viernes, 23 de junio de 2017

La grandeza humana de Eloy Alfaro

Homenaje a Eloy Alfaro en el 175 aniversario de su natalicio



ELOY ALFARO[1]

Mártir del deber por la prosperidad y ventura de los pueblos


  Peregrino de la libertad, recorrió la América  implorando adhesión y apoyo a la causa santa que defendía: vencido aquí, triunfante allá, su vida no fue sino un tejido de dolores y esperanzas, de sacrificios y heroicidades, de épicos esfuerzos y sangrientos desastres, sin que jamás el desaliento penetrara en aquel corazón de diamantes… El peligro lo  engrandecía  y la lucha centuplicaba sus fuerzas de gigante.


José Peralta





I

No conocía personalmente al general Alfaro, si bien nuestras relaciones políticas eran antiguas; pero en la Puná recibí un afectuoso saludo de su parte, en contestación a un telegrama que el comandante Serrano le dirigiera, a­nunciándole nuestro viaje. Apenas atracó nuestro vaporcito a un muelle de Gua­yaquil, recibí un abrazo de Ullauri y otros cuencanos que estaban en dicho puerto; y por ellos supe del mal sesgo que la triunfante revolución tomaba, respecto de reformas sociales. Alfaro no conoce ni al país ni a sus  hombres  ‒me dijo Ullauri‒ y está rodeado de gentes adversas al radicalismo, o que sólo piensan sostenerse en el poder por medio de componendas con el bando caído.

Un edecán del Jefe Supremo cortó las confidencias de Ullauri: dióme la bienvenida, de parte del general Alfaro, y me invitó a pasar inmediatamente a palacio, donde se me aguardaba. Apenas me tomé el tiempo indispensable para cambiar de vestido, y fui a ver, por primera vez, al infatigable y heroico campeón del liberalismo, al hombre que había consagrado toda su vida y sacri­ficado su fortuna a la redención del pueblo ecuatoriano.

Recibióme cordialmente, y manifestó extrañeza de que fuese aún joven, pues me había creído de mayor edad, a juzgar por mis escritos. Departimos unos momentos sobre la situación de las provincias del Sur y la necesidad que tenían de auxilios inmediatos para libertarse de sus opresores; y tuve la satis­fac­ción de conocer el entusiasmo con que el Jefe Supremo acogía mi solicitud, juzgándola urgente y de suma utilidad para el afianzamiento del partido liberal en toda la república.

Despedíme lleno de esperanzas, después de haber sido invitado para la comida por la noche, con cuya oportunidad me presentaría el Jefe Supremo al general Vernaza, quien se encargaría de la inmediata organización de las fuer­zas expedicionarias al Azuay.

Alfaro estaba en toda la fuerza de la vida; los treinta años de pros­­cripción  y lucha por la libertad, no habían hecho mella alguna en esa natura­leza formada para las fatigas de la guerra y las amarguras de la política; y al verlo se comprendía la facilidad con que había ejecutado esos actos casi inverosímiles que de él se referían, y ante los que hubieran sucumbido las fuerzas morales y la resistencia física de otros hombres.

De inteligencia clara y juicio práctico, miraba las cuestiones con sere­nidad y en todos sus aspectos; y rara vez dejaba de ser recto y seguro su golpe de vista, aun en las más difíciles complicaciones de la vida pública. De alma retemplada e inquebrantable, ninguna situación, por desesperada que pare­ciese, lo desalentaba ni abatía: rugir podían sobre él todas las tempestades, sin que ese corazón fundido en acero, se conmoviera, ni menos diera entrada ni a un átomo de vacilación o cobardía. El valor, rayano en temeridad, era uno de los defectos capitales de Alfaro: todos sus desastres los debió a esa ciega co­nfianza en sus propias fuerzas, a esa falta de saludable prudencia ante in­vencibles dificultades; y se arrojó muchas veces a empresas tan audaces, que no pudo menos de cosechar fracasos lamentables, catástrofes altamente perjudi­ciales a la misma causa que el temerario Campeón defendía. Para Alfaro no había obstáculos irremovibles: el valor y energía pesaban mucho, muchísimo, en la balanza de los sucesos, según su concepto; y la suerte de las naciones de­pendía, no sólo de la rectitud de quienes las dirigían, sino de la firmeza y constancia empleadas en pulverizar toda rémora, de cualquier naturaleza, que se opusiera al avance de la civilización y el progreso. Contradecirle en sus planes, era casi siempre infundirle la resolución de ejecutarlos con premura: cuando aceptaba observaciones en contra, era porque el mismo abrigaba dudas acerca de la conveniencia o eficacia del proyecto discutido. Hacerle cambiar de opinión, sobre todo en asuntos militares, era obra de tino y habilidad; pero cuando las objeciones así presentadas, eran claras y firmes, se daba a partido y acogía el parecer de sus amigos.

No era grande la ilustración de Alfaro, pero conocía la Historia, la Filosofía moderna, las ciencias jurídicas, etc., y manejaba la pluma, si no con el primor de un literato profesional, con sencillez y pureza admirables, dado el poco ejercicio que había tenido en esta clase de labores. Todo lo escribía de su mano, a lápiz y en pequeñas cuartillas numeradas; y, apenas terminado el trabajo, congregaba a sus amigos para que lo leyeran e hiciesen las indicaciones convenientes. Enseguida entregaba las cuartillas a uno de los ministros, diciéndoles siempre: “Ponga Ud. todo esto en castellano”... Mensa­jes, proclamas, decretos, todo lo que Alfaro suscribió en su larga vida públi­ca, fue obra suya; salvo ciertos indispensables retoques y correcciones debidos a sus Secretarios, únicamente en lo que miraba a la forma del documento.

En lo que sobresalía Alfaro era en sus virtudes y alteza moral: ese cuerpo pequeño, tan distante de la procerosa estatura de los héroes, abrigaba un alma regia, un espíritu de verdadero gigante, inaccesible a las villanías y bajezas que constituyen la degeneración y raquitismo psicológico en nuestra especie. Su grandeza de alma excluía todo rencor y venganza contra el enemigo: el olvido de la injuria, el perdón de los errores, la clemencia para el ven­cido, los brazos abiertos para el que se arrepentía, la tolerancia y la mise­ricordia para todos, eran actos diarios, hechos que Alfaro repetía por cos­tumbre y sin darles valor ni importancia. El desinterés llevado al último ex­tremo, hacíale mirar el dinero con la mayor indiferencia; y se complacía en distribu­irlo entre los pobres y los desheredados, entre todos los que a él acudían en demanda de un socorro. Puro en el manejo de las rentas públicas, la pobreza en que murió, y el estado precario de su familia, son el más elocuente mentís a la procacidad de los que han pretendido echar sombras sobre su probi­dad sin ejemplo.

Leal y caballero, jamás se manchó con la mentira ni el disimulo: presen­tábase siempre sin doblez ni ocultas miras; y cuando hablaba, había que darle crédito, porque odiaba la falsía; cuando estrechaba la mano de una persona, era muestra sincera de amistad y aprecio, porque era enemigo de hipócritas y felo­nes, condenador implacable de intrigas y acechanzas canallescas. La auster­idad de su vida privada tocaba en el ascetismo; y ni sus más desafora­dos calumnia­dores han podido ponerle ni un lunar a la historia íntima del Caudillo del radicalismo ecuatoriano.

He ahí al hombre que ‒impuesto por el pueblo, y a pesar de las ges­tiones de muchos políticos guayaquileños en contrario‒ estaba al frente del movi­mien­to regenerador del país; pero iba a topar con la dificultad  de no conocer bien a los hombres que le rodeaban, de los que algunos, la víspera misma de su elevación al poder, habíanse contado entre sus enemigos más pertinaces y for­midables. La propia lealtad y franqueza que formaban el fondo del carácter del Jefe Supremo, su buena fe y confianza proverbiales, venían a ser una firme base de operaciones para intrigantes, ambiciosos y acaso traidores; y era muy fundado el temor de que la revolución radical naufragara en los escollos que esos malos elementos de la nueva política habían de levantar por todas partes. Pero fiábamos, por otro lado, en la firmeza y perspicacia del Caudillo, en la decisión del pueblo guayaquileño por las reformas liberales, y en las energías de los centros del radicalismo que combatirían con tesón y denuedo a un statu quo político, y a toda tendencia de regresión al pasado.

Jamás ningún gobierno se ha visto rodeado de tantos peligros como el del General Alfaro, en aquellos luctuosos tiempos. El horizonte se nos presentaba lóbrego y tempestuoso por todas partes; y el toque de somatén conmovía las ciudades y las más humildes aldeas, convirtiendo en mortales enemigos a todos los pobladores de la sierra, y aun a buena parte de los mismos habitantes de las costas donde había surgido la regeneradora Revolución de Junio. Empero, Alfaro no era para intimidarse ante la amenaza de aquella formidable tempes­tad: lejos de ello, el peligro lo engrandecía y la lucha centuplicaba sus fuerzas de gigante; y nunca lo vi ni más sereno ni más confiado en la victo­ria, que en los días precisamente, en que era de esperarse un derrumbamiento próximo de su poder. Alfaro tenía un alma superior e inaccesible a las vacilaciones e incertidumbres que engendra el miedo: acometía al peligro con de­nuedo y en derechura; y casi siempre conseguía dominar rápidamente la situa­ción más difícil y escabrosa. Sólo Alfaro pudo apagar la espantosa conflagra­ción, preparada por el clericalismo; y esto, sin irse a los extremos, sin imitar ninguno de los bárbaros procedimientos de Caamaño, García Moreno y Juan José Flores; sin levantar el patíbulo ni echar mano del tormento, antes bien, con el perdón a los vencidos, con la tolerancia a los eclesiásticos más revoltosos, con la generosidad aun para los enganchados colombianos, a quienes hacía alimentar y vestir para que se volviesen a su país. Alfaro será siempre un timbre de gloria para el Ecuador, por sus altas prendas cívicas y milita­res, por su nobleza y magnanimidad, por su respeto a la justicia y a los fueros humanos: pasará muy pronto el torrente de odios y prejuicios que ha intentado manchar y sepultar su memoria; y la rectitud de la historia lo recomendará a la admiración y al aplauso de las generaciones futuras.


  
Alfaro no tuvo un momento de reposo: apenas apagaba un incendio, ya las cenizas chisporroteaban al menor soplo; apenas cesaba el fragor del cañón, ya los ecos del arma fratricida se repercutían por las fragosidades de la sierra y alarmaban de nuevo la república. Cuando más se afirmaba que estaban ya fene­cidos los odios de bandería, encruelecidos con las derrotas, aguzaban el hierro en el silencio y en la sombra; y buscando nuevo apoyo allende las fronteras, para tornar a la guerra, terrible, asoladora, sin cuartel, como antes; para poder “pasear el patíbulo del uno al otro confín de la república lavando con sangre las manchas impresas por el liberalismo”, como escribía uno de los corifeos de tan impía cruzada.

Apenas se disparó el último tiro, Alfaro puso la mano en el perfec­cionamiento de su obra política; pero, ya era demasiado tarde: tuvo que resignar el poder, dando ejemplo de respeto a los preceptos constitucionales. Y no vio llenado por completo, el anhelo de toda su vida: la consolidación firme e inamovible de la verdadera democracia, sobre la tolerancia más amplia y la más irrestricta libertad, al amparo de la ley y la justicia, únicas soberanas de la república. Alfaro quería hacer mucho bien a su patria; pero la tenaz y sangrienta guerra que le movió el tradicionalismo, dejó sin efecto ese cúmulo de grandiosos y patrióticos proyectos. El ciego furor de los tradicio­nalistas fue la causa única de mal tan grande…

II


Se ha repetido insistentemente por la prensa conservadora y en la placista, que el general Alfaro fue un revolucionario incorregible, luchador de profesión, ambicioso tenaz, enemigo del orden, etc.; pero nada más falso, nada más infundado que este grave cargo que el odio político aduce todavía contra el fundador del radicalismo ecuatoriano. Cierto es que luchó sin tregua ni descanso, durante treinta largos años contra la teocracia que oprimía a su patria; cierto es que consumió su fortuna y su vida por extirpar el despotismo conservador que nos había convertido en rebaño de siervos, degradados y sumisos; cierto es que consagró todas sus energías a fundar en el Ecuador una democracia práctica, a elevar a la nación a las alturas de la libertad y el progreso modernos; pero tan gigantesca y patriótica labor, lejos de confirmar el calumnioso cargo mencionado, lo confuta y destruye. En efecto, no puede haber orden sin libertad y justicia, no puede haber paz sin el irrestricto imperio de las leyes y el derecho; y esto es precisamente lo que anhelaba el general Alfaro, esto lo que buscaba a través de sus fatigas y sacrificios, en aquella prolongadísima campaña contra el despotismo. Buscaba la paz y el orden y la paz dignos de un pueblo libre y conforme a la civilización del siglo.

Nadie acaso como yo, puede testificar el horror que Alfaro tenía a las revoluciones, puesto que fui depositario de sus importantes secretos, relati­vos a subvertir el orden, durante el gobierno del general Plaza. Muchas veces tuvimos todo preparado y a punto para derrocar al ingrato; muchas veces llegamos a contar aun con buena parte de la fuerza armada que no dejaba de querer y venerar al Viejo Jefe que había creado el ejército; pero todas nuestras gestiones venían a escollar siempre en la porfiada negativa de Alfaro, en su firme propósito de no librar jamás la suerte del país al azar de las armas, en una contienda civil, por justa que pareciese.

Eloy Alfaro y José Peralta a su izquierda en una demostración militar, 1900.

Haré notar aquí, que ni un momento, en su larga vida política, abandonó Alfaro la idea de que moriría asesinado: era en él, no sólo un presentimiento, sino la convicción profunda de que la misión que se había impuesto, no podía tener otra terminación que el martirio; por lo mismo que para realizar sus ideales patrióticos, había de herir, tanto los arraigados intereses de los antiguos dominadores del pueblo, con las concupiscencias de los ambiciosos que se apresurarían a querer recoger el fruto de las victorias del radicalismo e imponerle nuevas cadenas a la república. Varias ocasiones intenté combatir esta que yo llamaba preocupación; pero en vano. Vile al Viejo plenamente convencido de su destino, contemplarlo como si lo tuviera ya delante, con serenidad y aun pudiera decir con satisfacción, cual si fuera el premio único que aguardaba, y que habían de discernirle sus propios enemigos; ¡los que, creyendo vengarse, le abrirían las puertas de la inmortalidad!

Cuando se halló casi agonizante con su afección cardiaca en 1909, sin duda comprendiendo mis temores de un próximo y fatal desenlace, díjome sonriendo tristemente:

 ‒Amigo mío, no se aflija Ud.: aún no ha llegado la hora, y esto pasará. Y luego, bajando la voz agregó: ¡Yo moriré asesinado!...

Esta clara visión de su porvenir lo presentaba inconmovible y sereno a todas las mudanzas de la fortuna, y hacíalo superior aun a los achaques de su envejecida naturaleza. Esa alma vigorosa y convencida de su misión, con­templaba los mayores peligros sin alterarse; y no tenía más mira ni otro móvil en sus actos, que el cumplimiento del deber que sobre ella pesaba, en orden a la suerte y progreso de la patria. Si Alfaro, al principio de su carrera política, tuvo nobles ambiciones, anhelos de gloria, de aplauso popular, de mando y poder, en los últimos años de su vida aun esos sentimientos habían ya enmudecido. Para él no había ya otro deseo que seguir adelante en su camino, laborando preferentemente por el bien común y la felicidad ecuatoriana, con la fe firme de que al término de su redentora misión, toparía indefectiblemente con la cruz, que le estaba reservada; pero también lleno de esperanza en que la posteridad le haría justicia y lo contaría entre los grandes mártires del deber, entre las nobles almas que voluntariamente se ofrecen como sacrificio para la prosperidad y ventura de los pueblos.

González Suárez ha dicho que Alfaro tenía ribetes de grande hombre; y yo afirmo que la naturaleza le había dotado de tan extraordinarias prendas, que en un teatro más vasto se habría elevado a inconmensurable altura. Alfaro, en su cuerpo desmedrado y pequeño, encerraba un alma de gigante; alma de héroe y tratadista de visión luminosa; alma cuyos quilates sólo podrá apreciar la posteridad, libre ya de los prejui­cios y pasiones del presente.
            
Alfaro no era católico: alma elevada y enérgica, ilustrada e indepen­diente, estaba muy por encima de esas creencias inventadas por el sacerdocio; de esos dogmas incompatibles con la razón, y de los que ni la teología que los creó, puede darse cabal idea; en fin, de ese aglomeramiento de supersticiones y vanas prácticas que componen el fondo y el ropaje de las religiones que decimos positivas. Alfaro era superior a todo esto; pero no he conocido otro más profundo y sinceramente religioso.
        
Para Alfaro, Dios se mostraba luminoso y visible en todo el universo: ¿cómo podían dejar de verlo y conocerlo unos seres dotados de razón y sen­timiento, que constituyen los más perfectos órganos de visión para el espíri­tu? La acción providencial de igual manera: él veíala extenderse munífica y acuciosa a las menores palpitaciones de la vida, a la más insignificante transformación de los fieles, a los más imperceptibles cambios de la naturale­za: ¿quién no contempla, quién no siente, quién no admira estos paternales cuidados del bondadoso Creador de las cosas? Ciegos o criminales los que niegan la providencia, sin cuyo sostén desplomaríase la creación en un instante y se restauraría el imperio del caos.
        
De esta firme creencia deducía la necesidad de reconocer y venerar a la Divinidad, tributándole homenaje perpetuo, ora de nuestra gratitud en la prosperidad, ora de humilde resignación en la desgracia; sentimientos que debían nacer del amor y expresarse siempre por un acto de ardiente adoración al Ser Infinito, de cuyas manos lo recibimos todo.
            
Dios, como Padre común, ha establecido la ley de fraternidad y solidari­dad entre los hombres y, de consiguiente, el respeto recíproco a todo derecho, la sumisión a toda justicia, la compasión a todo padecimiento, la indulgencia a toda flaqueza, el perdón a toda injuria, el socorro y la caridad a todas las necesida­des. He ahí el código moral divino, inalterable, universal, eterno, para la familia humana, y cuyo quebrantamiento produce esos desequilibrios que llamamos vicios, delitos y crímenes que, a su vez, engendran las desventuras privadas y públicas que tan frecuentemente lamentamos.

El hombre no muere totalmente: su envoltura natural se deshace, ya cumplida la misión de cada uno sobre la tierra, pero el alma sobrevive y es responsable de sus actos ante la Justicia infinita que jamás falta ni se engaña.

Jesús fue verdaderamente el redentor del humano linaje: el Evangelio, la luz y la vida, la fuente de la libertad y la civilización del mundo; pero la teología y la ambición sacerdotal tomaron otro camino diametralmente opuesto al del Mesías, hasta extraviar y falsificar el cristianismo...

He aquí la filosofía religiosa y moral de Alfaro, tal cual pude conocer­la en varias íntimas conversaciones sobre la materia; y a estos principios arreglaba todos sus actos con un fervor y disciplina de verdadero creyente. Tenía mucho de ese fatalismo teológico que todo lo hace depender de la voluntad divina; y tan persuadido de su misión que se abandonaba en manos de la providencia, si bien nunca dejó de poner todos los medios necesarios a la consecución del fin que esperaba confiado.

III

Llevando en el alma, a modo de fuego inextinguible y sacro de las vestales, un amor sin límites a su patria y la fe más inquebrantable en su misión libertadora, lanzóse a la ardua labor de redimir a un pueblo; y luchó sin tregua ni descanso durante toda su larga existencia, para realizar sus patrióticos y humanitarios votos. Peregrino de la libertad, recorrió la América implorando adhesión y apoyo  a la causa santa que defendía: vencido aquí, triunfante allá, su vida no fue sino un tejido de dolores y esperanzas, de sacrificios y heroicidades, de épicos esfuerzos y sangrientos desastres, sin que jamás el desaliento penetrara en aquel corazón de diamantes. Para el impertérrito y convencido varón, la misma gloriosa derrota de Jaramijó no fue sino la aurora del triunfo, el vaticinio más seguro de la libertad de la patria.
       
Y venció en la desigual y sangrienta lucha; la constancia y el valor heroico, la convicción y el patriotismo del caudillo ahogaron la tiranía y la hierocracia, y surgió el Ecuador a la vida de la luz y de la libertad verdadera. Moribundo el monstruo, acometió todavía a su vencedor en múltiples y cruentas convulsiones que sembraron de ruinas y escombros nuestro suelo; mas fueron vanos todos sus furores ante la invencible energía de Alfaro, y la regeneración ecuatoriana siguió su camino triunfal, con aplauso de todas las naciones de América.
        
Dedicóse Alfaro a la reforma de las instituciones y a promover el progreso de su país, después de haber combatido con la espada a los mantenedores de prejuicios y preocupaciones, de tiranías y tradicionalismos afrentadores de la humanidad; y en tan difícil labor manifestó el mismo constante ardimiento, la misma intrepidez incontrastable, la misma fe creadora que cuando cruzaba los mares y las montañas, seguido de sus valientes camaradas, en demanda de la muerte o de la libertad de sus hermanos.
         
Y las leyes ecuatorianas consagraron la libertad de conciencia y de cultos, del pensamiento y de la enseñanza, de la prensa y de la palabra; las leyes ecuatorianas colocaron el matrimonio bajo su protección directa, como que es el fundamento y la base de la sociedad; las leyes ecuatorianas proscribieron el fanatismo y la superstición, las penas inquisitoriales y el verdugo; las leyes ecuatorianas reprimieron el poder eclesiástico y la envenenadora acción del monaquismo; las leyes ecuatorianas proclamaron la  inviolabilidad de la vida y el hogar; en una palabra, despedazaron todos esos hierros con que el interés hierático y la ambición de los déspotas habían maniatado el alma del pueblo ecuatoriano.
         
Alfaro vio que para cimentar su obra era menester difundir las luces, y multiplicó las escuelas y los colegios, los planteles de artes liberales y de oficios mecánicos, dándoles el sello de establecimientos laicos y libres de toda influencia deletérea. Vio que era menester crear maestros para el día de mañana, propagadores de las nuevas ideas, que en lo sucesivo habrían de regenerar y redimir a la muchedumbre, y fundó las escuelas normales y mandó centenares de jóvenes a Europa y Norte América para que adquiriesen conocimientos en todos los ramos del saber humano. Alfaro no limitaba sus afanes al presente: preparaba también trabajadores y apóstoles para el porvenir.
    
En el orden material, realizó lo que sus antecesores habían tenido por imposible. Unió, mediante el ferrocarril más atrevido de América, la capital con la costa; principió otros ferrocarriles destinados a llevar la prosperidad a regiones abandonadas; abrió caminos y embelleció ciudades; construyó palacios y fomentó las industrias y el comercio; cuadruplicó las rentas públicas y restableció el crédito; en fin, sentó las bases de un futuro de prosperidad y de grandeza envidiables para la república.
       
Generoso y magnánimo, tuvo muchas veces en sus manos a sus peores enemigos y su venganza única fue el perdón y el olvido. Tomó ciudades rebeldes a sangre y fuego; y en el instante mismo proclamó siempre la amnistía más amplia, la protección más decidida a la vida y los bienes de los rebeldes. El rencor jamás anidó en su noble pecho; nunca la venganza y la crueldad mancharon sus triunfos. Multitudes de prisioneros tuvo, después de sangrientas batallas en que había perdido amigos, y sin embargo, siempre compasivo y noble, distribuía dinero y vestidos a sus adversarios de la víspera y les ponía en completa libertad.
   
En su vida privada, ejemplo de virtudes y de hidalgo comportamiento; en la vida pública, modesto a pesar de su gloria, magistrado sin tacha y modelo de buenos ciudadanos: ese era Eloy Alfaro.

Con sus hijas e hijos: América, Colón Eloy, Esmeralda, Olmedo, Colombia y su esposa Ana Paredes.

         
Pero el rencor de los fanatismos y de las tiranías es inmortal: no perdona jamás al que ha tenido la osadía de herirlos. Alfaro,  invencible con la espada en la diestra, fue sin cesar combatido por la calumnia y el dicterio, por la difamación soez y el insulto villano; la traición y la envidia se aliaron para abrir abismos a los pies del Reformador; el odio hierático ardía como incendio entre las inflamables turbas, y las ambiciones más rastreras soplaban a la continua en aquel fuego preparado para devorar al vencedor de la teocracia. –Me asesinarán –me dijo varias veces‒ ¡pero mi sangre los ahogará y cimentará el liberalismo!

Toda misión redentora es predestinación al martirio; y Alfaro se veía desde mucho antes dentro de esa como penumbra que  proyectan siempre los pensamientos funestos. 

A Eloy Alfaro le faltaba también el martirio; su misión habría carecido del sello grandioso sin el trágico fin de todos los benefactores del linaje humano. Grande por sus hechos y servicios a la patria, grande por sus virtudes personales, necesitaba el pedestal de los grandes hombres, sobre el que se yerguen y dejan admirar de todas las posteriores generaciones. Alfaro, sin el horroroso martirio del 28 de Enero de 1912, acaso se habría confundido con otras celebridades nuestras que, a pesar de sus méritos no han conseguido conquistarse la primera fila en la historia de su país; pero los mismos que ansiaban exterminar y anonadar al Reformador y al Héroe, los mismos que profanaron su cadáver y lo redujeron a cenizas, han contribuido eficazmente a la inmortalidad del Fundador del Liberalismo ecuatoriano. Ellos, son los obreros providenciales que han colocado la piedra angular sobre la que no muy tarde se elevarán los monumentos consagrados por la gratitud nacional a la memoria del mártir. Ellos, ellos los que, lejos de haber logrado borrar con su sangre y horrores el nombre ilustre de Eloy Alfaro, lo han grabado en páginas más duraderas que el mármol y el bronce; pues crimen tan enorme ha conmocionado a todas las naciones y hecho que la fama pregonara de confín a confín, los merecimientos y virtudes de la víctima. La maldición universal contra los asesinos es la primera nota del himno perenne que ella entona en loor de sus mártires; y esta misma fúnebre reunión de personalidades tan escogidas, está probando que el duelo por la muerte de Alfaro traspasaba los límites de su patria y halla eco y condolencia en todas las naciones civilizadas y libres. Sí, mis sentimientos no me ciegan; la América latina está de pésame, porque Eloy Alfaro llevaba dentro de sí toda la grandeza de los ideales latinoamericanos, todas las aspiraciones  de este Continente, para quien está ya brillando la aurora de un porvenir de opulencia y primacía. 

Alfaro nos dejó un país floreciente y próspero, en que el trabajo contaba con segura protección, la industria con estímulos, el proletario con fraternidad y apoyo; un país que desenvolvía rápidamente sus energías, mostraba al mundo sus ingentes y naturales riquezas aún no explotadas, abría caminos que facilitaran y extendieran su comercio y el beneficio de nuestros fertilísimos campos, de las minas  y bosques con que pródiga la naturaleza ha dotado a las comarcas ecuatorianas; un país, en fin, que había entrado de lleno en las vías del progreso y avanzaba a largos pasos anhelando ponerse al nivel de las naciones vecinas, más adelantadas y felices. 

Alfaro nos dejó una Nación altiva y pundonorosa, cuyo patriotismo y valor había puesto a raya la ambición de sus vecinos; Nación que en 1910 se puso en pie, como un solo hombre, para defender  la integridad del territorio y el honor de la bandera, resuelta a derramar la última gota de su sangre en tan justa como necesaria contienda. Alfaro salvó a la República de aquel peligro, cuando estaba a punto de perder el territorio amazónico, a causa de un fallo arbitral reñido con la justicia. Sin la enérgica actitud del Caudillo liberal, sin su ardiente patriotismo e indomable valor, sin esa fe incontrastable en el buen éxito con que procedía en todas sus más difíciles empresas, sin esa tenacidad heroica que sólo él poseía, el Ecuador sería hoy la Suiza de la América, como el Ministro de Estado español quería que fuese; y la Historia no registraría los gloriosos rasgos que caracterizaron entonces a nuestro pueblo, quien supo colocarse a la altura de los más patriotas y abnegados del mundo. Alfaro fue el que puso término decoroso al inexplicable tratado EspinosaBonifaz; y sentó definitivamente la doctrina de que no es materia de arbitraje la soberanía sobre territorios necesarios para la vida y desarrollo de la República. Alfaro fue quien declaró a las potencias mediadoras que,  en ningún caso y bajo ningún pretexto, podía el Ecuador ceder ni un palmo de su territorio a nadie; y que ni las más poderosas naciones podían intervenir en nuestras controversias sobre límites, menos imponernos la manera de solucionarlas. Y hoy vemos con amargura y despecho cercenado en demasía territorio de la patria, con el especioso argumento de la necesidad de cimentar la paz y la armonía con nuestro antiguo aliado del Norte, al que no se le desligó, en consecuencia, de la defensa conjunta, a que estaba obligado, no sólo por el interés común, sino también por pactos expresos. 

La hora de la justicia ha llegado; pero, lo repetimos, no basta glorificar al Regenerador ecuatoriano, dedicándole monumentos y entonando himnos a su memoria; sino que es preciso cumplir sus patrióticos anhelos, llenar en lo posible su vasto y grandioso programa político y administrativo, como condición de progreso, libertad y ventura para el pueblo; continuar su labor civilizadora sin detenernos ante los obstáculos que el tradicionalismo nos oponga; y eternizar así  el nombre del Varón ilustre que marcó el punto inicial de la regeneración ecuatoriana. 

Es menester unirnos en este grande y noble pensamiento, dar de mano todo caudillaje y ambición personal o de círculo, volver al culto ferviente de los principios y doctrinas que han civilizado y redimido al mundo, sacudir la inercia y pronunciar el milagroso ¡Surge! al oído de las masas trabajadoras que, si bien abatidas por el sufrimiento y el malogro de sus legítimas aspiraciones, llevan en si  un germen inextinguible de actividad y virtudes, de valor y nobleza, que les hacen capaces de los mayores prodigios en pro de la República, siempre que llega al caso de servirla. Y esa voz de resurrección, esa iniciativa salvadora de nuestras orientaciones políticas y sociales, deben venir de los mismos gobernantes, si es verdad que componen una administración liberal y patriótica; deben venir de todos los que forman en las filas del radicalismo doctrinario y puro; deben venir de todos los que anhelan sinceramente la regeneración y el engrandecimiento del Ecuador; deben venir de todos los admiradores de Eloy Alfaro que desean perpetuar su nombre a través de las edades, ya que ningún monumento pudiera ser más imperecedero y glorioso, que la redención y completa grandeza de un pueblo. 

Este es nuestro deber ineludible; prometamos cumplirlo como el mejor homenaje al Caudillo mártir, como testimonio elocuente de nuestra incontrastable adhesión a los principios que Alfaro proclamó en toda su gloriosa existencia, como prenda segura de que jamás abandonaremos el servicio de la santa causa de la democracia. Y no nos arredren el naufragio lamentable de ciertos caracteres, la claudicación de los unos, la traición de los otros, la actitud vacilante o cobarde de muchos. Unámonos ante las venerandas cenizas de Alfaro, y reasumamos la misión sagrada de proseguir y dar término a la grandiosa empresa de transformar al Ecuador en un pueblo libre, próspero y feliz. He ahí nuestra obligación. ¡Radicales; pongámonos en pie, y obremos!







[1] Desde mediados de 1895, su primer encuentro con Alfaro en Guayaquil, hasta cuando truncan  su vida en la hoguera bárbara de 1912, José Peralta cultiva una profunda amistad con el líder de la revolución liberal, convirtiéndose en su confidente, por lo que quizás es uno de los que mejor llega a conocer al Viejo Luchador. En varias de sus obras y escritos ha dejado el sentido testimonio de esa relación personal, descubriéndonos a través de sus inmensas virtudes la grandeza histórica de Alfaro, que lo convirtieron en el más grande ecuatoriano de todos los tiempos como su patria le ha reconocido póstumamente. Esta semblanza en homenaje al 175 aniversario del natalicio de Alfaro (25 de junio de 1842) ha sido entresacada de fragmentos de estos escritos de Peralta:

-          “Discurso” (pronunciado en marzo de 1912 en Panamá a la memoria Alfaro), El Nivel, número extraordinario, Panamá, Mayo de 1912.
-          “¡Pongámonos en pie!”, El Día N° 2.532, Quito, 11 de octubre de 1921.
-           Eloy Alfaro y sus victimarios, 4ta. ed., Editorial de la Casa de la Cultura Benjamín Carrión, Quito, 2008.
-          Mis Memorias políticas, 3ra. ed., Editorial de la Casa de la Cultura Benjamín Carrión, Quito, 2012.