Hace nueve décadas José Peralta escribió esto de gran actualidad sobre Venezuela (capítulo X de La esclavitud de la América Latina, 1927)
Cipriano
Castro pudo ser un detestable tirano, como dicen; pero fue varón de pelo en
pecho, y se las tuvo muy tiesas con las pretensiones de la Gran República. Fue el único hispanoamericano que no temió echarle
agraz en los ojos al terrible conquistador, siempre y cuando era indispensable
volver por la dignidad y los derechos de Venezuela. El gobierno de Washington
llegó a temerlo; y, cuando Castro cayó del poder, constituyose en carcelero del
proscrito, temblando ante una posible restauración del audaz venezolano. Sólo
Inglaterra custodió con mayores sobresaltos al prisionero de Santa Elena: la
persecución americana engrandeció a Castro, y puso de relieve lo que la
entereza puede contra los avances del yanquismo.
El
Águila del Norte ha volado varias veces sobre la patria de Bolívar, pero los
hijos de los invictos llaneros, que asombraron al mundo con sus hazañas, no la
pierden de vista, y están listos a darle caza.
Un
tribunal arbitral sentenció, oídas las partes, que el gobierno venezolano
pagase dos millones y pico de bolívares, por una reclamación de Norteamérica;
pero esta nación modelo de buena fe y respeto
a la justicia, modificó, por sí y ante sí, dicho fallo, y exigió que se le
entregaran ochenta y un millones, ni un centavo menos, y ello por la fuerza.
¿Qué valen la moral, la justicia y las leyes internacionales; qué las
resoluciones de árbitros sapientes y probos; qué el buen nombre del Estado, al
tratarse de una apreciable ganancia, de un aumento de oro en las cajas de la Gran República? Venezuela es país
riquísimo, extenso, inexplotado; y el Paquidermo conquistador ha clavado sus
ojos glaucos en esa posible víctima de su insaciable codicia.
¡En Venezuela no pasarán!