El libro de José Peralta que denunció las causas y
los autores del mayor crimen todavía
impune de nuestra historia republicana: la hoguera
bárbara del 28 de enero de 1912
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Portada de la cuarta edición |
Por consenso
nacional Eloy Alfaro es el más grande ecuatoriano de todos los tiempos,
reconocimiento que su pueblo lo consolida cada vez más, con fuerza inusitada,
por ser el artífice y líder indiscutido de la revolución que transformó nuestra
sociedad en las postrimerías del siglo XIX e inicios del XX: para muchos, la
única verdadera revolución acontecida en tierras ecuatorianas.
Sin
embargo, esa gesta heroica fue precisamente también la causa de su inmolación,
cobardemente ejecutada por el contubernio de las fuerzas retrógradas
conservadoras y de sus aliados, esos liberales
de paso corto que se acomodaron en el poder y no estaban dispuestos a ir
más allá de las reformas que el Viejo
Luchador pudo concretar en sus dos administraciones. Ya el radicalismo machetero, para su gusto,
había ido demasiado lejos y ellos no iban a correr el riesgo de que se afecte a
sus sagrados intereses, especialmente la propiedad de la tierra, único camino
para la redención de centenares de miles de campesinos e indígenas, parias en
su propia patria.
Por esos no
ocultos temores, los grandes terratenientes y miembros de las nacientes Asociaciones
Agrícolas de la Sierra
y de la Costa, los
banqueros que amasan fortunas con la especulación del dinero, la prensa
conservadora y placista, el Ejército y la Policía corrompidos por el Judas de
la revolución liberal, Leonidas Plaza Gutiérrez, principal responsable del
holocausto, configuran como si se tratara de un proceso natural, esa santa alianza a la medida de sus
conveniencias. Detrás de ellos, la sombra aviesa de un
imperialismo en plena emergencia, cumpliendo el presagio del Libertador y
anunciando con su silencio cómplice que ya no estaba dispuesto a soportar en su
patio trasero gobiernos dignos, defensores de la soberanía nacional y
propulsores de la integración bolivariana pospuesta largamente. Al contrario,
predispuesto al beneplácito y apoyo tácito o expreso a todos aquellos gobiernos
que, aunque carezcan de la más elemental ética, se ajusten a sus expectativas
expansionistas, es decir, a la
abrumadora mayoría de gobiernos antipatrióticos y sumisos que han dirigido los
destinos de la patria desde entonces.
Con esos
victimarios confabulados, el desenlace tenía que ser siniestro.
No hay en nuestra
historia crimen más bárbaro y más horripilante que aquel acontecido el fatídico
28 de enero de 1912. Sin exageración podría afirmarse que el vía crucis y la agonía de Jesús de
Nazareth, narrado por los cristianos y que se recuerda cada semana santa,
empalidece frente al protagonizado en las faldas de los Andes ese domingo sangriento a medio día, que
Alfredo Pareja Diezcanseco inmortalizara con el apelativo de la hoguera
bárbara.
Masacre
de protervia sin parangón tenía que generar una obra que esclarezca los hechos,
nombre a los culpables y descubra los oscuros hilos con los cuales se fueron
entretejiendo los siniestros sucesos, con antecedentes desde el golpe de Estado
que depuso de su mandato al General Eloy Alfaro el 11 de agosto de 1911.
Dispuesto a
dejar un testimonio que perdure en la memoria de los ecuatorianos sobre crimen
tan monstruoso, José Peralta acopia pacientemente los documentos necesarios,
especialmente aquellos salidos de las manos de los culpables, para demostrar
con una lógica contundente e irrefutable cómo los confabulados tenían por
objetivo la desaparición física de quienes podían constituirse en verdadera
traba para su afianzamiento en el poder e impedir que conviertan al Estado
ecuatoriano en instrumento dócil a sus fines e intereses. Telegramas, cartas,
comunicados, manifiestos, artículos periodísticos, defensas publicadas por los
señalados como principales culpables y otros documentos son exhumados en
fehaciente análisis para reconstruir los macabros sucesos y, al mismo tiempo,
mostrar las facetas más oscuras del funcionamiento de la política en la especie
humana. “El primordial objeto de este libro es dejar fuera de toda objeción, no
solamente la exactitud de los hechos narrados –dice el autor–, sino también la
responsabilidad de los que intervinieron en su ejecución”.
Por la
memoria de su ilustre amigo y coideario, se había comprometido con la historia
a escribir un alegato destinado a las generaciones venideras, para que en
indelebles letras quede registrado el padrón de los criminales directos e
indirectos, materiales e intelectuales, con toda su perversidad e infamias. Así
logra una reconstrucción de los hechos con tal fuerza que hace que el lector
sienta su misma indignación y visualice, literalmente, a todos los
protagonistas en la ejecución del más execrable de los crímenes, dejando
traslucir, simultáneamente, sus más bajas pasiones: el
odio, la traición, la venganza, la perfidia y la deshonra.
Como en un
guión elaborado para ser trasladado al cine se les ve a todos ellos, cual
bestias sedientas de sangre, entretejiendo la intriga, violando las más
elementales leyes de todos los códigos humanos, desconociendo las Capitulaciones de Durán, avaladas con
las firmas de los cónsules de Estados Unidos y Gran Bretaña como testigos de
honor. Todo aquello puesto de manifiesto en el asesinato del 25 de enero en
Guayaquil, el del general Pedro Montero y la infamante humillación de sus
restos mortales convertidos en despojos, preludiando así, como en repaso
anticipado, lo que sería el domingo rojo
que hordas similares ejecutarían tres días después en la ciudad de Quito, con el
ilegal traslado de los prisioneros. Militares
felones y
cobardes, políticos antropófagos y ruines, verdugos de espada y galones
dorados, carniceros con la banda presidencial en el pecho,
en palabras de Peralta, los principales responsables de la inmolación de los
siete mártires del radicalismo ecuatoriano.
Ahí están,
en toda su mezquindad, el Encargado del Poder Carlos Freile Zaldumbide, su
gabinete compuesto por los ministros de la Guerra Juan Francisco Navarro y
Federico Intriago, el de Gobierno Octavio Díaz, el canciller Carlos R. Tobar,
el General en Jefe del Ejército Leonidas Plaza Gutiérrez, el coronel Sierra.
Los oficiales, jefes y soldados del tristemente célebre batallón “Marañón”, los
de la quinta brigada de artillería pidiendo al presidente “que los
incalificables Eloy Alfaro, Pedro J. Montero, Flavio Alfaro, Ulpiano Páez, y demás
y principales cómplices sean pasados por las armas”, la guardia del penal, el
arzobispo González Suárez con su cómplice actitud, la prensa azuzando al crimen
o justifícándolo con personajes como Gonzalo Córdova, Miguel Valverde, Juan
Benigno Vela, los hermanos Viteri Lafronte,
Manuel J. Calle, instigadores de menor rango como el cura de La Merced Benjamín Bravo, etc.,
etc. No falta nadie: desde el sargento Segura que le dispara a bocajarro al Viejo Luchador en la celda de la serie E
del segundo piso del Panóptico y el jefe de la cochera presidencial José Cevallos,
hasta las meretrices, beodos y otros personajes de la chusma envilecida por las
prédicas de los que odiaban al liberalismo regenerador de la patria y a su
caudillo.
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El populacho arrastrando el cadáver del General Eloy Alfaro |
No es el
pueblo de Quito el ejecutor del crimen, ni la “justicia popular” o la “justicia
divina”, como cínicamente se expresaran entonces Leonidas Plaza, varios
conservadores y representantes de la
Iglesia:
En los crímenes históricos –sostiene Peralta–, la responsabilidad
recae sobre los autores principales de la tragedia, por más que ellos no se
hayan dejado ver en la escena; por más que ellos personalmente no hayan hundido
el puñal en el pecho de la víctima: ninguno de estos crímenes ha sido ni puede
reputarse como anónimo (…)
La Historia ni perdona ni disimula: para ella son responsables, no sólo los que
ejecutan el delito, sino también los que
lo conciben y maquinan, los instigadores y los que facilitan la ejecución, los
que aprueban y aplauden el hecho delictuoso; y los que pudiéndolo, no lo
impiden o evitan”.
Recordaría
posiblemente entonces lo que Don Eloy le escribiera años atrás, acerca de las
intenciones de Plaza de eliminarlo físicamente, a causa del resentimiento que había
envenenado para siempre su alma, por haberle pedido públicamente en 1901 que
renuncie a la candidatura de la presidencia de la república:
Cuando anunciaron en Quito que yo había sido asesinado, sucedió que
había despedido a un sujeto sospechoso, que averiguado quien era, resultó
pertenecer a una familia de asesinos oriundo de Daule: es mulato, cara redonda,
de unos 30 años de edad. Le doy la filiación por si acaso se lo echan para
allá.
Que estamos corriendo
peligro de ser asesinados, es indudable; pero nadie muere la víspera, me digo,
y estar prevenido para castigar al malvado agresor.
Hecho paladinamente confesado por Manuel J.
Calle en un artículo publicado el 15 de enero de 1915, en El Grito del Pueblo Ecuatoriano:
Ah, ¿es que no saben que se habla también de la
candidatura del señor Antonio Gil, el Intendente desleal que, por
confraternidad masónica, dejó escapar a don
Eloy Alfaro de la ciudad de Guayaquil, para que se consumase la trastada
de la revolución de Enero de 1906, que tantas desventuras había de traer a la Patria; cuando, desde los
últimos meses de Gobierno del General Plaza, tenía la orden confidencial, dada
por dicho Plaza de fusilar o ahorcar al Viejo, si éste hacía finta de
escaparse? Porque yo no sé que, entonces a lo menos, el señor Plaza le tenía
ganas al Anciano Luchador, hasta el punto de desear que le hiciese una
revolución para salir de él. Después... no sé.
El
plan iniciado por Leonidas Plaza en su primera administración culminaba
exitosamente en 1912. Quedan sus propias palabras como estigma, en una carta
–reproducida por Roberto Andrade en ¡Sangre!
¿Quién la derramó?– dirigida a Lizardo García: “Muy difícil, me parece –le
dice– que existan militares alfaristas en los cuarteles en la depuración que he
hecho en cuatro años de una dedicación esmerada en el asunto”. El objetivo fundamental, está claro, era
eliminar totalmente a los jefes militares alfaristas y quitarle al Ejército
cualquier residuo revolucionario. En
vísperas de los horrendos hechos de enero de 1912, se reparten en Quito hojas
sueltas con la nómina completa de todos los que debían ser pasados por las armas por la espalda, previa
formal degradación.
Y
después de los crímenes de enero, más crímenes. Por la desmedida ambición de
controlar el poder, prosigue la carnicería: el general Julio Andrade, en marzo,
luego el coronel Valles Franco. Más tarde, masacres contra los alfaristas
sublevados en armas en varias regiones del país. Y como los desafectos al
régimen podían estorbar los planes de la plutocracia y de los terratenientes
coaligados, destierros, confinamientos, bajas del Ejército, entre otras medidas
precautelares. Si según inspirada frase de Montalvo, García Moreno dividió al
Ecuador en tres partes iguales: una dedicada a la muerte, otra al destierro y
una tercera a la servidumbre, Plaza no se quedó muy a la zaga del tirano con nombre de arcángel, pues, su panegirista
Manuel J. Calle dice que éste, en su segunda administración, hacía verdaderas razzias de hombres destinados al
calabozo, al destierro o a la muerte.
Ironías de
la historia, sin embargo, cuando se instaura el juicio para sancionar los
crímenes de enero de 1912, la
Cámara del Senado del Congreso de 1919 concluye que no hay
pruebas suficientes contra los acusados como culpables, por lo que deja la
causa fiscal, llevada por Pío Jaramillo Alvarado, sin fallo. Al contrario,
emite un indulto para el “pueblo” que participó en el arrastre del 28 de enero.
Rodolfo Pérez Pimentel, en su Diccionario
biográfico, lo dice así:
(…) en el Jurado reunido el 6 de Marzo de
1.919, dentro del proceso penal seguido en Quito contra autores, cómplices y
encubridores del asesinato de Alfaro y sus tenientes, acusó públicamente a los
miembros del gabinete de Carlos Freire Zaldumbide y a varias personas del bajo
pueblo quiteño, sin revisar las actuaciones del elemento militar tanto o más
culpable que el civil y como el juicio se volvió de carácter político, nunca se
llegó a pronunciar sentencia y el crimen quedó en la impunidad.
Ante
tanta incuria y cobardía por parte de los portavoces del tan alabado Estado de
derecho, Peralta indignado dirá:
Indudablemente, sólo los dueños
del poder, los dispensadores de sueldos cuantiosos del Erario, los que disponen
a su antojo de la suerte de la nación: esos, únicamente esos han podido llevar
por todas partes la corrupción en triunfo y comprar la conciencia de las
mayorías en la Legislatura,
los tribunales, la prensa; los que han podido pagar el prevaricato a peso de
oro, remunerar dispendiosamente el perjurio y la bajeza, adquirir dominio sobre
la voluntad aun de personas que, por sus antecedentes, creíamos incapaces de
confundirse con los más detestables malhechores. (…)
Vendidos y prevaricadores los jueces de instrucción,
arrastrados y abyectos los Congresos, la fuerza de las leyes quedó paralizada;
y se amontonaron sombras sobre sombras, encima de los cadáveres de Enero y
Marzo, a fin de que ni el más tenue rayo de luz pudiera alumbrar aquel cuadro
espantable y trágico”.
Hasta el
día de hoy no se le ha hecho justicia al General Eloy Alfaro y a sus compañeros.
Ni sanción penal, ni sanción moral, por parte de los poderes del Estado: el
mayor de los crímenes de nuestra historia republicana, con su silencio cómplice,
continúa impune.
Quizá tarde el castigo, pero llegará infaliblemente, y por lo demás
terrible. Quizás esos hombres arrastren todavía largos días de impunidad y
oprobio; pero al fin el peso de la mano justiciera caerá sobre ellos con el
rigor que se merecen.
Allí están las
páginas de la Historia,
el peor de los castigos para los grandes criminales: pasar, de generación en
generación, odiados y maldecidos por todos los hombres de bien, causando horror
y escalofríos a la humanidad, constituye un suplicio eterno, una tortura
dantesca sin liberación posible, una pena que supera infinitamente al golpe de
hacha que arranca la vida del cuerpo sobre el patíbulo. ¡Ay! de los que
inscriben su nombre, con caracteres sangrientos, en ese como padrón de
perdurable ignominia, contra el cual es impotente hasta la destructora acción
de los siglos!
¿Se hará
realidad el vaticinio de Peralta? ¿Qué pensarán al respecto los constituyentes
reunidos justamente en estos días en la ciudad natal de Eloy Alfaro, dispuestos
a refundar la patria bajo su inspiración? ¿Se manifestará en Montecristi la
justicia para el más grande de sus hijos casi un siglo después?
* *
*
Los
avatares para la publicación de esta obra fundamental, que disecciona un
capítulo clave de la tenebrosa política ecuatoriana, es otra historia.
Concluida en Lima el año de 1918, su publicación es prácticamente imposible
dentro del país, en una época en la que la plutocracia instalada con la tutela
de Leonidas Plaza impera en el Ecuador y nadie se iba a arriesgar malquistarse
con el hombre fuerte de ese sórdido
período de la vida nacional.
Los más
cercanos amigos y partidarios de José Peralta conocen de su extraordinaria
labor para escribir el libro y, cómo él, ansían su inmediata publicación.
Abelardo Moncayo con quien comparte algunos de sus años de exilio en Lima, ya
de regreso a su hogar en la provincia de Imbabura, le escribe:
Pero cuidado, señor y amigo mío, con la obra por usted emprendida: no
hay que dejarla un solo instante de mano, no hay que cansarse: “Acude, acorre,
vuela –no des paz a la pluma”, pues que el discurso de los follones para hacer
de la verdad un trapo sucio, ya raya en lo inaudito por lo monstruoso. (…) Y tiene Ud. contraída formidable
responsabilidad; pues copiados en su pulso y valor, los desengañados, los
ociosos nada hacemos, y la verdad histórica repito, corre gravísimo peligro.
Y el coronel
Olmedo Alfaro, hijo de Eloy Alfaro, con quien mantiene una importante
correspondencia en la que reiteradamente se refieren al asunto, tratando de
hacer realidad su publicación, nos deja el siguiente testimonio que, por venir
de quien viene, complementa valiosamente lo que venimos refiriendo respecto a
esta página de nuestra historia:
Pero, mi amigo, parece haber una Providencia invisible, que también
tiene sus designios. Usted uno de los sindicados a la muerte que ellos
prepararon, ha quedado vivo. Cerca estuvo de ser victimado; sin embargo su
vecindad al doloroso espectáculo, se produjo solo hasta el extremo de bien
poderse imponer de todo; de presenciar personalmente los hechos, de
acompañarnos a las víctimas en nuestros primeros pasos hacia el fin común de
una reivindicación nacional; de asistir y vivir a todos estos sainetes de
juicios y juzgamientos; de presenciar la puerilidad de los culpables y sus
jueces que se creen impunes para la terrible mano de su fatal destino. La vida
de Ud., que la casualidad salvó, les costará una tremenda arremetida, a nombre
de la justicia y de la patria ecuatoriana; que es la patria de muchos millones
de hombres que son inocentes de las salvajadas cometidas contra la más
elemental moral humana.
En manos de Ud. está el hacer
de ellos que son criminales, lo que ellos quieren hacer del Ecuador que es
inocente. Entregarles al desdén de las gentes. Tiene Ud. felizmente las
condiciones necesarias, las calificaciones para ello. Sus antecedentes
históricos; su colaboración con el viejo, que ha realizado grandes cosas, su
calidad de jurista distinguido, por un lado, y sus cualidades naturales por la
otra.
Vivía yo en Quito muy joven, y
mis inclinaciones y tal vez mi novelería de muchacho, me invitaba mucho a
asociarme con el formidable escritor colombiano Juan de Dios Uribe, de fama en
el mundo liberal de América, en aquellos tiempos; y Uribe en sus conversaciones
con sus amigos de pluma, sus colegas literarios, no cesaba de decirles que era
Peralta el más poderoso escritor ecuatoriano, que en su concepto, no había
dudas al respecto. Yo no le conocía a Ud., y sólo ahora, ya con mayor
conocimiento del mundo y de sus cosas, es cuando vengo a notar lo que hace
cerca de veinte años oía decir al Dr. Uribe, en vista imparcial de nuestra
producción literaria, que felizmente no es por donde cojeamos.
Solamente eso si, mi estimado
doctor. Las cosas humanas son inseguras hasta el extremo, y lo que Ud. tiene
escrito, y a Ud. mismo, podemos perderlo, puede el país perderlo, y ya ve Ud.
le puede suceder en detrimento del honor nacional por la labor de unos cuantos
asesinos; si es que todo esto no se asegura debidamente.
Así se
prolonga la empresa de dar a luz su voluminoso alegato. Derrotada la
plutocracia el 9 de julio de 1925, José Peralta, una vez pasadas las ilusiones
de la revolución juliana, dirige su claro pensamiento contra la
dictadura de Isidro Ayora, abriendo un nuevo capítulo de persecuciones,
prohibiciones, destierros y confinamientos en su azarosa vida de luchador
político por la regeneración del país.
A inicios
de 1930 renacen sus esperanzas de publicar sus escritos, cuando viaja a Francia
con ese propósito, aprovechando una operación impostergable que tiene que
hacerse en uno de sus ojos para evitar la ceguera. Poco antes de partir escribe
a una de sus hijas:
No sé, por otra parte, las dificultades que tenga que tropezar para la
edición de mis libros: ignoro dónde se encuentre Vargas Vila, con quien no me
he comunicado hace muchos años; y acaso no pueda valerme de él –que hasta me
ofreció escribir los prólogos– para entenderme con los editores, que no pueden
conocerme. Esta falta podrían suplirla los diplomáticos y cónsules
ecuatorianos; pero ni los conozco, ni querrían tal vez servir a uno que no es
amigo del Gobierno, al que obedecen. Sería conveniente que Alberto [Puig
Arosemena, su yerno] escriba a Olmedo [hijo de Eloy Alfaro] que me busque
recomendaciones a las casas editoras de París y Barcelona, las que en Panamá le
sería fácil obtener, siquiera para la publicación del libro sobre el General
Alfaro.
Los temores
de que “alguien” se aproveche de las circunstancias para hacer desaparecer sus
manuscritos durante el viaje, y así evitar que se publiquen, quedan
patentizados en otra de sus cartas familiares:
Aquí también se ha temido el robo de mis manuscritos por los
interesados en que no se publiquen; y pienso llevar los de historia palpitante
en una maletita de mano, como valores, y no desampararlos hasta que estén en
seguridad. Los otros -que no pueden tener interés en hacer desaparecer, irán en
el baúl de equipaje; baúl que llevará el nombre de Eloísa [su hija con la que
viaja] para despistar a los mismos del
ferrocarril, que pudieran tener el encargo de hacer desaparecer mi equipaje.
Pero conviene que allá corra la voz, entre los sospechosos, de que tengo copias, y que una de ellas tiene Olmedo
Alfaro. Díganme si consideran suficientes estas precauciones.
Ya en
París, encuentra ofrecimientos de gente valiosa como el célebre pensador
argentino Manuel Ugarte –con quien se había conocido durante su larga estadía
en Lima–, para interceder en lo que pueda en la empresa de publicar sus libros:
“En este momento recibo una carta muy fina de Ugarte: viene a París, donde
hablará conmigo, ofreciéndome hacer lo posible para la edición de mis
manuscritos. Mi carta ha dado vueltas para llegar a sus manos: recuerda mucho
las atenciones que de nosotros recibió en Lima, y me encarga saludar a mi
familia (la que conoció)”. O de sus
antiguos amigos -desde los años de la diplomacia y sus dos cancillerías en los Gobiernos
de Eloy Alfaro- José María Vargas Vila, Víctor Manuel Rendón y Paul Rivet, el
sabio francés con quien se había conocido muy brevemente cuando llegó al
Ecuador con la Segunda
Misión Geodésica y él, como ministro de Relaciones
Exteriores, dispuso la mayor colaboración para la misma:
En mi negocio estamos esperando que contesten los editores de España,
a los que nos hemos dirigido. Está aquí don Víctor M. Rendón: el pobre está
paralítico, como consecuencia de una congestión cerebral; pero la hemiplejía
todavía es incipiente, y sigue su trabajo literario con entusiasmo de joven.
Está también gestionando en mi favor. El doctor Rivet se ha ofrecido a
intervenir en el asunto. No he presentado aún la recomendación de Vargas Vila,
cuya copia les mandé. En fin, vamos a tocar los resortes del caso; pero estoy
pesimista, porque las consecuencias de la guerra han modificado radicalmente
estos negocios.
La
situación europea del momento, como señala Peralta en su carta, no es la más
propicia para llevar a cabo lo que le había motivado viajar tan lejos,
separándose de su familia alrededor de un año, pesimismo que al final resulta
bien fundado. Una tras otras las afamadas editoriales españolas se excusan
amablemente de editar sus libros:
Ha contestado la Casa Calpe-Espasa
una carta laudatoria; pero se excusa de tomar a su cargo la edición de mis
libros, por tener ocupados sus talleres con muchos originales. Agrega que
después de algún tiempo podría hacerlo… La
Casa Sopena ha contestado en iguales
términos casi; y la Compañía Ibero Americana de Publicaciones dice que publicará
sólo las TEORIAS DEL UNIVERSO, pues el carácter regional de los demás escritos
no se compagina con su negocio; pero que está organizando la sección americana,
y que cuando esté organizada esa sección, aceptará todos mis manuscritos
referentes a intereses nacionales. Aun no contesta Maucci; y aquí hemos
suspendido las gestiones, mientras tocar todo resorte en España. Voy a aceptar
la edición de mis Conferencias sobre las teorías del Universo, pero no sé las
condiciones que me impongan (…) avísenle a Olmedo lo que ocurre, a fin de que
no crea que dejo de publicar el libro sobre Alfaro, por mi voluntad, dando
preferencia a otros escritos. La señorita América ha escrito a Rolland,
pidiéndole las fotos de la tragedia de Enero.
Por sugerencia de uno de
los editores parisinos, allegado a los autores latinoamericanos, acepta
publicar El Monaquismo pues, según su
olfato de editor, el tema permitiría vender rápidamente la edición y con la
ganancia se podrían publicar los otros libros.
Concertada la
publicación, escribe a su familia: “No creo que deben
ocultar que estoy ya publicando mi primer libro, el que se pondrá en
circulación hasta el 20 del entrante. Antes conviene que sepan que voy a
dejarme oír, siquiera para que pierdan el sueño los Córdovas, Díaz y más
comparsas de la tragedia de Enero de 1912”.
En definitiva fue el único que pudo publicar en esa ocasión y el último libro
que lo hizo en vida, quedando inéditas una inmensa parte de las mejores de sus
obras, entre ellas Eloy Alfaro y sus
victimarios. En la primera página de esta edición queda la
constancia de que el libro sobre el asesinato de Alfaro sería el siguiente:
OBRAS DEL MISMO
AUTOR
QUE SERÁN PUBLICADAS POR ESTA EDITORIAL:
ELOY ALFARO Y SUS VICTIMARIOS. (Apuntes
y documentos para la historia del Ecuador.)
LA MORAL TEOLÓGICA Y LAS COSTUMBRES EN EL PAGANISMO Y JUDAÍSMO.
LA MORAL TEOLÓGICA Y LAS COSTUMBRES EN EL CRISTIANISMO.
LA MORAL DE JESÚS.
TEORÍAS DEL UNIVERSO.
AÑOS DE LUCHA. (Apuntes para la historia del liberalismo ecuatoriano.)
EL HOMBRE Y SUS DESTINOS. (Cuestiones filosóficas.)
LA ÉTICA Y SUS DIVERSOS SISTEMAS.
Poco antes de su
retorno recibe una carta del hijo de su entrañable amigo, todavía esperanzado
en que lograría algo al respecto: “¿Cuánto tiempo más piensa permanecer en
Europa? Si lograra Ud. publicar su libro sobre la muerte de Alfaro antes del
período electoral presidencial próximo vendría justiciero y además oportuno. En
mi concepto el editor ha errado al no publicarlo el primer entre sus obras,
pues comercialmente en estos pueblos el interés en el tema es general”.
No puede prolongar
por más tiempo su estadía en París por varias razones familiares y regresa al
país en marzo de 1931. Seis años después moriría en Quito.
La primera edición
del libro es publicada en 1951 en la ciudad de Buenos Aires –gracias al tesón de los hijos de Peralta que no desmayan en la empresa–, con el auspicio de la Fundación Internacional Eloy Alfaro, fundada años atrás en
Panamá por Olmedo y Colón Eloy Alfaro Paredes y los prestigiosos intelectuales
cubanos Roberto Agramonte, estudioso de Montalvo, y Emeterio Santovenia,
presidente de la Fundación
y biógrafo del Viejo Luchador. Se convierte rápidamente en una verdadera rareza
bibliográfica porque circula durante el Gobierno de Galo Plaza Lasso, hijo de
Leonidas Plaza, señalado como principal responsable de los hechos del 28 de
enero de 1912. Su familia hace todo lo posible para evitar su difusión, con la
desaparición de gran parte de los ejemplares colocados en las librerías.
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Portada de la primera edición publicada en Buenos Aires |
La segunda edición
sale en la ciudad de Cuenca en 1977, dentro del proyecto inconcluso de las Obras Completas de José Peralta,
dirigida por la
Corporación “José Peralta”, cuyo presidente es Carlos Julio
Arosemena Monroy y en la que participan como miembros, a más de sus familiares,
otros prestantes personajes de la cultura nacional. Esta edición es la que más
se difunde, pero, por el tiempo transcurrido, igualmente es de difícil consecución,
a no ser en algunas bibliotecas públicas. Aparece también una tercera edición
el año 2002 por iniciativa del Núcleo del Cañar de la Casa de la Cultura Ecuatoriana,
en su colección Las 100 mejores obras de
autores del Cañar, en la que se publican siete libros de José Peralta que
circulan fundamentalmente en esa provincia.
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Portada de la segunda edición |
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Portada de la tercera edición |
Por todas esas
circunstancias hacía ya falta una nueva edición de Eloy Alfaro y sus victimarios. La CCE “Benjamín Carrión”, con gran criterio y
oportunidad, da a la luz la cuarta en su Biblioteca
del Bicentenario, superando en
calidad a las tres anteriores y suprimiendo errores detectados en todas ellas.
En esta cuidada edición, que pretende ser un referente para todas las
posteriores, se incluye una bibliografía que registra exhaustivamente las
fuentes citadas por el autor en el libro, pensando en su utilidad para futuros
estudios del tema y para resaltar la seriedad y profundidad de la investigación
realizada por José Peralta.
La Casa de la Cultura
pone en manos del lector un verdadero tratado de política que descubre como
actúan en la realidad los poderes del Estado, de la prensa, de la Iglesia, de
los partidos políticos y otras instituciones sociales, según sean los sectores
de la sociedad a los que representan y los intereses por los que se inclinan.
También, los extremos a los que pueden llegar las pasiones humanas desbordadas,
en el enfrentamiento de concepciones contrapuestas respecto al manejo de la
cosa pública. Lecciones de nuestra historia dignas de ser tomadas en cuenta en
los tiempos de transformación social que vivimos, para no permitir jamás que
hechos de la barbarie narrados en este libro se repitan en nuestra patria.
César
Albornoz