Inmolación de Vargas Torres[1]
Y,
en efecto, no se hizo esperar la protesta armada contra la tiranía del
conservadorismo acaudillado por Caamaño; remedo sanguinario, pero ridículo,
del héroe-mártir, macheteado por
Faustino Rayo, el trágico seis de agosto.
Caamaño
-ya lo he dicho en varios de mis escritos- fue pequeño en todo, aún en el
crimen: ni la inteligencia gigante de García Moreno, ni su elevación de alma y
alteza de miras, ni su habilidad y tacto político, ni su carácter y valor
inquebrantables, nada en fin de lo que el gran tirano poseía para dominar un
pueblo, tenía don José María Plácido que soñó en imitarlo. Oprimió al país, lo
vejó de todas maneras, despedazó las leyes y la constitución a cada momento,
escarneció y pisoteó los fueros de la humanidad sin escrúpulo alguno, asesinó,
robó, acanalló la política, aduló al clero, sostuvo sobre sus hombros la
intolerancia y el fanatismo; pero todos sus actos llevan el sello de la degeneración
y el raquitismo moral, un aspecto caricaturesco de la tiranía garciana, un
carácter distintivo de bajeza y vulgaridad aún en la misma tragedia. Caamaño es
el déspota deslayado y pigmeo: jamás alcanzó otro rol que el de los criminales
comunes.
Eloy
Alfaro, el incansable luchador por la regeneración ecuatoriana, alzó bandera
contra la teocracia imperante; y sostuvo, con varia fortuna, esa larga y
heroica lucha que no terminó sino con la caída de Caamaño. Partidarios
decididos y entusiastas de la revolución, nada podíamos hacer por ella mis
amigos y yo; puesto que, aparte de ser
tan pocos, carecíamos de todo elemento para secundar de algún modo la magna
empresa del heroico Alfaro.
Grupo de montoneros liberales liderados por el coronel Luis Vargas Torres (en el centro) |
Sobrevino
el desastre de las armas liberales en Loja; y fueron conducidos los
prisioneros a Cuenca, donde debían ser juzgados por sus mismos vencedores, en
consejo de guerra verbal como traidores a la república. En cuanto los presos
llegaron se dio orden de prisión contra el coronel Ullauri y contra mí; pero,
de tal manera se condujeron las autoridades, que hicieron que la noticia nos
llegara antes que la escolta que había de capturarnos. Se veía claro que lo que
deseaban era únicamente que fugásemos del lugar; y luego supimos que la
maniobra obedecía a evitar que nos presentáramos a defender, en calidad de
abogados a ciertos presos que habían manifestado que contaban con nuestros
servicios profesionales.
Los
doctores Emilio Arévalo[2] y Moisés
Arteaga,[3] más
afortunados o tolerados que nosotros, obtuvieron la gracia de hacer la defensa
de aquellos infelices; pero el coronel Luis Vargas Torres rehusó cortésmente
el ofrecimiento de los referidos letrados, y se encargó él mismo de poner en
claro la justicia con que se había rebelado contra un régimen inicuo y
afrentoso para la patria. La defensa fue brillante: los defensores agotaron sus
esfuerzos para que triunfaran la Constitución y la Justicia; pero todo fue
en vano: la consigna de los esbirros que componían el tribunal, era determinada
y precisa; y los prisioneros fueron condenados a muerte, a pesar de que ya no
existía la última pena para los delitos políticos. Sólo el comandante Mariano
Vidal salvó su voto,[4]
apoyándose en la Constitución; y ese
acto de honrada independencia le concitó la odiosidad y desconfianza de sus
superiores, al extremo de ser sometido a consejo de guerra, algún tiempo
después y bajo un fútil pretexto. Yo fui el defensor del comandante Vidal en
aquel inicuo juicio, en el que el acusador, comandante Lozano, ¡llegó a pedir
la pena capital para mi defendido...!
Contra
lo que se temía, la pena no se ejecutó en muchos meses; y, cuando todos
esperábamos un generoso indulto, principió el rumor de que sólo el coronel
Vargas Torres iba a ser sacrificado. Pusímonos todos en acción para salvar a la
víctima de cualquier manera; y el joven Ezequiel Sánchez -que tenía su almacén
junto al cuartel donde guardaba prisión Vargas Torres- aceptó el peligroso
encargo de sobornar la guardia y hacer fugar al condenado. Un hermano de éste y
Aparicio Ortega manejaban aquel importantísimo negocio, pues el coronel
Ullauri, Rafael Torres y yo, continuábamos ocultos, a causa de habernos
notificado la autoridad de policía que se nos reduciría a prisión, en cuanto
nos dejásemos ver en público.
En
los primeros días de marzo se había conseguido establecer inteligencias con la
tropa; y el día doce por la noche, todo estuvo preparado para la fuga. Con la
complicidad de dos oficiales, Sánchez embriagó por completo a la guardia, y
obtuvo que hicieran de centinelas los soldados comprometidos. El mismo entró
hasta el calabozo y le dijo, a Vargas Torres que la salida estaba franca, que
su hermano estaba al volver de la esquina con buenos caballos, que nosotros lo
guiaríamos desde las afueras de la ciudad, y que no había un minuto que perder.
-Dé
Ud. las gracias a los amigos que por mí se interesan -contestó aquel joven
indomable- pero sería indigno que yo fugara, dejando a mis amigos en las gradas
del patíbulo. ¡No: aquí me encontrarán los verdugos, si no logro huir con todos
los míos!
-¡Imposible!,
imposible la huida de todos -replicó Sánchez, en el colmo de la estupefacción.
-Pues,
me quedo -dijo tranquilamente el preso, y se sentó.
-Reflexione
Ud. en que sus compañeros no corren peligro alguno, porque Caamaño no quiere
otra víctima que Ud. -repuso Sánchez.
-Lo
sé; pero, como hay necesidad de sangre para apagar la sed de estos hombres, a
falta de la mía, verterán la de uno de mis amigos; y sería criminal salvarme
con el sacrificio de un compañero de armas y desventura. No hay que pensar en
ello: mil gracias por su empeño, pero me quedo. Salga Ud., no sea que se
comprometa por servirme -terminó, empujando suavemente a Sánchez fuera
del calabozo.
Algo
de lo ocurrido debió haberse traslucido, porque al día siguiente fue trasladado
Vargas Torres a otro batallón que mandaba el coronel Floresmilo Zarama, hoy
general del ejército de Colombia. Dicho coronel era mi amigo y le escribí que
deseaba verlo con urgencia: le di cita para la hacienda de Monay, propiedad del
suegro de Ullauri, y donde nos reunimos con este amigo, Rafael Torres, Luis
Vega Garrido, José María Ortega y yo, en espera de Zarama. Llegó a poco dicho
jefe, y le hablamos sin ambages de nuestro interés por salvar la vida de Vargas
Torres; y tuvimos la satisfacción de oírle que abundaba en los mismos deseos, y
que se opondría a la ejecución de una pena tan inconstitucional como
innecesaria, mientras no se resolviera el recurso de gracia que ese mismo día
le habían hecho firmar al preso. Además nos ofreció interponer su valimiento
para con el gobierno, a fin de que la pena fuese conmutada, pues no era de
esperarse el indulto por varias causas, entre ellas, un folleto sangriento que
Vargas Torres había publicado contra el jefe de la nación, según nos dijo.[5]
Bastante
tranquilizados con estas promesas, seguíamos, sin embargo, tocando otros
resortes para evitar aquel asesinato; pero los días pasaban rápidos, sin que recibiéramos
ninguna noticia halagadora de la capital, como lo esperábamos, hasta que el 18
de marzo corrió la voz de que se había negado la conmutación de la pena y que
Vargas Torres sería fusilado en el cumpleaños del presidente. Acudimos otra vez
a Zarama, quien nos afirmó que había llegado orden de ejecutar la sentencia,
pero que esa orden se había expedido antes de que llegara la solicitud de
gracia, y que por tanto sería aplazada hasta que aquella petición pendiente
fuese resuelta. Y tanto más -añadió- cuanto que el coronel Vega se niega a
efectuar el fusilamiento, aunque el gobierno se empeñe en ello: antes
renunciará el cargo que mancharse con esta sangre, como terminantemente lo ha
manifestado.
Y
esto era verdad: Antonio Vega no era conservador recalcitrante, y por
naturaleza sabía procederes caballerescos, cuando los que le rodeaban no le
hacían obrar, de otra manera; además, era valiente y como tal veía con horror
esas inmolaciones humanas, sin peligro ni gloria de ninguna clase. El 18 de
marzo fue un día terrible para Antonio Vega: se exasperó tanto aún con sus
amigos, empeñados en salvar la religión y
la patria con el ejemplar castigo de Vargas Torres, que dejó por la tarde
la comandancia general, encargándola al coronel Muñoz Vernaza, quien mostraba
mayor interés por el fusilamiento del preso, y no rehuyó las responsabilidades
propias de aquel infame e inútil crimen.
Conocedores
de la índole de Muñoz Vernaza, todo lo creíamos perdido; sin embargo, enviamos
a Aparicio Ortega a casa de don Luis Cordero, para que este señor se interesara
por la víctima y obtuviera de su amigo Caamaño un acto de misericordia. Cordero
acogió con agrado nuestra súplica, pero, cuando quiso comunicarse con el
presidente de la república, dijéronle que el telégrafo estaba interrumpido...
Esta era la consigna que los telegrafistas habían recibido de Muñoz Vernaza,
quien sin embargo, estaba en comunicación directa con Quito.
Agotáronse
todas las influencias posibles para ablandar al comandante general ad hoc, y el crimen se ejecutó en
presencia de la sociedad aterrorizada por tanto anhelo de sangre, y por el
lujo de la barbarie desplegada para derramarla. Todos los prisioneros fueron
obligados a presenciar el sacrificio de su jefe y amigo, y como la víctima
hubiese rehusado los auxilios de la religión, su cadáver fue arrastrado a una
quebrada inmunda, donde estuvo sepultado hasta el triunfo del liberalismo. ¡He
ahí las obras de los defensores de la Iglesia de Jesucristo...![6]
Palacio Municipal de Cuenca de la época: justo en el cuarto arco debajo del reloj fue fusilado Luis Vargas Torres el 20 de marzo de 1887 |
[1] Testimonio
de los hechos dado por José Peralta. Cfr. José Peralta, Mis memorias Políticas, cuarta edición, Editorial de la Casa de la Cultura
Ecuatoriana “Benjamín Carrión”, Quito, 2012, pp. 38-44.
[2] Emilio Arévalo es un distinguido
abogado nacido en Cuenca en el año 1859. Liberal convencido, además de la
defensa de Vargas Torres, también defiende a Felicísimo López, enjuiciado por
sus artículos publicados en el Diario de
Avisos de Guayaquil y prohibidos por el obispo Schumacher. Esta defensa se
publica en folleto en 1890 en la Imprenta Comercial de esa ciudad. Desde un
principio participa en la revolución de 1895. Es elegido senador y diputado.
Antiplacista decidido, interviene en la insurrección de 1906, siendo nombrado
Jefe Civil y Militar de Guayaquil. Alfaro le designa Ministro Plenipotenciario
en Brasil. Es desterrado en la segunda administración de Leonidas Plaza y muere
en Panamá en 1915.
[3] Abogado cuencano, autor de varias
obras de carácter jurídico y político. Arteaga -conjuntamente con Arévalo-
presenta una petición para que sea conmutada la pena de muerte impuesta a
Vargas Torres. La petición es negada por el Consejo de Estado y el presidente
Caamaño.
[4] El sargento mayor Mariano Vidal,
miembro del Consejo de Guerra reunido en Cuenca, en su voto salvado se basa en
el art. 14 de la
Constitución de 1883 que prohíbe la aplicación de la pena de
muerte para los crímenes políticos. Manifiesta además, que la ley que reforma
el Código Militar estableciendo la pena de muerte por tales crímenes, se halla
derogada por esa constitución, dictada con posteridad a la reforma referida.
[5] Zarama se refiere al folleto de
Vargas Torres titulado La Revolución del 15 de Noviembre de 1884 publicado
en Lima en 1885 en la
Imprenta Bolognesi, donde, a la par que defiende con fervor
la ideología liberal, pone de relieve los vicios y los atropellos de Caamaño. Según
el historiador Jorge Pérez Concha -Vargas
Torres, Guayaquil, 1937- el general Salazar, que se halla en Lima, paga y
hace lo imposible para que la publicación del folleto sea retardada y pierda su
oportunidad. Este folleto es publicado por primera vez en el Ecuador en 1984
por la Universidad
de Guayaquil con motivo del primer centenario de la revolución del 15 de
noviembre de 1884.
[6] El cadáver es sepultado en la
quebrada denominada Supai Huaycu. El
testigo presencial doctor Aurelio Ochoa afirma que le comisario Mariano Abad
Estrella impide que el cuerpo del héroe sea colocado en el ataúd proporcionado
por el poeta Miguel Moreno, ya que según su parecer "había que llevarlo a
la expectación pública para ejemplo y escarmiento de los impíos". Ricardo
Márquez Tapia, en un artículo periodístico dice que los grillos que
atormentaron en la prisión a Vargas Torres, fueron empleados para sostener un
cuadro de la Dolorosa
que el sacerdote Julio Matovelle manda a colocar en las breñas del Tahual.