Homenaje
a Eloy Alfaro en el 175 aniversario de su natalicio
ELOY ALFARO
Mártir
del deber por la prosperidad y ventura de los pueblos
Peregrino
de la libertad, recorrió la América implorando
adhesión y apoyo a la causa santa que defendía: vencido aquí, triunfante allá,
su vida no fue sino un tejido de dolores
y esperanzas, de sacrificios y heroicidades, de épicos esfuerzos y sangrientos
desastres, sin que jamás el desaliento penetrara en aquel corazón de diamantes… El peligro lo engrandecía y la lucha centuplicaba sus fuerzas de gigante.
José
Peralta
I
No conocía personalmente al general Alfaro, si bien
nuestras relaciones políticas eran antiguas; pero en la Puná recibí un
afectuoso saludo de su parte, en contestación a un telegrama que el comandante
Serrano le dirigiera, anunciándole nuestro viaje. Apenas atracó nuestro
vaporcito a un muelle de Guayaquil, recibí un abrazo de Ullauri y otros
cuencanos que estaban en dicho puerto; y por ellos supe del mal sesgo que la
triunfante revolución tomaba, respecto de reformas sociales. Alfaro no conoce
ni al país ni a sus hombres ‒me dijo Ullauri‒ y está rodeado de gentes
adversas al radicalismo, o que sólo piensan sostenerse en el poder por medio de
componendas con el bando caído.
Un
edecán del Jefe Supremo cortó las confidencias de Ullauri: dióme la bienvenida,
de parte del general Alfaro, y me invitó a pasar inmediatamente a palacio,
donde se me aguardaba. Apenas me tomé el tiempo indispensable para cambiar de
vestido, y fui a ver, por primera vez, al infatigable y heroico campeón del
liberalismo, al hombre que había consagrado toda su vida y sacrificado su
fortuna a la redención del pueblo ecuatoriano.
Recibióme
cordialmente, y manifestó extrañeza de que fuese aún joven, pues me había
creído de mayor edad, a juzgar por mis escritos. Departimos unos momentos sobre
la situación de las provincias del Sur y la necesidad que tenían de auxilios
inmediatos para libertarse de sus opresores; y tuve la satisfacción de
conocer el entusiasmo con que el Jefe Supremo acogía mi solicitud, juzgándola
urgente y de suma utilidad para el afianzamiento del partido liberal en toda la
república.
Despedíme
lleno de esperanzas, después de haber sido invitado para la comida por la
noche, con cuya oportunidad me presentaría el Jefe Supremo al general Vernaza,
quien se encargaría de la inmediata organización de las fuerzas
expedicionarias al Azuay.
Alfaro
estaba en toda la fuerza de la vida; los treinta años de proscripción y lucha por la libertad, no habían hecho
mella alguna en esa naturaleza formada para las fatigas de la guerra y las
amarguras de la política; y al verlo se comprendía la facilidad con que había
ejecutado esos actos casi inverosímiles que de él se referían, y ante los que
hubieran sucumbido las fuerzas morales y la resistencia física de otros
hombres.
De
inteligencia clara y juicio práctico, miraba las cuestiones con serenidad y en
todos sus aspectos; y rara vez dejaba de ser recto y seguro su golpe de vista,
aun en las más difíciles complicaciones de la vida pública. De alma retemplada
e inquebrantable, ninguna situación, por desesperada que pareciese, lo
desalentaba ni abatía: rugir podían sobre él todas las tempestades, sin que ese
corazón fundido en acero, se conmoviera, ni menos diera entrada ni a un átomo
de vacilación o cobardía. El valor, rayano en temeridad, era uno de los
defectos capitales de Alfaro: todos sus desastres los debió a esa ciega confianza
en sus propias fuerzas, a esa falta de saludable prudencia ante invencibles
dificultades; y se arrojó muchas veces a empresas tan audaces, que no pudo
menos de cosechar fracasos lamentables, catástrofes altamente perjudiciales a
la misma causa que el temerario Campeón defendía. Para Alfaro no había
obstáculos irremovibles: el valor y energía pesaban mucho, muchísimo, en la
balanza de los sucesos, según su concepto; y la suerte de las naciones dependía,
no sólo de la rectitud de quienes las dirigían, sino de la firmeza y constancia
empleadas en pulverizar toda rémora, de cualquier naturaleza, que se opusiera
al avance de la civilización y el progreso. Contradecirle en sus planes, era
casi siempre infundirle la resolución de ejecutarlos con premura: cuando aceptaba
observaciones en contra, era porque el mismo abrigaba dudas acerca de la
conveniencia o eficacia del proyecto discutido. Hacerle cambiar de opinión,
sobre todo en asuntos militares, era obra de tino y habilidad; pero cuando las
objeciones así presentadas, eran claras y firmes, se daba a partido y acogía el
parecer de sus amigos.
No era
grande la ilustración de Alfaro, pero conocía la Historia, la Filosofía moderna, las
ciencias jurídicas, etc., y manejaba la pluma, si no con el primor de un
literato profesional, con sencillez y pureza admirables, dado el poco ejercicio
que había tenido en esta clase de labores. Todo lo escribía de su mano, a lápiz
y en pequeñas cuartillas numeradas; y, apenas terminado el trabajo, congregaba
a sus amigos para que lo leyeran e hiciesen las indicaciones convenientes.
Enseguida entregaba las cuartillas a uno de los ministros, diciéndoles siempre:
“Ponga Ud. todo esto en castellano”...
Mensajes, proclamas, decretos, todo lo que Alfaro suscribió en su larga vida
pública, fue obra suya; salvo ciertos indispensables retoques y correcciones
debidos a sus Secretarios, únicamente en lo que miraba a la forma del
documento.
En lo
que sobresalía Alfaro era en sus virtudes y alteza moral: ese cuerpo pequeño,
tan distante de la procerosa estatura de los héroes, abrigaba un alma regia, un
espíritu de verdadero gigante, inaccesible a las villanías y bajezas que
constituyen la degeneración y raquitismo psicológico en nuestra especie. Su
grandeza de alma excluía todo rencor y venganza contra el enemigo: el olvido de
la injuria, el perdón de los errores, la clemencia para el vencido, los brazos
abiertos para el que se arrepentía, la tolerancia y la misericordia para
todos, eran actos diarios, hechos que Alfaro repetía por costumbre y sin
darles valor ni importancia. El desinterés llevado al último extremo, hacíale
mirar el dinero con la mayor indiferencia; y se complacía en distribuirlo
entre los pobres y los desheredados, entre todos los que a él acudían en
demanda de un socorro. Puro en el manejo de las rentas públicas, la pobreza en
que murió, y el estado precario de su familia, son el más elocuente mentís a la
procacidad de los que han pretendido echar sombras sobre su probidad sin
ejemplo.
Leal y
caballero, jamás se manchó con la mentira ni el disimulo: presentábase siempre
sin doblez ni ocultas miras; y cuando hablaba, había que darle crédito, porque
odiaba la falsía; cuando estrechaba la mano de una persona, era muestra sincera
de amistad y aprecio, porque era enemigo de hipócritas y felones, condenador
implacable de intrigas y acechanzas canallescas. La austeridad de su vida
privada tocaba en el ascetismo; y ni sus más desaforados calumniadores han
podido ponerle ni un lunar a la historia íntima del Caudillo del radicalismo
ecuatoriano.
He ahí
al hombre que ‒impuesto por el pueblo, y a pesar de las gestiones de muchos
políticos guayaquileños en contrario‒ estaba al frente del movimiento
regenerador del país; pero iba a topar con la dificultad de no conocer bien a los hombres que le
rodeaban, de los que algunos, la víspera misma de su elevación al poder,
habíanse contado entre sus enemigos más pertinaces y formidables. La propia
lealtad y franqueza que formaban el fondo del carácter del Jefe Supremo, su
buena fe y confianza proverbiales, venían a ser una firme base de operaciones
para intrigantes, ambiciosos y acaso traidores; y era muy fundado el temor de
que la revolución radical naufragara en los escollos que esos malos elementos
de la nueva política habían de levantar por todas partes. Pero fiábamos, por
otro lado, en la firmeza y perspicacia del Caudillo, en la decisión del pueblo
guayaquileño por las reformas liberales, y en las energías de los centros del
radicalismo que combatirían con tesón y denuedo a un statu quo político, y a toda tendencia de regresión al pasado.
Jamás
ningún gobierno se ha visto rodeado de tantos peligros como el del General
Alfaro, en aquellos luctuosos tiempos. El horizonte se nos presentaba lóbrego y
tempestuoso por todas partes; y el toque de somatén conmovía las ciudades y las
más humildes aldeas, convirtiendo en mortales enemigos a todos los pobladores
de la sierra, y aun a buena parte de los mismos habitantes de las costas donde
había surgido la regeneradora Revolución de Junio. Empero, Alfaro no era para
intimidarse ante la amenaza de aquella formidable tempestad: lejos de ello, el
peligro lo engrandecía y la lucha centuplicaba sus fuerzas de gigante; y nunca
lo vi ni más sereno ni más confiado en la victoria, que en los días
precisamente, en que era de esperarse un derrumbamiento próximo de su poder.
Alfaro tenía un alma superior e inaccesible a las vacilaciones e incertidumbres
que engendra el miedo: acometía al peligro con denuedo y en derechura; y casi
siempre conseguía dominar rápidamente la situación más difícil y escabrosa.
Sólo Alfaro pudo apagar la espantosa conflagración, preparada por el
clericalismo; y esto, sin irse a los extremos, sin imitar ninguno de los
bárbaros procedimientos de Caamaño, García Moreno y Juan José Flores; sin
levantar el patíbulo ni echar mano del tormento, antes bien, con el perdón a
los vencidos, con la tolerancia a los eclesiásticos más revoltosos, con la
generosidad aun para los enganchados colombianos, a quienes hacía alimentar y
vestir para que se volviesen a su país. Alfaro será siempre un timbre de gloria
para el Ecuador, por sus altas prendas cívicas y militares, por su nobleza y
magnanimidad, por su respeto a la justicia y a los fueros humanos: pasará muy
pronto el torrente de odios y prejuicios que ha intentado manchar y sepultar su
memoria; y la rectitud de la historia lo recomendará a la admiración y al
aplauso de las generaciones futuras.
Alfaro
no tuvo un momento de reposo: apenas apagaba un incendio, ya las cenizas
chisporroteaban al menor soplo; apenas cesaba el fragor del cañón, ya los ecos
del arma fratricida se repercutían por las fragosidades de la sierra y
alarmaban de nuevo la república. Cuando más se afirmaba que estaban ya fenecidos
los odios de bandería, encruelecidos con las derrotas, aguzaban el hierro en el
silencio y en la sombra; y buscando nuevo apoyo allende las fronteras, para
tornar a la guerra, terrible, asoladora, sin cuartel, como antes; para poder “pasear
el patíbulo del uno al otro confín de la república lavando con sangre las
manchas impresas por el liberalismo”, como escribía uno de los corifeos de tan
impía cruzada.
Apenas
se disparó el último tiro, Alfaro puso la mano en el perfeccionamiento de su
obra política; pero, ya era demasiado tarde: tuvo que resignar el poder, dando
ejemplo de respeto a los preceptos constitucionales. Y no vio llenado por
completo, el anhelo de toda su vida: la consolidación firme e inamovible de la
verdadera democracia, sobre la tolerancia más amplia y la más irrestricta
libertad, al amparo de la ley y la justicia, únicas soberanas de la república.
Alfaro quería hacer mucho bien a su patria; pero la tenaz y sangrienta guerra
que le movió el tradicionalismo, dejó sin efecto ese cúmulo de grandiosos y
patrióticos proyectos. El ciego furor de los tradicionalistas fue la causa
única de mal tan grande…
II
Se ha
repetido insistentemente por la prensa conservadora y en la placista, que el
general Alfaro fue un revolucionario incorregible, luchador de profesión,
ambicioso tenaz, enemigo del orden, etc.; pero nada más falso, nada más
infundado que este grave cargo que el odio político aduce todavía contra el
fundador del radicalismo ecuatoriano. Cierto es que luchó sin tregua ni
descanso, durante treinta largos años contra la teocracia que oprimía a su
patria; cierto es que consumió su fortuna y su vida por extirpar el despotismo
conservador que nos había convertido en rebaño de siervos, degradados y sumisos;
cierto es que consagró todas sus energías a fundar en el Ecuador una democracia
práctica, a elevar a la nación a las alturas de la libertad y el progreso
modernos; pero tan gigantesca y patriótica labor, lejos de confirmar el
calumnioso cargo mencionado, lo confuta y destruye. En efecto, no puede haber
orden sin libertad y justicia, no puede haber paz sin el irrestricto imperio de
las leyes y el derecho; y esto es precisamente lo que anhelaba el general
Alfaro, esto lo que buscaba a través de sus fatigas y sacrificios, en aquella
prolongadísima campaña contra el despotismo. Buscaba la paz y el orden y la paz
dignos de un pueblo libre y conforme a la civilización del siglo.
Nadie
acaso como yo, puede testificar el horror que Alfaro tenía a las revoluciones,
puesto que fui depositario de sus importantes secretos, relativos a subvertir
el orden, durante el gobierno del general Plaza. Muchas veces tuvimos todo
preparado y a punto para derrocar al ingrato; muchas veces llegamos a contar
aun con buena parte de la fuerza armada que no dejaba de querer y venerar al
Viejo Jefe que había creado el ejército; pero todas nuestras gestiones venían a
escollar siempre en la porfiada negativa de Alfaro, en su firme propósito de no
librar jamás la suerte del país al azar de las armas, en una contienda civil,
por justa que pareciese.
|
Eloy Alfaro y José Peralta a su izquierda en una demostración militar, 1900. |
Haré
notar aquí, que ni un momento, en su larga vida política, abandonó Alfaro la
idea de que moriría asesinado: era en él, no sólo un presentimiento, sino la
convicción profunda de que la misión que se había impuesto, no podía tener otra
terminación que el martirio; por lo mismo que para realizar sus ideales
patrióticos, había de herir, tanto los arraigados intereses de los antiguos
dominadores del pueblo, con las concupiscencias de los ambiciosos que se
apresurarían a querer recoger el fruto de las victorias del radicalismo e
imponerle nuevas cadenas a la república. Varias ocasiones intenté combatir esta
que yo llamaba preocupación; pero en vano. Vile al Viejo plenamente convencido
de su destino, contemplarlo como si lo tuviera ya delante, con serenidad y aun
pudiera decir con satisfacción, cual si fuera el premio único que aguardaba, y
que habían de discernirle sus propios enemigos; ¡los que, creyendo vengarse, le
abrirían las puertas de la inmortalidad!
Cuando
se halló casi agonizante con su afección cardiaca en 1909, sin duda
comprendiendo mis temores de un próximo y fatal desenlace, díjome sonriendo
tristemente:
‒Amigo
mío, no se aflija Ud.: aún no ha llegado la hora, y esto pasará. Y luego,
bajando la voz agregó: ¡Yo moriré
asesinado!...
Esta
clara visión de su porvenir lo presentaba inconmovible y sereno a todas las
mudanzas de la fortuna, y hacíalo superior aun a los achaques de su envejecida
naturaleza. Esa alma vigorosa y convencida de su misión, contemplaba los
mayores peligros sin alterarse; y no tenía más mira ni otro móvil en sus actos,
que el cumplimiento del deber que sobre ella pesaba, en orden a la suerte y
progreso de la patria. Si Alfaro, al principio de su carrera política, tuvo
nobles ambiciones, anhelos de gloria, de aplauso popular, de mando y poder, en
los últimos años de su vida aun esos sentimientos habían ya enmudecido. Para él
no había ya otro deseo que seguir adelante en su camino, laborando
preferentemente por el bien común y la felicidad ecuatoriana, con la fe firme
de que al término de su redentora misión, toparía indefectiblemente con la
cruz, que le estaba reservada; pero también lleno de esperanza en que la
posteridad le haría justicia y lo contaría entre los grandes mártires del
deber, entre las nobles almas que voluntariamente se ofrecen como sacrificio
para la prosperidad y ventura de los pueblos.
González Suárez ha dicho que Alfaro tenía ribetes de grande hombre; y yo afirmo que la
naturaleza le había dotado de tan extraordinarias prendas, que en un teatro más
vasto se habría elevado a inconmensurable altura. Alfaro, en su cuerpo
desmedrado y pequeño, encerraba un alma de gigante; alma de héroe y tratadista
de visión luminosa; alma cuyos quilates sólo podrá apreciar la posteridad,
libre ya de los prejuicios y pasiones del presente.
Alfaro
no era católico: alma elevada y enérgica, ilustrada e independiente, estaba
muy por encima de esas creencias inventadas por el sacerdocio; de esos dogmas
incompatibles con la razón, y de los que ni la teología que los creó, puede
darse cabal idea; en fin, de ese aglomeramiento de supersticiones y vanas
prácticas que componen el fondo y el ropaje de las religiones que decimos
positivas. Alfaro era superior a todo esto; pero no he conocido otro más
profundo y sinceramente religioso.
Para
Alfaro, Dios se mostraba luminoso y visible en todo el universo: ¿cómo podían
dejar de verlo y conocerlo unos seres dotados de razón y sentimiento, que
constituyen los más perfectos órganos de visión para el espíritu? La acción
providencial de igual manera: él veíala extenderse munífica y acuciosa a las
menores palpitaciones de la vida, a la más insignificante transformación de los
fieles, a los más imperceptibles cambios de la naturaleza: ¿quién no
contempla, quién no siente, quién no admira estos paternales cuidados del
bondadoso Creador de las cosas? Ciegos o criminales los que niegan la
providencia, sin cuyo sostén desplomaríase la creación en un instante y se
restauraría el imperio del caos.
De esta
firme creencia deducía la necesidad de reconocer y venerar a la Divinidad, tributándole
homenaje perpetuo, ora de nuestra gratitud en la prosperidad, ora de humilde
resignación en la desgracia; sentimientos que debían nacer del amor y
expresarse siempre por un acto de ardiente adoración al Ser Infinito, de cuyas
manos lo recibimos todo.
Dios,
como Padre común, ha establecido la ley de fraternidad y solidaridad entre los
hombres y, de consiguiente, el respeto recíproco a todo derecho, la sumisión a
toda justicia, la compasión a todo padecimiento, la indulgencia a toda
flaqueza, el perdón a toda injuria, el socorro y la caridad a todas las
necesidades. He ahí el código moral divino, inalterable, universal, eterno,
para la familia humana, y cuyo quebrantamiento produce esos desequilibrios que
llamamos vicios, delitos y crímenes que, a su vez, engendran las desventuras
privadas y públicas que tan frecuentemente lamentamos.
El
hombre no muere totalmente: su envoltura natural se deshace, ya cumplida la
misión de cada uno sobre la tierra, pero el alma sobrevive y es responsable de
sus actos ante la Justicia
infinita que jamás falta ni se engaña.
Jesús
fue verdaderamente el redentor del humano linaje: el Evangelio, la luz y la
vida, la fuente de la libertad y la civilización del mundo; pero la teología y
la ambición sacerdotal tomaron otro camino diametralmente opuesto al del
Mesías, hasta extraviar y falsificar el cristianismo...
He aquí
la filosofía religiosa y moral de Alfaro, tal cual pude conocerla en varias
íntimas conversaciones sobre la materia; y a estos principios arreglaba todos
sus actos con un fervor y disciplina de verdadero creyente. Tenía mucho de ese
fatalismo teológico que todo lo hace depender de la voluntad divina; y tan
persuadido de su misión que se abandonaba en manos de la providencia, si bien
nunca dejó de poner todos los medios necesarios a la consecución del fin que
esperaba confiado.
III
Llevando
en el alma, a modo de fuego inextinguible y sacro de las vestales, un amor sin
límites a su patria y la fe más inquebrantable en su misión libertadora,
lanzóse a la ardua labor de redimir a un pueblo; y luchó sin tregua ni descanso
durante toda su larga existencia, para realizar sus patrióticos y humanitarios
votos. Peregrino de la libertad, recorrió la América implorando adhesión y apoyo a la causa santa que defendía: vencido aquí,
triunfante allá, su vida no fue sino un tejido de dolores y esperanzas, de
sacrificios y heroicidades, de épicos esfuerzos y sangrientos desastres, sin
que jamás el desaliento penetrara en aquel corazón de diamantes. Para el
impertérrito y convencido varón, la misma gloriosa derrota de Jaramijó no fue
sino la aurora del triunfo, el vaticinio más seguro de la libertad de la
patria.
Y venció en la desigual y sangrienta
lucha; la constancia y el valor heroico, la convicción y el patriotismo del
caudillo ahogaron la tiranía y la hierocracia, y surgió el Ecuador a la vida de
la luz y de la libertad verdadera. Moribundo el monstruo, acometió todavía a su
vencedor en múltiples y cruentas convulsiones que sembraron de ruinas y
escombros nuestro suelo; mas fueron vanos todos sus furores ante la invencible
energía de Alfaro, y la regeneración ecuatoriana siguió su camino triunfal, con
aplauso de todas las naciones de América.
Dedicóse Alfaro a la reforma de las
instituciones y a promover el progreso de su país, después de haber combatido
con la espada a los mantenedores de prejuicios y preocupaciones, de tiranías y
tradicionalismos afrentadores de la humanidad; y en tan difícil labor manifestó
el mismo constante ardimiento, la misma intrepidez incontrastable, la misma fe
creadora que cuando cruzaba los mares y las montañas, seguido de sus valientes
camaradas, en demanda de la muerte o de la libertad de sus hermanos.
Y las
leyes ecuatorianas consagraron la libertad de conciencia y de cultos, del
pensamiento y de la enseñanza, de la prensa y de la palabra; las leyes ecuatorianas
colocaron el matrimonio bajo su protección directa, como que es el fundamento y
la base de la sociedad; las leyes ecuatorianas proscribieron el fanatismo y la
superstición, las penas inquisitoriales y el verdugo; las leyes ecuatorianas
reprimieron el poder eclesiástico y la envenenadora acción del monaquismo; las
leyes ecuatorianas proclamaron la
inviolabilidad de la vida y el hogar; en una palabra, despedazaron todos
esos hierros con que el interés hierático y la ambición de los déspotas habían
maniatado el alma del pueblo ecuatoriano.
Alfaro
vio que para cimentar su obra era menester difundir las luces, y multiplicó las
escuelas y los colegios, los planteles de artes liberales y de oficios
mecánicos, dándoles el sello de establecimientos laicos y libres de toda
influencia deletérea. Vio que era menester crear maestros para el día de
mañana, propagadores de las nuevas ideas, que en lo sucesivo habrían de
regenerar y redimir a la muchedumbre, y fundó las escuelas normales y mandó
centenares de jóvenes a Europa y Norte América para que adquiriesen
conocimientos en todos los ramos del saber humano. Alfaro no limitaba sus
afanes al presente: preparaba también trabajadores y apóstoles para el
porvenir.
En el
orden material, realizó lo que sus antecesores habían tenido por imposible.
Unió, mediante el ferrocarril más atrevido de América, la capital con la costa;
principió otros ferrocarriles destinados a llevar la prosperidad a regiones
abandonadas; abrió caminos y embelleció ciudades; construyó palacios y fomentó
las industrias y el comercio; cuadruplicó las rentas públicas y restableció el
crédito; en fin, sentó las bases de un futuro de prosperidad y de grandeza
envidiables para la república.
Generoso
y magnánimo, tuvo muchas veces en sus manos a sus peores enemigos y su venganza
única fue el perdón y el olvido. Tomó ciudades rebeldes a sangre y fuego; y en
el instante mismo proclamó siempre la amnistía más amplia, la protección más
decidida a la vida y los bienes de los rebeldes. El rencor jamás anidó en su
noble pecho; nunca la venganza y la crueldad mancharon sus triunfos. Multitudes
de prisioneros tuvo, después de sangrientas batallas en que había perdido
amigos, y sin embargo, siempre compasivo y noble, distribuía dinero y vestidos
a sus adversarios de la víspera y les ponía en completa libertad.
En su
vida privada, ejemplo de virtudes y de hidalgo comportamiento; en la vida
pública, modesto a pesar de su gloria, magistrado sin tacha y modelo de buenos
ciudadanos: ese era Eloy Alfaro.
|
Con sus hijas e hijos: América, Colón Eloy, Esmeralda, Olmedo, Colombia y su esposa Ana Paredes. |
Pero
el rencor de los fanatismos y de las tiranías es inmortal: no perdona jamás al
que ha tenido la osadía de herirlos. Alfaro,
invencible con la espada en la diestra, fue sin cesar combatido por la
calumnia y el dicterio, por la difamación soez y el insulto villano; la
traición y la envidia se aliaron para abrir abismos a los pies del Reformador;
el odio hierático ardía como incendio entre las inflamables turbas, y las
ambiciones más rastreras soplaban a la continua en aquel fuego preparado para
devorar al vencedor de la teocracia. –Me asesinarán –me dijo varias veces‒ ¡pero mi sangre los ahogará y cimentará el
liberalismo!
Toda misión redentora es predestinación
al martirio; y Alfaro se veía desde mucho antes dentro de esa como penumbra
que proyectan siempre los pensamientos
funestos.
A
Eloy Alfaro le faltaba también el martirio; su misión habría carecido del sello
grandioso sin el trágico fin de todos los benefactores del linaje humano.
Grande por sus hechos y servicios a la patria, grande por sus virtudes
personales, necesitaba el pedestal de los grandes hombres, sobre el que se
yerguen y dejan admirar de todas las posteriores generaciones. Alfaro, sin el
horroroso martirio del 28 de Enero de 1912, acaso se habría confundido con
otras celebridades nuestras que, a pesar de sus méritos no han conseguido
conquistarse la primera fila en la historia de su país; pero los mismos que
ansiaban exterminar y anonadar al Reformador y al Héroe, los mismos que
profanaron su cadáver y lo redujeron a cenizas, han contribuido eficazmente a
la inmortalidad del Fundador del Liberalismo ecuatoriano. Ellos, son los
obreros providenciales que han colocado la piedra angular sobre la que no muy
tarde se elevarán los monumentos consagrados por la gratitud nacional a la
memoria del mártir. Ellos, ellos los que, lejos de haber logrado borrar con su
sangre y horrores el nombre ilustre de Eloy Alfaro, lo han grabado en páginas
más duraderas que el mármol y el bronce; pues crimen tan enorme ha conmocionado
a todas las naciones y hecho que la fama pregonara de confín a confín, los
merecimientos y virtudes de la víctima. La maldición universal contra los
asesinos es la primera nota del himno perenne que ella entona en loor de sus
mártires; y esta misma fúnebre reunión de personalidades tan escogidas, está
probando que el duelo por la muerte de Alfaro traspasaba los límites de su
patria y halla eco y condolencia en todas las naciones civilizadas y libres.
Sí, mis sentimientos no me ciegan; la América latina está de pésame, porque Eloy Alfaro
llevaba dentro de sí toda la grandeza de los ideales latinoamericanos, todas
las aspiraciones de este Continente,
para quien está ya brillando la aurora de un porvenir de opulencia y primacía.
Alfaro
nos dejó un país floreciente y próspero, en que el trabajo contaba con segura
protección, la industria con estímulos, el proletario con fraternidad y apoyo;
un país que desenvolvía rápidamente sus energías, mostraba al mundo sus
ingentes y naturales riquezas aún no explotadas, abría caminos que facilitaran
y extendieran su comercio y el beneficio de nuestros fertilísimos campos, de
las minas y bosques con que pródiga la
naturaleza ha dotado a las comarcas ecuatorianas; un país, en fin, que había
entrado de lleno en las vías del progreso y avanzaba a largos pasos anhelando
ponerse al nivel de las naciones vecinas, más adelantadas y felices.
Alfaro
nos dejó una Nación altiva y pundonorosa, cuyo patriotismo y valor había puesto
a raya la ambición de sus vecinos; Nación que en 1910 se puso en pie, como un
solo hombre, para defender la integridad
del territorio y el honor de la bandera, resuelta a derramar la última gota de
su sangre en tan justa como necesaria contienda. Alfaro salvó a la República de aquel
peligro, cuando estaba a punto de perder el territorio amazónico, a causa de un
fallo arbitral reñido con la justicia. Sin la enérgica actitud del Caudillo
liberal, sin su ardiente patriotismo e indomable valor, sin esa fe
incontrastable en el buen éxito con que procedía en todas sus más difíciles
empresas, sin esa tenacidad heroica que sólo él poseía, el Ecuador sería hoy la Suiza de la América, como el Ministro
de Estado español quería que fuese; y la Historia no registraría los gloriosos rasgos que
caracterizaron entonces a nuestro pueblo, quien supo colocarse a la altura de
los más patriotas y abnegados del mundo. Alfaro fue el que puso término
decoroso al inexplicable tratado Espinosa‒Bonifaz; y sentó definitivamente la doctrina de
que no es materia de arbitraje la soberanía sobre territorios necesarios para
la vida y desarrollo de la
República. Alfaro fue quien declaró a las potencias
mediadoras que, en ningún caso y bajo
ningún pretexto, podía el Ecuador ceder ni un palmo de su territorio a nadie; y
que ni las más poderosas naciones podían intervenir en nuestras controversias
sobre límites, menos imponernos la manera de solucionarlas. Y hoy vemos con
amargura y despecho cercenado en demasía territorio de la patria, con el
especioso argumento de la necesidad de cimentar la paz y la armonía con nuestro
antiguo aliado del Norte, al que no se le desligó, en consecuencia, de la defensa conjunta, a que estaba obligado,
no sólo por el interés común, sino también por pactos expresos.
La hora
de la justicia ha llegado; pero, lo repetimos, no basta glorificar al Regenerador
ecuatoriano, dedicándole monumentos y entonando himnos a su memoria; sino que
es preciso cumplir sus patrióticos anhelos, llenar en lo posible su vasto y
grandioso programa político y administrativo, como condición de progreso,
libertad y ventura para el pueblo; continuar su labor civilizadora sin
detenernos ante los obstáculos que el tradicionalismo nos oponga; y eternizar
así el nombre del Varón ilustre que
marcó el punto inicial de la regeneración ecuatoriana.
Es
menester unirnos en este grande y noble pensamiento, dar de mano todo
caudillaje y ambición personal o de círculo, volver al culto ferviente de los
principios y doctrinas que han civilizado y redimido al mundo, sacudir la
inercia y pronunciar el milagroso ¡Surge!
al oído de las masas trabajadoras que, si bien abatidas por el sufrimiento y el
malogro de sus legítimas aspiraciones, llevan en si un germen inextinguible de actividad y
virtudes, de valor y nobleza, que les hacen capaces de los mayores prodigios en
pro de la República,
siempre que llega al caso de servirla. Y esa voz de resurrección, esa
iniciativa salvadora de nuestras orientaciones políticas y sociales, deben
venir de los mismos gobernantes, si es verdad que componen una administración
liberal y patriótica; deben venir de todos los que forman en las filas del
radicalismo doctrinario y puro; deben venir de todos los que anhelan
sinceramente la regeneración y el engrandecimiento del Ecuador; deben venir de
todos los admiradores de Eloy Alfaro que desean perpetuar su nombre a través de
las edades, ya que ningún monumento pudiera ser más imperecedero y glorioso,
que la redención y completa grandeza de un pueblo.
Este es
nuestro deber ineludible; prometamos cumplirlo como el mejor homenaje al
Caudillo mártir, como testimonio elocuente de nuestra incontrastable adhesión a
los principios que Alfaro proclamó en toda su gloriosa existencia, como prenda
segura de que jamás abandonaremos el servicio de la santa causa de la
democracia. Y no nos arredren el naufragio lamentable de ciertos caracteres, la
claudicación de los unos, la traición de los otros, la actitud vacilante o
cobarde de muchos. Unámonos ante las venerandas cenizas de Alfaro, y reasumamos
la misión sagrada de proseguir y dar término a la grandiosa empresa de
transformar al Ecuador en un pueblo libre, próspero y feliz. He ahí nuestra
obligación. ¡Radicales; pongámonos en pie, y obremos!