viernes, 18 de marzo de 2016

Testimonio de José Peralta sobre la inmolación del coronel Luis Vargas Torres



Inmolación de Vargas Torres[1]


            Y, en efecto, no se hizo esperar la protesta armada contra la tiranía del conservadorismo acaudillado por Caamaño; remedo sanguinario, pero ridícu­lo, del héroe-mártir, macheteado por Faustino Rayo, el trágico seis de agosto.
            Caamaño -ya lo he dicho en varios de mis escritos- fue pequeño en todo, aún en el crimen: ni la inteligencia gigante de García Moreno, ni su elevación de alma y alteza de miras, ni su habilidad y tacto político, ni su carácter y valor inquebrantables, nada en fin de lo que el gran tirano poseía para dominar un pueblo, tenía don José María Plácido que soñó en imitarlo. Oprimió al país, lo vejó de todas maneras, despedazó las leyes y la constitución a cada momento, escarneció y pisoteó los fueros de la humanidad sin escrúpulo alguno, asesinó, robó, acanalló la política, aduló al clero, sostuvo sobre sus hombros la intolerancia y el fanatismo; pero todos sus actos llevan el sello de la de­generación y el raquitismo moral, un aspecto caricaturesco de la tiranía gar­ciana, un carácter distintivo de bajeza y vulgaridad aún en la misma tragedia. Caamaño es el déspota deslayado y pigmeo: jamás alcanzó otro rol que el de los criminales comunes.
            Eloy Alfaro, el incansable luchador por la regeneración ecuatoriana, alzó bandera contra la teocracia imperante; y sostuvo, con varia fortuna, esa larga y heroica lucha que no terminó sino con la caída de Caamaño. Partidarios decididos y entusiastas de la revolución, nada podíamos hacer por ella mis amigos y yo; puesto  que, aparte de ser tan pocos, carecíamos de todo elemen­to para secundar de algún modo la magna empresa del heroico Alfaro.

Grupo de montoneros liberales liderados por el coronel Luis Vargas Torres (en el centro)

            Sobrevino el desastre de las armas liberales en Loja; y fueron conduci­dos los prisioneros a Cuenca, donde debían ser juzgados por sus mismos vence­dores, en consejo de guerra verbal como traidores a la república. En cuanto los presos llegaron se dio orden de prisión contra el coronel Ullauri y contra mí; pero, de tal manera se condujeron las autoridades, que hicieron que la no­ticia nos llegara antes que la escolta que había de capturarnos. Se veía claro que lo que deseaban era únicamente que fugásemos del lugar; y luego supimos que la maniobra obedecía a evitar que nos presentáramos a defender, en calidad de abogados a ciertos presos que habían manifestado que contaban con nuestros servicios profesionales.
            Los doctores Emilio Arévalo[2] y Moisés Arteaga,[3] más afortunados o tolera­dos que nosotros, obtuvieron la gracia de hacer la defensa de aquellos infe­lices; pero el coronel Luis Vargas Torres rehusó cortésmente el ofreci­miento de los referidos letrados, y se encargó él mismo de poner en claro la justicia con que se había rebelado contra un régimen inicuo y afrentoso para la patria. La defensa fue brillante: los defensores agotaron sus esfuerzos para que triun­faran la Constitución y la Justicia; pero todo fue en vano: la consigna de los esbirros que componían el tribunal, era determinada y precisa; y los prisione­ros fueron condenados a muerte, a pesar de que ya no existía la última pena para los delitos políticos. Sólo el comandante Mariano Vidal salvó su voto,[4] apoyándose  en la Constitución; y ese acto de honrada independen­cia le concitó la odiosidad y desconfianza de sus superiores, al extremo de ser sometido a consejo de guerra, algún tiempo después y bajo un fútil pretexto. Yo fui el defensor del comandante Vidal en aquel inicuo juicio, en el que el acusador, comandante Lozano, ¡llegó a pedir la pena capital para mi defendido...!
            Contra lo que se temía, la pena no se ejecutó en muchos meses; y, cuando todos esperábamos un generoso indulto, principió el rumor de que sólo el coronel Vargas Torres iba a ser sacrificado. Pusímonos todos en acción para salvar a la víctima de cualquier manera; y el joven Ezequiel Sánchez -que tenía su almacén junto al cuartel donde guardaba prisión Vargas Torres- aceptó el peligroso encargo de sobornar la guardia y hacer fugar al condenado. Un hermano de éste y Aparicio Ortega manejaban aquel importantísimo negocio, pues el coronel Ullauri, Rafael Torres y yo, continuábamos ocultos, a causa de habernos notificado la autoridad de policía que se nos reduciría a prisión, en cuanto nos dejásemos ver en público.
            En los primeros días de marzo se había conseguido establecer inteligen­cias con la tropa; y el día doce por la noche, todo estuvo preparado para la fuga. Con la complicidad de dos oficiales, Sánchez embriagó por completo a la guardia, y obtuvo que hicieran de centinelas los soldados comprometidos. El mismo entró hasta el calabozo y le dijo, a Vargas Torres que la salida estaba franca, que su hermano estaba al volver de la esquina con buenos caballos, que nosotros lo guiaríamos desde las afueras de la ciudad, y que no había un minuto que perder.

-Dé Ud. las gracias a los amigos que por mí se interesan -contestó aquel joven indomable- pero sería indigno que yo fugara, dejando a mis amigos en las gradas del patíbulo. ¡No: aquí me encontrarán los verdugos, si no logro huir con todos los míos!
-¡Imposible!, imposible la huida de todos -replicó Sánchez, en el colmo de la estupefacción.
-Pues, me quedo -dijo tranquilamente el preso, y se sentó.
-Reflexione Ud. en que sus compañeros no corren peligro alguno, porque Caamaño no quiere otra víctima que Ud. -repuso Sánchez.
-Lo sé; pero, como hay necesidad de sangre para apagar la sed de estos hombres, a falta de la mía, verterán la de uno de mis amigos; y sería criminal salvarme con el sacrificio de un compañero de armas y desventura. No hay que pensar en ello: mil gracias por su empeño, pero me quedo. Salga Ud., no sea que se comprometa por servirme -terminó, empujando suavemente a Sánchez fuera del calabozo.

            Algo de lo ocurrido debió haberse traslucido, porque al día siguiente fue trasladado Vargas Torres a otro batallón que mandaba el coronel Floresmilo Zarama, hoy general del ejército de Colombia. Dicho coronel era mi amigo y le escribí que deseaba verlo con urgencia: le di cita para la hacienda de Monay, propiedad del suegro de Ullauri, y donde nos reunimos con este amigo, Rafael Torres, Luis Vega Garrido, José María Ortega y yo, en espera de Zarama. Llegó a poco dicho jefe, y le hablamos sin ambages de nuestro interés por salvar la vida de Vargas Torres; y tuvimos la satisfacción de oírle que abundaba en los mismos deseos, y que se opondría a la ejecución de una pena tan inconstitucio­nal como innecesaria, mientras no se resolviera el recurso de gracia que ese mismo día le habían hecho firmar al preso. Además nos ofreció interponer su valimiento para con el gobierno, a fin de que la pena fuese conmutada, pues no era de esperarse el indulto por varias causas, entre ellas, un folleto san­griento que Vargas Torres había publicado contra el jefe de la nación, según nos dijo.[5]
            Bastante tranquilizados con estas promesas, seguíamos, sin embargo, to­cando otros resortes para evitar aquel asesinato; pero los días pasaban rápi­dos, sin que recibiéramos ninguna noticia halagadora de la capital, como lo esperábamos, hasta que el 18 de marzo corrió la voz de que se había negado la conmutación de la pena y que Vargas Torres sería fusilado en el cumpleaños del presidente. Acudimos otra vez a Zarama, quien nos afirmó que había llegado or­den de ejecutar la sentencia, pero que esa orden se había expedido antes de que llegara la solicitud de gracia, y que por tanto sería aplazada hasta que aquella petición pendiente fuese resuelta. Y tanto más -añadió- cuanto que el coronel Vega se niega a efectuar el fusilamiento, aunque el gobierno se empeñe en ello: antes renunciará el cargo que mancharse con esta sangre, como termi­nantemente lo ha manifestado.
            Y esto era verdad: Antonio Vega no era conservador recalcitrante, y por naturaleza sabía procederes caballerescos, cuando los que le rodeaban no le hacían obrar, de otra manera; además, era valiente y como tal veía con horror esas inmolaciones humanas, sin peligro ni gloria de ninguna clase. El 18 de marzo fue un día terrible para Antonio Vega: se exasperó tanto aún con sus amigos, empeñados en salvar la religión y la patria con el ejemplar castigo de Vargas Torres, que dejó por la tarde la comandancia general, encargándola al coronel Muñoz Vernaza, quien mostraba mayor interés por el fusilamiento del preso, y no rehuyó las responsabilidades propias de aquel infame e inútil crimen.
            Conocedores de la índole de Muñoz Vernaza, todo lo creíamos perdido; sin embargo, enviamos a Aparicio Ortega a casa de don Luis Cordero, para que este señor se interesara por la víctima y obtuviera de su amigo Caamaño un acto de misericordia. Cordero acogió con agrado nuestra súplica, pero, cuando quiso comunicarse con el presidente de la república, dijéronle que el telégrafo es­taba interrumpido... Esta era la consigna que los telegrafistas habían recibido de Muñoz Vernaza, quien sin embargo, estaba en comunicación directa con Quito.
            Agotáronse todas las influencias posibles para ablandar al comandante general ad hoc, y el crimen se ejecutó en presencia de la sociedad aterro­rizada por tanto anhelo de sangre, y por el lujo de la barbarie desplegada para derramarla. Todos los prisioneros fueron obligados a presenciar el sacri­ficio de su jefe y amigo, y como la víctima hubiese rehusado los auxilios de la religión, su cadáver fue arrastrado a una quebrada inmunda, donde estuvo sepultado hasta el triunfo del liberalismo. ¡He ahí las obras de los defensores de la Iglesia de Jesucristo...![6]

Palacio Municipal de Cuenca de la época: justo en el cuarto arco debajo del reloj fue fusilado Luis Vargas Torres el 20 de marzo de 1887




[1] Testimonio de los hechos dado por José Peralta. Cfr. José Peralta, Mis memorias Políticas, cuarta edición, Editorial de la Casa de la Cultura Ecuatoriana “Benjamín Carrión”, Quito, 2012, pp. 38-44.

[2] Emilio Arévalo es un distinguido abogado nacido en Cuenca en el año 1859. Liberal convencido, además de la defensa de Vargas Torres, también defiende a Felicísimo López, enjuiciado por sus artículos publicados en el Diario de Avisos de Guayaquil y prohibidos por el obispo Schumacher. Esta defensa se publica en folleto en 1890 en la Imprenta Comercial de esa ciudad. Desde un principio participa en la revolución de 1895. Es elegido senador y diputado. Antiplacista decidido, interviene en la insurrección de 1906, siendo nombrado Jefe Civil y Militar de Guayaquil. Alfaro le designa Ministro Plenipotenciario en Brasil. Es desterrado en la segunda administración de Leonidas Plaza y muere en Panamá en 1915.

[3] Abogado cuencano, autor de varias obras de carácter jurídico y político. Arteaga -conjuntamente con Arévalo- presenta una petición para que sea conmutada la pena de muerte impuesta a Vargas Torres. La petición es negada por el Consejo de Estado y el presidente Caamaño.

[4] El sargento mayor Mariano Vidal, miembro del Consejo de Guerra reunido en Cuenca, en su voto salvado se basa en el art. 14 de la Constitución de 1883 que prohíbe la aplicación de la pena de muerte para los crímenes políticos. Manifiesta además, que la ley que reforma el Código Militar estableciendo la pena de muerte por tales crímenes, se halla derogada por esa constitu­ción, dictada con posteridad a la reforma referida.
[5] Zarama se refiere al folleto de Vargas Torres titulado La Revolución del 15 de Noviembre de 1884 publicado en Lima en 1885 en la Imprenta Bolognesi, donde, a la par que defiende con fervor la ideología liberal, pone de relieve los vicios y los atropellos de Caamaño. Según el historiador Jorge Pérez Concha -Vargas Torres, Guaya­quil, 1937- el general Salazar, que se halla en Lima, paga y hace lo imposible para que la publicación del folleto sea retardada y pierda su oportunidad. Este folleto es publicado por primera vez en el Ecuador en 1984 por la Universidad de Guayaquil con motivo del primer centenario de la revolución del 15 de noviembre de 1884.

[6] El cadáver es sepultado en la quebrada denominada Supai Huaycu. El testigo presencial doctor Aurelio Ochoa afirma que le comisario Mariano Abad Estrella impide que el cuerpo del héroe sea colocado en el ataúd proporcionado por el poeta Miguel Moreno, ya que según su parecer "había que llevarlo a la expectación pública para ejemplo y escarmiento de los impíos". Ricardo Márquez Tapia, en un artículo periodístico dice que los grillos que atormentaron en la prisión a Vargas Torres, fueron empleados para sostener un cuadro de la Dolorosa que el sacerdote Julio Matovelle manda a colocar en las breñas del Tahual.

martes, 26 de enero de 2016

28 de enero de 1912: el mayor crimen político todavía impune de la historia republicana del Ecuador



El libro de José Peralta que denunció las causas y los autores del  mayor crimen todavía impune de nuestra historia republicana: la hoguera bárbara del 28 de enero de 1912 [1]

Portada de la cuarta edición

Por consenso nacional Eloy Alfaro es el más grande ecuatoriano de todos los tiempos, reconocimiento que su pueblo lo consolida cada vez más, con fuerza inusitada, por ser el artífice y líder indiscutido de la revolución que transformó nuestra sociedad en las postrimerías del siglo XIX e inicios del XX: para muchos, la única verdadera revolución acontecida en tierras ecuatorianas.

Sin embargo, esa gesta heroica fue precisamente también la causa de su inmolación, cobardemente ejecutada por el contubernio de las fuerzas retrógradas conservadoras y de sus aliados, esos liberales de paso corto que se acomodaron en el poder y no estaban dispuestos a ir más allá de las reformas que el Viejo Luchador pudo concretar en sus dos administraciones. Ya el radicalismo machetero, para su gusto, había ido demasiado lejos y ellos no iban a correr el riesgo de que se afecte a sus sagrados intereses, especialmente la propiedad de la tierra, único camino para la redención de centenares de miles de campesinos e indígenas, parias en su propia patria.

Por esos no ocultos temores, los grandes terratenientes y miembros de las nacientes Asociaciones Agrícolas de la Sierra y de la Costa, los banqueros que amasan fortunas con la especulación del dinero, la prensa conservadora y placista, el Ejército y la Policía corrompidos por el Judas de la revolución liberal, Leonidas Plaza Gutiérrez, principal responsable del holocausto, configuran como si se tratara de un proceso natural, esa santa alianza a la medida de sus conveniencias. Detrás de ellos, la sombra aviesa de un imperialismo en plena emergencia, cumpliendo el presagio del Libertador y anunciando con su silencio cómplice que ya no estaba dispuesto a soportar en su patio trasero gobiernos dignos, defensores de la soberanía nacional y propulsores de la integración bolivariana pospuesta largamente. Al contrario, predispuesto al beneplácito y apoyo tácito o expreso a todos aquellos gobiernos que, aunque carezcan de la más elemental ética, se ajusten a sus expectativas expansionistas, es decir,  a la abrumadora mayoría de gobiernos antipatrióticos y sumisos que han dirigido los destinos de la patria desde entonces.
 
Con esos victimarios confabulados, el desenlace tenía que ser siniestro.

No hay en nuestra historia crimen más bárbaro y más horripilante que aquel acontecido el fatídico 28 de enero de 1912. Sin exageración podría afirmarse que el vía crucis y la agonía de Jesús de Nazareth, narrado por los cristianos y que se recuerda cada semana santa, empalidece frente al protagonizado en las faldas de los Andes ese domingo sangriento a medio día, que Alfredo Pareja Diezcanseco inmortalizara con el apelativo de la hoguera bárbara.

Masacre de protervia sin parangón tenía que generar una obra que esclarezca los hechos, nombre a los culpables y descubra los oscuros hilos con los cuales se fueron entretejiendo los siniestros sucesos, con antecedentes desde el golpe de Estado que depuso de su mandato al General Eloy Alfaro el 11 de agosto de 1911.

Dispuesto a dejar un testimonio que perdure en la memoria de los ecuatorianos sobre crimen tan monstruoso, José Peralta acopia pacientemente los documentos necesarios, especialmente aquellos salidos de las manos de los culpables, para demostrar con una lógica contundente e irrefutable cómo los confabulados tenían por objetivo la desaparición física de quienes podían constituirse en verdadera traba para su afianzamiento en el poder e impedir que conviertan al Estado ecuatoriano en instrumento dócil a sus fines e intereses. Telegramas, cartas, comunicados, manifiestos, artículos periodísticos, defensas publicadas por los señalados como principales culpables y otros documentos son exhumados en fehaciente análisis para reconstruir los macabros sucesos y, al mismo tiempo, mostrar las facetas más oscuras del funcionamiento de la política en la especie humana. “El primordial objeto de este libro es dejar fuera de toda objeción, no solamente la exactitud de los hechos narrados –dice el autor–, sino también la responsabilidad de los que intervinieron en su ejecución”.[2]

Por la memoria de su ilustre amigo y coideario, se había comprometido con la historia a escribir un alegato destinado a las generaciones venideras, para que en indelebles letras quede registrado el padrón de los criminales directos e indirectos, materiales e intelectuales, con toda su perversidad e infamias. Así logra una reconstrucción de los hechos con tal fuerza que hace que el lector sienta su misma indignación y visualice, literalmente, a todos los protagonistas en la ejecución del más execrable de los crímenes, dejando traslucir, simultáneamente, sus más bajas pasiones: el odio, la traición, la venganza, la perfidia y la deshonra.

Como en un guión elaborado para ser trasladado al cine se les ve a todos ellos, cual bestias sedientas de sangre, entretejiendo la intriga, violando las más elementales leyes de todos los códigos humanos, desconociendo las Capitulaciones de Durán, avaladas con las firmas de los cónsules de Estados Unidos y Gran Bretaña como testigos de honor. Todo aquello puesto de manifiesto en el asesinato del 25 de enero en Guayaquil, el del general Pedro Montero y la infamante humillación de sus restos mortales convertidos en despojos, preludiando así, como en repaso anticipado, lo que sería el domingo rojo que hordas similares ejecutarían tres días después en la ciudad de Quito, con el ilegal traslado de los prisioneros. Militares felones y cobardes, políticos antropófagos y ruines, verdugos de espada y galones dorados, carniceros con la banda presidencial en el pecho,[3] en palabras de Peralta, los principales responsables de la inmolación de los siete mártires del radicalismo ecuatoriano.

Ahí están, en toda su mezquindad, el Encargado del Poder Carlos Freile Zaldumbide, su gabinete compuesto por los ministros de la Guerra Juan Francisco Navarro y Federico Intriago, el de Gobierno Octavio Díaz, el canciller Carlos R. Tobar, el General en Jefe del Ejército Leonidas Plaza Gutiérrez, el coronel Sierra. Los oficiales, jefes y soldados del tristemente célebre batallón “Marañón”, los de la quinta brigada de artillería pidiendo al presidente “que los incalificables Eloy Alfaro, Pedro J. Montero, Flavio Alfaro, Ulpiano Páez, y demás y principales cómplices sean pasados por las armas”, la guardia del penal, el arzobispo González Suárez con su cómplice actitud, la prensa azuzando al crimen o justifícándolo con personajes como Gonzalo Córdova, Miguel Valverde, Juan Benigno Vela, los hermanos Viteri Lafronte,  Manuel J. Calle, instigadores de menor rango como el cura de La Merced Benjamín Bravo, etc., etc. No falta nadie: desde el sargento Segura que le dispara a bocajarro al Viejo Luchador en la celda de la serie E del segundo piso del Panóptico y el jefe de la cochera presidencial José Cevallos, hasta las meretrices, beodos y otros personajes de la chusma envilecida por las prédicas de los que odiaban al liberalismo regenerador de la patria y a su caudillo.


 
El populacho arrastrando el cadáver del General Eloy Alfaro

No es el pueblo de Quito el ejecutor del crimen, ni la “justicia popular” o la “justicia divina”, como cínicamente se expresaran entonces Leonidas Plaza, varios conservadores y representantes de la Iglesia:

En los crímenes históricos –sostiene Peralta–, la responsabilidad recae sobre los autores principales de la tragedia, por más que ellos no se hayan dejado ver en la escena; por más que ellos personalmente no hayan hundido el puñal en el pecho de la víctima: ninguno de estos crímenes ha sido ni puede reputarse como anónimo (…)
La Historia ni perdona ni disimula: para ella son responsables, no sólo los que ejecutan el delito, sino también  los que lo conciben y maquinan, los instigadores y los que facilitan la ejecución, los que aprueban y aplauden el hecho delictuoso; y los que pudiéndolo, no lo impiden o evitan”.[4]

Recordaría posiblemente entonces lo que Don Eloy le escribiera años atrás, acerca de las intenciones de Plaza de eliminarlo físicamente, a causa del resentimiento que había envenenado para siempre su alma, por haberle pedido públicamente en 1901 que renuncie a la candidatura de la presidencia de la república:

Cuando anunciaron en Quito que yo había sido asesinado, sucedió que había despedido a un sujeto sospechoso, que averiguado quien era, resultó pertenecer a una familia de asesinos oriundo de Daule: es mulato, cara redonda, de unos 30 años de edad. Le doy la filiación por si acaso se lo echan para allá.
            Que estamos corriendo peligro de ser asesinados, es indudable; pero nadie muere la víspera, me digo, y estar prevenido para castigar al malvado agresor.[5]

Hecho paladinamente confesado por Manuel J. Calle en un artículo publicado el 15 de enero de 1915, en El Grito del Pueblo Ecuatoriano:

Ah, ¿es que no saben que se habla también de la candidatura del señor Antonio Gil, el Intendente desleal que, por confraternidad masónica, dejó escapar a don  Eloy Alfaro de la ciudad de Guayaquil, para que se consumase la trastada de la revolución de Enero de 1906, que tantas desventuras había de traer a la Patria; cuando, desde los últimos meses de Gobierno del General Plaza, tenía la orden confidencial, dada por dicho Plaza de fusilar o ahorcar al Viejo, si éste hacía finta de escaparse? Porque yo no sé que, entonces a lo menos, el señor Plaza le tenía ganas al Anciano Luchador, hasta el punto de desear que le hiciese una revolución para salir de él. Después... no sé.[6]

El plan iniciado por Leonidas Plaza en su primera administración culminaba exitosamente en 1912. Quedan sus propias palabras como estigma, en una carta –reproducida por Roberto Andrade en ¡Sangre! ¿Quién la derramó?– dirigida a Lizardo García: “Muy difícil, me parece –le dice– que existan militares alfaristas en los cuarteles en la depuración que he hecho en cuatro años de una dedicación esmerada en el asunto”.  El objetivo fundamental, está claro, era eliminar totalmente a los jefes militares alfaristas y quitarle al Ejército cualquier residuo revolucionario. En vísperas de los horrendos hechos de enero de 1912, se reparten en Quito hojas sueltas con la nómina completa de todos los que debían ser  pasados por las armas por la espalda, previa formal degradación.

Y después de los crímenes de enero, más crímenes. Por la desmedida ambición de controlar el poder, prosigue la carnicería: el general Julio Andrade, en marzo, luego el coronel Valles Franco. Más tarde, masacres contra los alfaristas sublevados en armas en varias regiones del país. Y como los desafectos al régimen podían estorbar los planes de la plutocracia y de los terratenientes coaligados, destierros, confinamientos, bajas del Ejército, entre otras medidas precautelares. Si según inspirada frase de Montalvo, García Moreno dividió al Ecuador en tres partes iguales: una dedicada a la muerte, otra al destierro y una tercera a la servidumbre, Plaza no se quedó muy a la zaga del tirano con nombre de arcángel, pues, su panegirista Manuel J. Calle dice que éste, en su segunda administración, hacía verdaderas razzias de hombres destinados al calabozo, al destierro o a la muerte.[7]

Ironías de la historia, sin embargo, cuando se instaura el juicio para sancionar los crímenes de enero de 1912, la Cámara del Senado del Congreso de 1919 concluye que no hay pruebas suficientes contra los acusados como culpables, por lo que deja la causa fiscal, llevada por Pío Jaramillo Alvarado, sin fallo. Al contrario, emite un indulto para el “pueblo” que participó en el arrastre del 28 de enero. Rodolfo Pérez Pimentel, en su Diccionario biográfico, lo dice así:

(…) en el Jurado reunido el 6 de Marzo de 1.919, dentro del proceso penal seguido en Quito contra autores, cómplices y encubridores del asesinato de Alfaro y sus tenientes, acusó públicamente a los miembros del gabinete de Carlos Freire Zaldumbide y a varias personas del bajo pueblo quiteño, sin revisar las actuaciones del elemento militar tanto o más culpable que el civil y como el juicio se volvió de carácter político, nunca se llegó a pronunciar sentencia y el crimen quedó en la impunidad.[8]

Ante tanta incuria y cobardía por parte de los portavoces del tan alabado Estado de derecho, Peralta indignado dirá:

Indudablemente, sólo los dueños del poder, los dispensadores de sueldos cuantiosos del Erario, los que disponen a su antojo de la suerte de la nación: esos, únicamente esos han podido llevar por todas partes la corrupción en triunfo y comprar la conciencia de las mayorías en la Legislatura, los tribunales, la prensa; los que han podido pagar el prevaricato a peso de oro, remunerar dispendiosamente el perjurio y la bajeza, adquirir dominio sobre la voluntad aun de personas que, por sus antecedentes, creíamos incapaces de confundirse con los más detestables malhechores. (…)
            Vendidos y prevaricadores los jueces de instrucción, arrastrados y abyectos los Congresos, la fuerza de las leyes quedó paralizada; y se amontonaron sombras sobre sombras, encima de los cadáveres de Enero y Marzo, a fin de que ni el más tenue rayo de luz pudiera alumbrar aquel cuadro espantable y trágico”.[9]

Hasta el día de hoy no se le ha hecho justicia al General Eloy Alfaro y a sus compañeros. Ni sanción penal, ni sanción moral, por parte de los poderes del Estado: el mayor de los crímenes de nuestra historia republicana, con su silencio cómplice, continúa impune.

Quizá tarde el castigo, pero llegará infaliblemente, y por lo demás terrible. Quizás esos hombres arrastren todavía largos días de impunidad y oprobio; pero al fin el peso de la mano justiciera caerá sobre ellos con el rigor que se merecen.
            Allí están las páginas de la Historia, el peor de los castigos para los grandes criminales: pasar, de generación en generación, odiados y maldecidos por todos los hombres de bien, causando horror y escalofríos a la humanidad, constituye un suplicio eterno, una tortura dantesca sin liberación posible, una pena que supera infinitamente al golpe de hacha que arranca la vida del cuerpo sobre el patíbulo. ¡Ay! de los que inscriben su nombre, con caracteres sangrientos, en ese como padrón de perdurable ignominia, contra el cual es impotente hasta la destructora acción de los siglos![10]

¿Se hará realidad el vaticinio de Peralta? ¿Qué pensarán al respecto los constituyentes reunidos justamente en estos días en la ciudad natal de Eloy Alfaro, dispuestos a refundar la patria bajo su inspiración? ¿Se manifestará en Montecristi la justicia para el más grande de sus hijos casi un siglo después?

*     *     *

Los avatares para la publicación de esta obra fundamental, que disecciona un capítulo clave de la tenebrosa política ecuatoriana, es otra historia. Concluida en Lima el año de 1918, su publicación es prácticamente imposible dentro del país, en una época en la que la plutocracia instalada con la tutela de Leonidas Plaza impera en el Ecuador y nadie se iba a arriesgar malquistarse con el hombre fuerte de ese sórdido período de la vida nacional.

Los más cercanos amigos y partidarios de José Peralta conocen de su extraordinaria labor para escribir el libro y, cómo él, ansían su inmediata publicación. Abelardo Moncayo con quien comparte algunos de sus años de exilio en Lima, ya de regreso a su hogar en la provincia de Imbabura, le escribe:

Pero cuidado, señor y amigo mío, con la obra por usted emprendida: no hay que dejarla un solo instante de mano, no hay que cansarse: “Acude, acorre, vuela –no des paz a la pluma”, pues que el discurso de los follones para hacer de la verdad un trapo sucio, ya raya en lo inaudito por lo monstruoso.  (…) Y tiene Ud. contraída formidable responsabilidad; pues copiados en su pulso y valor, los desengañados, los ociosos nada hacemos, y la verdad histórica repito, corre gravísimo peligro.[11]

Y el coronel Olmedo Alfaro, hijo de Eloy Alfaro, con quien mantiene una importante correspondencia en la que reiteradamente se refieren al asunto, tratando de hacer realidad su publicación, nos deja el siguiente testimonio que, por venir de quien viene, complementa valiosamente lo que venimos refiriendo respecto a esta página de nuestra historia:

Pero, mi amigo, parece haber una Providencia invisible, que también tiene sus designios. Usted uno de los sindicados a la muerte que ellos prepararon, ha quedado vivo. Cerca estuvo de ser victimado; sin embargo su vecindad al doloroso espectáculo, se produjo solo hasta el extremo de bien poderse imponer de todo; de presen­ciar personalmente los hechos, de acompañarnos a las víctimas en nuestros primeros pasos hacia el fin común de una reivindicación nacional; de asistir y vivir a todos estos sainetes de juicios y juzgamientos; de presenciar la puerilidad de los culpables y sus jueces que se creen impunes para la terrible mano de su fatal destino. La vida de Ud., que la casua­lidad salvó, les costará una tremenda arremetida, a nombre de la justicia y de la patria ecuatoriana; que es la patria de muchos millones de hombres que son inocentes de las salvajadas cometidas contra la más elemental moral humana.
  En manos de Ud. está el hacer de ellos que son criminales, lo que ellos quieren hacer del Ecuador que es inocente. Entregarles al desdén de las gentes. Tiene Ud. felizmente las condiciones necesarias, las califica­ciones para ello. Sus antecedentes históricos; su colaboración con el viejo, que ha realizado grandes cosas, su calidad de jurista distinguido, por un lado, y sus cualidades naturales por la otra.
  Vivía yo en Quito muy joven, y mis inclinaciones y tal vez mi novelería de muchacho, me invitaba mucho a asociarme con el formidable escritor colombiano Juan de Dios Uribe, de fama en el mundo liberal de América, en aquellos tiempos; y Uribe en sus conversaciones con sus amigos de pluma, sus colegas literarios, no cesaba de decirles que era Peralta el más poderoso escritor ecuatoriano, que en su concepto, no había dudas al respecto. Yo no le conocía a Ud., y sólo ahora, ya con mayor conocimiento del mundo y de sus cosas, es cuando vengo a notar lo que hace cerca de veinte años oía decir al Dr. Uribe, en vista imparcial de nuestra produc­ción literaria, que felizmente no es por donde cojeamos.
  Solamente eso si, mi estimado doctor. Las cosas humanas son inseguras hasta el extremo, y lo que Ud. tiene escrito, y a Ud. mismo, podemos perderlo, puede el país perderlo, y ya ve Ud. le puede suceder en detrimen­to del honor nacional por la labor de unos cuantos asesinos; si es que todo esto no se asegura debidamente.[12]

Así se prolonga la empresa de dar a luz su voluminoso alegato. Derrotada la plutocracia el 9 de julio de 1925, José Peralta, una vez pasadas las ilusiones de la revolución juliana,  dirige su claro pensamiento contra la dictadura de Isidro Ayora, abriendo un nuevo capítulo de persecuciones, prohibiciones, destierros y confinamientos en su azarosa vida de luchador político por la regeneración del país.

A inicios de 1930 renacen sus esperanzas de publicar sus escritos, cuando viaja a Francia con ese propósito, aprovechando una operación impostergable que tiene que hacerse en uno de sus ojos para evitar la ceguera. Poco antes de partir escribe a una de sus hijas:

No sé, por otra parte, las dificultades que tenga que tropezar para la edición de mis libros: ignoro dónde se encuentre Vargas Vila, con quien no me he comunicado hace muchos años; y acaso no pueda valerme de él –que hasta me ofreció escribir los prólogos– para entenderme con los editores, que no pueden conocerme. Esta falta podrían suplirla los diplomáticos y cónsules ecuatorianos; pero ni los conozco, ni querrían tal vez servir a uno que no es amigo del Gobierno, al que obedecen. Sería conveniente que Alberto [Puig Arosemena, su yerno] escriba a Olmedo [hijo de Eloy Alfaro] que me busque recomendaciones a las casas editoras de París y Barcelona, las que en Panamá le sería fácil obtener, siquiera para la publicación del libro sobre el General Alfaro.[13]

Los temores de que “alguien” se aproveche de las circunstancias para hacer desaparecer sus manuscritos durante el viaje, y así evitar que se publiquen, quedan patentizados en otra de sus cartas familiares:

Aquí también se ha temido el robo de mis manuscritos por los interesados en que no se publiquen; y pienso llevar los de historia palpitante en una maletita de mano, como valores, y no desampararlos hasta que estén en seguridad. Los otros -que no pueden tener interés en hacer desaparecer, irán en el baúl de equipaje; baúl que llevará el nombre de Eloísa [su hija con la que viaja]  para despistar a los mismos del ferrocarril, que pudieran tener el encargo de hacer desaparecer mi equipaje. Pero conviene que allá corra la voz, entre los sospechosos, de que tengo copias, y que una de ellas tiene Olmedo Alfaro. Díganme si consideran suficientes estas precauciones.[14]

Ya en París, encuentra ofrecimientos de gente valiosa como el célebre pensador argentino Manuel Ugarte –con quien se había conocido durante su larga estadía en Lima–, para interceder en lo que pueda en la empresa de publicar sus libros: “En este momento recibo una carta muy fina de Ugarte: viene a París, donde hablará conmigo, ofreciéndome hacer lo posible para la edición de mis manuscritos. Mi carta ha dado vueltas para llegar a sus manos: recuerda mucho las atenciones que de nosotros recibió en Lima, y me encarga saludar a mi familia (la que conoció)”.[15] O de sus antiguos amigos -desde los años de la diplomacia y sus dos cancillerías en los Gobiernos de Eloy Alfaro- José María Vargas Vila, Víctor Manuel Rendón y Paul Rivet, el sabio francés con quien se había conocido muy brevemente cuando llegó al Ecuador con la Segunda Misión Geodésica y él, como ministro de Relaciones Exteriores, dispuso la mayor colaboración para la misma:

En mi negocio estamos esperando que contesten los editores de España, a los que nos hemos dirigido. Está aquí don Víctor M. Rendón: el pobre está paralítico, como consecuencia de una congestión cerebral; pero la hemiplejía todavía es incipiente, y sigue su trabajo literario con entusiasmo de joven. Está también gestionando en mi favor. El doctor Rivet se ha ofrecido a intervenir en el asunto. No he presentado aún la recomendación de Vargas Vila, cuya copia les mandé. En fin, vamos a tocar los resortes del caso; pero estoy pesimista, porque las consecuencias de la guerra han modificado radicalmente estos negocios.[16]

La situación europea del momento, como señala Peralta en su carta, no es la más propicia para llevar a cabo lo que le había motivado viajar tan lejos, separándose de su familia alrededor de un año, pesimismo que al final resulta bien fundado. Una tras otras las afamadas editoriales españolas se excusan amablemente de editar sus libros:

Ha contestado la Casa Calpe-Espasa una carta laudatoria; pero se excusa de tomar a su cargo la edición de mis libros, por tener ocupados sus talleres con muchos originales. Agrega que después de algún tiempo podría hacerlo… La Casa Sopena ha contestado en iguales términos casi; y la Compañía Ibero Americana de Publicaciones dice que publicará sólo las TEORIAS DEL UNIVERSO, pues el carácter regional de los demás escritos no se compagina con su negocio; pero que está organizando la sección americana, y que cuando esté organizada esa sección, aceptará todos mis manuscritos referentes a intereses nacionales. Aun no contesta Maucci; y aquí hemos suspendido las gestiones, mientras tocar todo resorte en España. Voy a aceptar la edición de mis Conferencias sobre las teorías del Universo, pero no sé las condiciones que me impongan (…) avísenle a Olmedo lo que ocurre, a fin de que no crea que dejo de publicar el libro sobre Alfaro, por mi voluntad, dando preferencia a otros escritos. La señorita América ha escrito a Rolland, pidiéndole las fotos de la tragedia de Enero.[17]

Por sugerencia de uno de los editores parisinos, allegado a los autores latinoamericanos, acepta publicar El Monaquismo pues, según su olfato de editor, el tema permitiría vender rápidamente la edición y con la ganancia se podrían publicar los otros libros.

Concertada la publicación, escribe a su familia: “No creo que deben ocultar que estoy ya publicando mi primer libro, el que se pondrá en circulación hasta el 20 del entrante. Antes conviene que sepan que voy a dejarme oír, siquiera para que pierdan el sueño los Córdovas, Díaz y más comparsas de la tragedia de Enero de 1912”.[18] En definitiva fue el único que pudo publicar en esa ocasión y el último libro que lo hizo en vida, quedando inéditas una inmensa parte de las mejores de sus obras, entre ellas Eloy Alfaro y sus victimarios. En la primera página de esta edición queda la constancia de que el libro sobre el asesinato de Alfaro sería el siguiente:

OBRAS  DEL  MISMO  AUTOR
QUE SERÁN PUBLICADAS POR ESTA EDITORIAL:

ELOY ALFARO Y SUS VICTIMARIOS. (Apuntes y documentos para la historia del Ecuador.)
LA MORAL TEOLÓGICA Y LAS COSTUMBRES EN EL PAGANISMO Y JUDAÍSMO.
LA MORAL TEOLÓGICA Y LAS COSTUMBRES EN EL CRISTIANISMO.
LA MORAL DE JESÚS.
TEORÍAS DEL UNIVERSO.
AÑOS DE LUCHA. (Apuntes para la historia del liberalismo ecuatoriano.)
EL HOMBRE Y SUS DESTINOS. (Cuestiones filosóficas.)
LA ÉTICA Y SUS DIVERSOS SISTEMAS.[19]

Poco antes de su retorno recibe una carta del hijo de su entrañable amigo, todavía esperanzado en que lograría algo al respecto: “¿Cuánto tiempo más piensa permanecer en Europa? Si lograra Ud. publicar su libro sobre la muerte de Alfaro antes del período electoral presidencial próximo vendría justiciero y además oportuno. En mi concepto el editor ha errado al no publicarlo el primer entre sus obras, pues comercialmente en estos pueblos el interés en el tema es general”.[20]

No puede prolongar por más tiempo su estadía en París por varias razones familiares y regresa al país en marzo de 1931. Seis años después moriría en Quito.

La primera edición del libro es publicada en 1951 en la ciudad de Buenos Aires gracias al tesón de los hijos de Peralta que no desmayan en la empresa, con el auspicio de la Fundación Internacional Eloy Alfaro, fundada años atrás en Panamá por Olmedo y Colón Eloy Alfaro Paredes y los prestigiosos intelectuales cubanos Roberto Agramonte, estudioso de Montalvo, y Emeterio Santovenia, presidente de la Fundación y biógrafo del Viejo Luchador. Se convierte rápidamente en una verdadera rareza bibliográfica porque circula durante el Gobierno de Galo Plaza Lasso, hijo de Leonidas Plaza, señalado como principal responsable de los hechos del 28 de enero de 1912. Su familia hace todo lo posible para evitar su difusión, con la desaparición de gran parte de los ejemplares colocados en las librerías. 

Portada de la primera edición publicada en Buenos Aires


La segunda edición sale en la ciudad de Cuenca en 1977, dentro del proyecto inconcluso de las Obras Completas de José Peralta, dirigida por la Corporación “José Peralta”, cuyo presidente es Carlos Julio Arosemena Monroy y en la que participan como miembros, a más de sus familiares, otros prestantes personajes de la cultura nacional. Esta edición es la que más se difunde, pero, por el tiempo transcurrido, igualmente es de difícil consecución, a no ser en algunas bibliotecas públicas. Aparece también una tercera edición el año 2002 por iniciativa del Núcleo del Cañar de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, en su colección Las 100 mejores obras de autores del Cañar, en la que se publican siete libros de José Peralta que circulan fundamentalmente en esa provincia.

Portada de la segunda edición
Portada de la tercera edición
 


















Por todas esas circunstancias hacía ya falta una nueva edición de Eloy Alfaro y sus victimarios. La CCE “Benjamín Carrión”, con gran criterio y oportunidad, da a la luz la cuarta en su Biblioteca del Bicentenario, superando en calidad a las tres anteriores y suprimiendo errores detectados en todas ellas. En esta cuidada edición, que pretende ser un referente para todas las posteriores, se incluye una bibliografía que registra exhaustivamente las fuentes citadas por el autor en el libro, pensando en su utilidad para futuros estudios del tema y para resaltar la seriedad y profundidad de la investigación realizada por José Peralta.

La Casa de la Cultura pone en manos del lector un verdadero tratado de política que descubre como actúan en la realidad los poderes del Estado, de la prensa, de la Iglesia, de los partidos políticos y otras instituciones sociales, según sean los sectores de la sociedad a los que representan y los intereses por los que se inclinan. También, los extremos a los que pueden llegar las pasiones humanas desbordadas, en el enfrentamiento de concepciones contrapuestas respecto al manejo de la cosa pública. Lecciones de nuestra historia dignas de ser tomadas en cuenta en los tiempos de transformación social que vivimos, para no permitir jamás que hechos de la barbarie narrados en este libro se repitan en nuestra patria.

                                                                               
                                                                                       César Albornoz



[1] César Albornoz, Introducción a la cuarta edición de José Peralta, Eloy Alfaro y sus victimarios, Editorial de la Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión, Quito, 2008, pp. 7-22.
[2] José Peralta, Eloy Alfaro y sus victimarios (Apuntes para la Historia Ecuatoriana), segunda edición, Offset Monsalve, Cuenca, 1977, p. 289.
[3] Ibíd., p. 213.
[4] Ibíd., pp. 316-317.
[5] Carta de Eloy Alfaro a José Peralta, Guayaquil, 10 de octubre de 1902, en Cartas del General Eloy Alfaro, Consejo Provincial de Pichincha, Quito, 1995, p 132.
[6] José Peralta, Eloy Alfaro y sus victimarios, op. cit., p. 54.
[7] Ibíd., p. 448.
[8] Rodolfo Pérez Pimentel, “Pío Jaramillo Alvarado”, Diccionario Biográfico del Ecuador, t. II, p.111.
[9] Eloy Alfaro y sus victimarios, op. cit., pp. 441, 445.
[10] Ibíd.,  p. 436.
[11] Carta de Abelardo Moncayo a José Peralta, La Quinta, 20 de febrero de 1916. Archivo de José Peralta.
[12] Carta de Olmedo Alfaro a José Peralta, Panamá, 23 de noviembre de 1919. Archivo de José Peralta.
[13] Carta a su hija Leticia, Cuenca, 20 de enero de 1930. Archivo de José Peralta.
[14] Carta a Leticia Peralta de Puig, Cuenca, 15 de febrero de 1930. Archivo de José Peralta.
[15] Carta a sus hijos, París, 11 de junio de 1930. Archivo de José Peralta.
[16] Carta a sus hijos, París, 2 de julio de 1930. Archivo de José Peralta.
[17] Carta a sus hijos, París, 27 de junio de 1930. Archivo de José Peralta.
[18] Carta a sus hijos, París, 20 de septiembre de 1930. Archivo de José Peralta.
[19] José Peralta, El Monaquismo (Su origen, desarrollo y constante labor contra el progreso, la libertad  y la ciencia), Editorial “Le Livre Libre”, París, MCMXXXI.
[20] Carta de Olmedo Alfaro a José Peralta, Panamá, 20 de febrero de 1931. Archivo de José Peralta.