarriles, carreteras, saneamiento de ciudades, muelles, aduanas, dragado de ríos navegables, y cien otras obras públicas; pero todo ello no pasó de farsa política, de engaño infame, de puñados de polvo arrojados a los ojos de la muchedumbre, para que no viese la miseria, el hambre y la desnudez, cerniéndose sobre el país, como siniestros emblemas de destrucción y muerte.

La deuda fiscal a los bancos –que en 1911 no alcanzaba a cinco millones, inclusive los créditos del régimen conservador, caído en 1895– subió rápidamente a veintiocho millones, sin que se pagasen ni los intereses de tan enorme suma. Y es de advertir que los bancos prestamistas, eran depositarios de fondos públicos, destinados a servicios que jamás se hacían; y que, por lo mismo, el fisco recibía en préstamo su propio dinero y se obligaba a pagar por él, un interés crecido que, naturalmente, beneficiaba a la sociedad explotante.

Y ni con estas ruinosas operaciones podía aquel régimen llenar sus necesidades: la deuda interna y la externa se vieron totalmente olvidadas; el magisterio, en todas sus escalas, apenas cobraba sus emolumentos; los tribunales de justicia vivían vida de angustias; las obras públicas yacían abandonadas, pues los caudales públicos desaparecían en las sombras de misteriosas manipulaciones.

La maldecida inconvertibilidad depreció enormemente el papel circulante; y el alza del cambio puso trabas matadoras al comercio y a las industrias, encareció la vida, hasta torturar con el hambre a las multitudes, y dio origen a una nueva inmoral especulación de los asociados.

La cínica codicia del régimen se fue contra los más elementales principios de Economía, señaló un tipo oficial de cambio y decretó la incautación del oro, correspondientes a los exportadores, con lo cual abrió las puertas al despojo más descarado y vergonzoso de los restos de la riqueza nacional. Los favorecidos tomaban giros de la Oficina de Incautación, al tipo oficial, y lo revendían a mayor precio, o los empleaban en operaciones mercantiles de mala ley, con perjuicio del comercio honrado y de los pequeños industriales. Multiplicáronse los acaparadores de giros, los que realizaban en un momento pingües ganancias, para lo cual ponían en juego toda suerte de malas artes, en daño y perjuicio del pueblo.

El robo imperante, en sus más hábiles formas, agotó la paciencia del trabajador hambriento, desnudo y sin salario proporcional a la carestía de la vida y solicitó que se le aliviase de tanto padecimiento, que se le hiciera justicia, como en todos los países civilizados y libres. Armado únicamente de su derecho, sin más fuerza que su justo reclamo, levantó la angustiada voz en Guayaquil; y la respuesta del gobierno fue la inmisericorde matanza del 15 de Noviembre, el fusilamiento de centenares de obreros, de mujeres y niños, que pedían pan y trabajo. Los inhumanos impuestos arrastraron a los indios de la sierra, a la más espantosa miseria; y también imploraron misericordia para su infortunio, un mendrugo para alimentar a sus hijos. Masas inermes, indefensas, inocentes, se congregaron casi en todas las provincias, en demanda de compasión y justicia; pero cayeron, heridas por el plomo fratricida; corrió a torrentes, y en muchos pueblos, la sangre de nuestros parias, de la raza vencida, cuyos lamentos acalló la muerte.

Se puso escuela pública de corrupción; la venalidad y la felonía, la falsedad y la traición, el espionaje y las delaciones, la asalariada prostitución de la prensa, el anonadamiento del espíritu público, el galardón al prevaricato, fueron resortes de buen gobierno; y los caracteres que no se doblegaban, las conciencias que no se vendían, los escritores que no profanaban su misión augusta, la virtud cívica que se alzaba airada contra los corruptores, eran puestos fuera de la ley, aún fuera de las garantías que la humanidad impone. En medio de este caos ignominioso, desaparecieron todas las seguridades sociales: libertad de pensamiento y de palabra, libertad de imprenta, libertad individual, sarcasmos sangrientos en aquella época nefasta: las persecuciones, los calabozos, los confinamientos, los destierros, se sucedían sin interrupción y de modo injustificable. La misma soberanía del pueblo había pasado a manos de los banqueros, socios de la facción reinante; y los comicios constituían una comedia ultrajadora, una fórmula inicua, encaminada a sellar la elección ya hecha de antemano, por los esquilmadores de la república, previo compromiso de fiel sumisión de los elegidos.

El punto inicial de nuestras desgracias, la causa eficiente del caos y la anarquía reinantes, el germen de la inmoralidad política que nos amaga con la disolución social, el origen de este como rebajamiento del vigor democrático, que ha permitido la entronización de una dictadura sobre ciudadanos altivos y patriotas, están en los quince años de dominación placista; en esos quince años de proscripción del liberalismo doctrinario, centinela vigilante de los genuinos intereses del pueblo, cultivador y propagador de las virtudes republicanas, defensor impertérrito del orden, el derecho y la libertad en el Estado. El dictador Ayora es la consecuencia natural y lógica de la tortuosa y turbia política del general Plaza; es una vegetación venenosa, brotada en el fango de los crímenes de enero y marzo de 1912, regada con las lágrimas y la sangre de un pueblo, fatalmente caído en garras de la más tiránica perfidia.

El liberalismo genuino, como lo probaremos en otro capítulo está exento de toda responsabilidad en la ruina del país, porque los que han destruido y avasallado son, precisamente, los más inexorables adversarios de la doctrina liberal verdadera, de la doctrina que ha redimido al mundo.





 



[1] Primer capítulo de La Dictadura en el Ecuador (1927), trabajo del autor que quedó inédito y se publicó por primera vez en Podium Nº 14-15 (pp. 122-132), octubre del 2008, por iniciativa de Carlos Calderón Chico, director de la revista.