domingo, 27 de diciembre de 2020

El 27 de diciembre, hace 83 años murió José Peralta, ideólogo de la Revolución Liberal

 

José Peralta


Efigie del revolucionario


Casi adolescente, José Peralta interviene ya en la batalla que se libra entre lo viejo y lo nuevo, entre conservadores y liberales. Aún antes de graduarse de abogado, es confinado a la ciudad de Loja.

Durante el gobierno de Caamaño –ese “tirano pigmeo” que ostenta el título de Caballero de San Gregorio– con el doctor Gabriel Ullauri, son ya los jefes del radicalismo cuencano. Ambos, en esta condición, tratan de salvar la vida del indomable Vargas Torres. Primero como abogados y luego mediante la fuga. Y cuando la huida se halla asegurada, reciben la negativa del héroe y una prueba de trágica hidalguía: “Dé Ud. las gracias a los amigos que por mí se interesan –dice al oficial comprometido– pero sería indigno que yo fugara, dejando a los amigos en las gradas del patíbulo”.

La prensa es el arma principal de que se sirve para exponer los principios liberales. Su correligionario, el escritor Lucas Vásquez, sintetiza así su labor en ella: “Desde las columnas de los periódicos La Libertad, fundado por él en 1888, La Época, La Linterna, La Razón, La Verdad, El Optorama, que eran verdaderos campos de batalla en los que con el seudónimo de Ayax, la pluma de Peralta hacía temblar a los gobiernos tiránicos que oprimían al pueblo, y ganaba terreno en las conquistas de las instituciones democráticas. Fundó después La Tribuna y en el Diario de Avisos de Guayaquil firmaba con el seudónimo de Junius.

En 1889, en Quito, desde las páginas de El Constitucional, sostiene una acalorada polémica con González Suárez, pues este prelado, con una serie de “Rectificaciones históricas”, escritas por orden del arzobispo Ignacio Ordóñez según confiesa en sus Memorias íntimas, trata de refutar algunos artículos de carácter religioso. “Las Rectificaciones no valían nada, pura sosería, como todas las eruditas publicaciones de su autor, y tenían el mal condumio del insulto y del orgullo, la soberbia implacable, que es el lado por el cual el diablo cargará con Su Ilustrísima”, dice Manuel J. Calle en un artículo publicado en el Grito del pueblo ecuatoriano.

Eso puede ser, pero hay todavía más: hay contradicción entre lo que se dice en ellas y la obra posterior del historiador. Por ejemplo, acusa a Peralta de “propósitos perversos de hacer aparecer relajada a la Iglesia católica por haber perdido la pureza y rigor de los primitivos tiempos”, sin pensar, quizá, que él mismo más tarde iba a confirmar las afirmaciones de su contrario en su célebre IV tomo de su Historia del Ecuador. Protesta porque su contendor, sin haber estrechado “contra su pecho al Niño Dios en éxtasis celestiales” como San Antonio, se haya atrevido a reprender a obispos y sacerdotes. Y esto también, sin pensar que muy pronto él mismo, sin dar cumplimiento a tan necesario requisito, ¡iba a convertirse en el más severo reprensor de clérigos corrompidos!

La discusión termina con el elocuente silencio del servidor del arzobispo, no sin que antes, vencido y acorralado, lance sobre su contendor la tonta acusación de plagiario, por haber “tomado una cita de los conocidos Anales de César Baronio, no de su original latino… sino de la obra del famoso Vigil sobre la Defensa del poder temporal contra las pretensiones de la santa sede”, según el testimonio del mismo Calle que no puede menos, en vista de la sinrazón del cargo, de calificar al acusador de “polemista de mala fe” y “erudito de tiquis‒miquis, que critica hasta la mala colocación de las comas”. Y hay mala fe en verdad, porque se persigue probar no otra cosa, sino que Peralta ha leído al renegado Vigil, cargo este sí tremendo porque en la época significa la excomunión sin atenuantes y la consiguiente exclusión de la sociedad. Casi, la exclusión del mundo de los vivos.

Todo esto, como es claro, atrae sobre Peralta la inmediata represalia. Autoridades y curas confabulados, por todo medio, inclusive sirviéndose de asesinos, quieren abatir al revolucionario. El ya citado periodista Manuel J. Calle, en su libro Siluetas y figuras, nos cuenta lo siguiente: “Un día tuvo un caritativo anuncio de cierto sacerdote quien, por lo visto, no se andaba en los mismos grados de temperatura de sus cofrades: decía que se guardase del zapatero de la esquina, que le había consultado si haría una obra meritoria y grata a los ojos de ese implacable caballero llamado la Divina Majestad con darle bonitamente de puñaladas al Dr. Peralta”. Y esto es cosa constante. La tranquilidad nunca es huésped de su casa.

Cuando estalla la Revolución del 5 de Junio, empuña las armas para defender su ideología. Como Auditor de Guerra del Ejército que comandan los coroneles José Luis Alfaro y Manuel Serrano, toma parte en la campaña que culmina con la toma de la ciudad de Cuenca, distinguiéndose siempre por su decisión y valor, como se puede ver en los partes de las batallas en las que participa. Y una vez consolidada la victoria, siendo como es el liberal azuayo de mayor prestigio, dirige y organiza el gobierno provincial.

Más tarde, en 1896, cae prisionero del coronel Vega, cuando después de los combates de Pangor y Tanquis, este jefe conservador logra capturar la población. Otra vez su vida está en peligro. Se le notifica que va a ser pasado por las armas por parte de un clérigo Manuel Hurtado. Y la terrible orden no se cumple solamente porque el general Antonio Franco notifica a Vega que haría fusilar a todos los presos en su poder, en caso de ser victimado el publicista liberal.

Luego, como representante del Azuay, asiste a la Convención de 1896–1897 donde, junto con Avilés Zerda, Moncayo y Andrade, se distingue por su firmeza y lo avanzado de sus principios, “exigiendo verdaderas reformas políticas y sociales que justificaran la Revolución Radical, hecha para demoler y para construir”, según señala César Peralta Rosales en su documentada obra Un centenario y una infamia. No en vano piensa que “estacionarse o retroceder en el camino de la Revolución es obrar contra ella, aniquilarla y burlar la esperanza de los pueblos”.

Termina su labor en esa Constituyente, solicitando se nombre presidente al Viejo Luchador como prenda y garantía de la marcha de la Revolución.

Y, finalmente, en 1898, Alfaro le llama a colaborar con su gobierno. Le encomienda la Cartera de Cultos y Relaciones Exteriores y, luego, la de Educación.


 El estadista

 Su obra de estadista es tan brillante como la del combatiente y la del ideólogo.

El nuevo ministro, lo primero que hace es establecer relaciones diplomáticas con la Italia de Garibaldi y ajustar la paz con Colombia. Tanto lo uno como lo otro suscita la airada protesta de la clerecía. Sobre todo, lo segundo. Porque la suscripción del Convenio Peralta–Uribe pone término a la abierta intervención en los asuntos internos de la República de parte de los clérigos y conservadores colombianos que, en alianza con los clericales ecuatorianos, no tienen ningún escrúpulo en fomentar una guerra criminal en defensa de sus mutuos intereses.

Después entra de lleno a preparar el Proyecto de Ley de Patronato, que tiene por objeto suprimir las prerrogativas del clero y borrar las humillantes cláusulas del Concordato. Mas este justo deseo, otra vez, encuentra la terca y abierta oposición del bando ultramontano. “Protestamos, con la entereza del creyente y la libertad propia del que ejerce un ministerio emanado de Dios –dice el obispo de Cuenca–, contra el incalificable proyecto de Ley de Patronato, que no puede tener fuerza alguna obligatoria en fuero de la conciencia, ya que no es ley la que no es justa”. Empero, tan singular teoría jurídica de la Iglesia al final es derrotada por la presión de la prensa y de todas las organizaciones progresistas del país –como se puede probar con los múltiples documentos que Luciano Coral exhibe en su libro titulado El Ecuador y el Vaticano– pues un Congreso Extraordinario, con el voto en contra de los conservadores, aprueba tan necesaria Ley. Aún más: se acuerda aplaudir al ministro Peralta por haber logrado el “mantenimiento de la honra nacional en los asuntos relacionados con la Santa Sede”.

Suscribe también varios acuerdos, entre ellos la secularización de los cementerios y la separación de los obispos rebeldes Schumacher y Masiá, con el delegado del Papa, Monseñor Gasparri.

Todo esto, más su obra anterior de publicista, le acarrea el odio de las turbas conservadoras. En Quito se le arroja piedras y se grita ¡Muera el hereje! Se le acusa de clerofobia y de atentar contra la libertad de conciencia. Acusaciones a las que contesta con gallardía: “Los liberales como yo contribuyen a romper las cadenas del espíritu, jamás a forjarlas”.

¿Cuál es, en efecto, su posición frente a la religión?

Es una posición militante, de combate contra todas las prerrogativas de la Iglesia que, como fuerza fundamental de los terratenientes, es omnipotente en el Estado.

Esta es la posición de los liberales serranos especialmente, puesto que en la región interandina, el clero, gracias a sus riquezas fabulosas y a los inmensos latifundios que posee, tiene una injerencia imponderable en la vida social. En cambio, en la Costa no posee mayores bienes territoriales, pues que gran parte de estos desaparecieron con la salida de los jesuitas ordenada por Carlos III. En consecuencia su poder es mucho menor, razón por la que los liberales costeños, comerciantes en su mayoría, no se preocupan tanto del problema religioso.

José Peralta reconoce los derechos de los pueblos para profesar una religión cualquiera, pero no reconoce el derecho de explotación de los frailes ni su derecho a participar en política en nombre de la religión. Esto es lo que propugna en su tan combativo y mil veces prohibido folleto Casus belli del clero azuayo. Allí, con grande erudición y en forma documentada, demuestra la total corrupción del clero y aboga por la supresión de medioevales privilegios: diezmos y primicias, derechos parroquiales, derechos de muerto y de responso. Proclama la libertad de cultos y exige la subordinación de la Iglesia a las leyes de la república.

Esta su posición en este aspecto, que se justifica plenamente si se tiene en cuenta que según Lenin “la lucha antirreligiosa es la misión histórica de la burguesía revolucionaria”.

En el campo de la educación, así mismo, su labor es notoria.

Ya antes de la Revolución, en 1890, en su ensayo titulado El magisterio monástico, propugna el laicismo y sienta las bases para la posterior reforma. Y, cuando ocupa el Ministerio de Instrucción Pública, sigue luchando por alcanzar esta conquista, pues según testimonio de un conservador, Julio Tobar Donoso, en 1900 solicita ya el establecimiento de institución tan importante. Y poco después, en su Informe al Congreso de 1901, combatiendo la educación confesional, afirma lo siguiente:

 

Medítese en el poderoso y decisivo influjo que ejercen sobre la juventud aquellos maestros que se apoderan de la conciencia misma del alumno, le inculcan odio tenaz a la Filosofía moderna, implacable aborrecimiento a la Libertad, repugnancia invencible a toda idea nueva, y se verá que el magisterio monástico es una rémora para la verdadera ilustración de los pueblos, para la emancipación de la conciencia de las muchedumbres, para que brille la luz con toda su intensidad en los ojos de los ciudadanos.

 

Mas el laicismo que preconiza, si bien es cierto que hace hincapié en la neutralización religiosa principalmente, porque la enseñanza clerical es el mayor escollo en el momento, no por eso deja de preocuparse por dar un contenido más científico a la educación que, para la burguesía, no puede ser otra que la positivista y experimental. Tampoco olvida el aspecto político: su laicismo es militante y tiene un carácter democrático.

Además, en pugna con la enseñanza especulativa, se preocupa porque los jóvenes adquieran “conocimientos de utilidad práctica que son el principio del desarrollo del comercio, de la industria y de la riqueza”. Se preocupa por la educación de la mujer y, sobre todo, por la educación de los obreros. “Vuestro decidido afán por el progreso social –dice– os aconsejará las medidas más adecuadas para que la clase obrera suba a ocupar el puesto que le corresponde, y así habréis procurado la prosperidad de la República”.

Y, en consonancia con la teoría, emprende en la fundación de planteles educacionales laicos. Cabe anotar, entre estos, algunos colegios secundarios, el Conservatorio de Música y las escuelas nocturnas para obreros. Sobre todo, en este campo de las realizaciones concretas descuella, por su gran trascendencia, la creación de los Institutos Normales.

Así, con obras tan provechosas, termina su gestión como ministro y la primera administración del General Eloy Alfaro.




Con singular modestia rechaza su postulación a la presidencia de la república. “El doctor Peralta ‒afirma Jorge Pérez Concha‒ expresó que por su condición de escritor propagandista, se había acarreado innumerables enemigos, por lo que su candidatura presentaría resistencias inconvenientes al Partido Liberal y que el patriotismo le aconsejaba a declinar irrevocablemente el alto honor que se le dispensaba”.

Vargas Vila, desterrado de su patria por el conservadorismo triunfante en Colombia, al conocer este gesto de desprendimiento, le escribe desde Roma:

 

La virtud de U. me entristece como una gran desgracia. La renuncia de U. es un grande acto de virtud, ¡quiera el cielo que sea un grande acto de política! U. se salvará ante la historia por su desprendimiento, pero ¡ay! ¿el Partido Liberal se salvará por él?

Demasiado lejos de los acontecimientos, no puedo juzgarlos bien. No conozco los “dessous” de la política: la lejanía y la perspectiva borran los contornos del hecho, y a distancia todo juicio es aventurado. Pero su renuncia de la candidatura a la Presidencia de la República me ha desolado. Frente a tanta ambición bastarda, U. era una aspiración legítima. Frente a la debilidad U. era una fuerza. Frente a tanta mengua U. era una gloria. En medio de la tristeza del momento, su nombre era el consuelo del alma liberal. En medio de la inquietud del presente, U. era la esperanza y la seguridad del porvenir. Y, U. se retira del debate…

Respeto sus escrúpulos, sin participar de sus ideas. Todas las razones que U. expone para creer inaceptable su candidatura, son las que en mi concepto lo hacían a U., no un candidato, sino el candidato del Partido Liberal.

Es cuando sale de manos de los convencidos, de los sectarios, para caer en manos de los eclécticos sin odios, que toda causa se desvirtúa y se pierde. En el debate actual, un hombre apacible, incapaz de inspirar y sentir el odio, sería la muerte del Partido Liberal. Todo neutro sería la larva de un Caamaño. La neutralidad es la antesala de la traición. Y, la Historia es monótona, porque se repite.[1]

 Con lo que sucede luego en las elecciones de 1901, y con lo que sucede después del crimen de El Ejido, esta carta, para nuestro modo de ver, adquiere valor de vaticinio. 

 *     *     *

 El gobierno de Plaza Gutiérrez ‒digan lo que digan los historiadores cobardes y los panegiristas a sueldo‒ es un gobierno de vergüenza.

“No robo ni dejo robar” dice el presidente. Pero sin embargo se roba en gran escala. De esta época es el negociado de los bonos en Londres, hecho escandaloso que no puede ser negado porque las pruebas constan en el respectivo proceso judicial y en el folleto titulado Actuaciones seguidas ante la Excma. Corte Suprema de Justicia en el juicio del peculado de Londres, que contiene los documentos más importantes del sumario en mención. Mediante la Ley de Cultos –que modifica la de 1899– se da atribuciones al gobierno para que nombre los administradores de las haciendas del clero, cosa que permite a Plaza pagar los servicios de sus áulicos con tan remunerativos cargos, conforme lo denuncia Roberto Andrade en la Campaña de los veinte días y la prensa de ese tiempo. Con el pretexto de comprar armamentos se cometen una serie de raterías, así mismo comprobadas mediante pruebas que no admiten duda. Ni siquiera se respeta la soberanía y la integridad territorial de la nación. El ministro Valverde intenta vender la región Oriental a Brasil. Las islas Galápagos se las ofrece en subasta pública: a Francia se pide cien millones de francos y al presidente Roosevelt cinco millones de dólares. “Urgente enviar instrucciones ‒dice el Encargado de Negocios de Francia refiriéndose al ofrecimiento‒ porque el ministro declara que, si Francia no acepta, se harán propuestas a Inglaterra y Alemania”. Y como si todo esto no fuera suficiente, se llega hasta el extremo de tratar de obstaculizar la construcción del Ferrocarril del Sur, baja acción que el viejo Alfaro se lamenta en innumerables cartas dirigidas a sus principales amigos y colaboradores.

La corrupción en lo económico se une a la corrupción en lo político. Sutilmente se da comienzo al entendimiento con los conservadores mediante la separación de los elementos radicales y de muchos jefes militares. Y luego se busca un candidato a presidente del agrado de estos: el señor Lizardo García.

Todos estos hechos funestos para la Revolución son acerbamente combatidos por Peralta desde la prensa, principalmente desde el periódico El Tiempo de la ciudad de Guayaquil, de donde entresaca los principales artículos para publicarlos en forma de folletos con los títulos de La venta del territorio y los peculados y Porrazos a porrillo.

Felizmente, este estado de cosas cambia cuando después de la campaña de los veinte días, Alfaro toma nuevamente las riendas del Estado después de derrocar al vacilante presidente García ‒hechura de la facción placista‒ para emprender en reformas de mayor alcance que las realizadas en su primera administración.

La Asamblea Constituyente de 1906 consolida el régimen liberal mediante la expedición de una de las constituciones más progresistas de América en ese entonces. En ella se establece la separación de la Iglesia y el Estado, se impone la educación laica y en el capítulo De las garantías individuales y políticas se señalan las libertades básicas: de conciencia, de trabajo y de industria, de reunión, de prensa y pensamiento. Conquistas estas, repetimos, que aún no son incorporadas a la legislación de muchos otros países del continente, ni aún por el sistema constitucional del Uruguay que tanta admiración causa al gran escritor Anatole France, por encontrarlo “de plus en plus laique, de plus en plus independant de toute influence clericale, de plus en plus libre, et pour tant… de plus en plus humain”.

Peralta, como presidente de la Comisión, es el que redacta el Proyecto de esa Constitución de tanta importancia en la vida del país, el mismo que es aprobado con pequeñas modificaciones y en todo su contenido esencial. Es decir que es el autor de la conversión de los principios revolucionarios de la burguesía en norma legal. Hecho este de trascendental significado si se tiene en cuenta lo que dice Engels: que la ideología jurídica es la ideología específicamente burguesa.

Al golpe político va seguido el golpe económico. En 1908 se dicta la Ley de Beneficencia que, al expropiar los latifundios de la Iglesia, suprime el fundamento material del poderío clerical y la base de su resistencia a la transformación. “Al advenimiento del liberalismo ‒dice Peralta‒ esos cuantiosos bienes monacales formaron el tesoro militar de la cruzada: armas, municiones, brazos homicidas, invasores extranjeros, la traición al Gobierno y aún a la Patria, agitadores piadosos y demagogos místicos, todo, todo se compró y pagó con el dinero de los conventos”.

Terminada esta segunda etapa ‒etapa de consolidación de la revolución‒ nuevamente colabora con Alfaro como ministro de su gabinete, vinculando su nombre con todas las grandes obras del caudillo.

Es, por ejemplo, el más entusiasta colaborador para la construcción del Ferrocarril del Sur. El mismo Alfaro lo reconoce así en su Historia del ferrocarril de Guayaquil a Quito, ese hermoso poema de sinceridad, desordenado y escrito al desgaire: “Los Ministros de Estado, especialmente el doctor José Peralta y don Abelardo Moncayo, mis buenos auxiliares, vivían llenos de confianza, lo mismo que yo, considerando que ya la gran obra estaba salvada”. Y después, cuando surgen dificultades económicas y cuando arrecia la mezquina oposición conservadora, refiriéndose a los mismos ministros agrega: “Aceptaron con aplauso mi combinación y facilitaron con regocijo el temido préstamo, que me parece pasó luego de cuatro millones en total, y que después de la terminación de mi período constitucional, nos puso en peligro de ir a parar en el Panóptico”.

También patrocina la construcción del ferrocarril a Esmeraldas ‒vía que Maldonado y Espejo reclamaban‒ pues su nombre aparece en el acta de inauguración de los trabajos publicada en el libro de Alfonso Mora Bowen, El liberalismo radical y su trayectoria histórica. Y todo el grandioso proyecto vial de Alfaro: el ferrocarril a Manta, el ferrocarril a Cuenca y Loja, el ferrocarril al lejano Curaray tienen en él un decidido apoyo.

Es que la burguesía revolucionaria es ardiente propugnadora de la vialidad que incrementa el comercio, ayuda a la industrialización y rompe el aislamiento regional que crea y da fuerza a los caciques feudales de provincia.

Y en 1910, cuando la Patria se encuentra en grave peligro, felizmente ella encuentra una espada en Alfaro y un cerebro diplomático en Peralta que se halla al frente del Portafolio de Relaciones Exteriores.

Su actitud enérgica ‒tal como consta de los Documentos diplomáticos publicados ese mismo año en el Registro Oficial‒ impide que se nos imponga un Laudo contrario a los intereses nacionales y ocasiona la renuncia del Real Árbitro, el Rey de España. Tan clara y justa es esta actitud que dos Congresos Extraordinarios ratifican ampliamente las actuaciones de la Cancillería y hasta la Junta Patriótica, donde se encuentran varios conservadores enemigos acérrimos del régimen, se suman también a este imparcial criterio. Tal el caso de González Suárez.

La actuación de Peralta en esta emergencia y toda su actuación posterior, como puede constatarse estudiando sus múltiples publicaciones sobre el problema limítrofe, le señalan como el mejor defensor del patrimonio y la soberanía patria. Basta citar dos hechos: su combate sin cuartel al Tratado Muñoz Vernaza‒Suárez y al Protocolo Ponce–Castro Oyangure, nefastos instrumentos internacionales ambos, firmados por diplomáticos conservadores.

Por el primero, según lo aseverado por el doctor Pío Jaramillo Alvarado, el Ecuador pierde ciento ochenta mil kilómetros cuadrados. Esto se hace solamente para derrotar la revolución de Esmeraldas, pues en una de las cláusulas del malhadado Tratado se estatuye que “los dos Estados procurarán consolidar la mutua amistad de los dos Gobiernos, evitando especialmente que en el territorio de uno encuentren apoyo o tolerancia, los individuos que pretenden perturbar el orden público en el otro”. Es decir, como afirma nuestro biografiado en su estudio titulado Por la verdad y la patria, “que el fatal Tratado obedeció al miedo de que saliese vencedor el coronel Concha, hermano de Vargas Torres, cuya sombra ensangrentada debe infundir pavor a los que tan cobardemente lo sacrificaron; al miedo de que triunfase Carlos Andrade, hermano de Julio Andrade, asesinado el 5 de marzo de 1912; al miedo de que venciesen los amigos y partidarios de las víctimas ilustres del 28 de enero del mismo año, y se derrocara el régimen alzado sobre esos crímenes”.

El otro instrumento internacional ‒el Protocolo Ponce‒Castro Oyanguren‒ es así mismo perjudicial para la nación. Está basado en la llamada fórmula mixta, según la cual las partes ‒Ecuador y Perú‒ sujetan a la decisión de un árbitro la soberanía de todas las regiones sobre las cuales no se hubiese llegado a un acuerdo mediante negociación directa, siendo factible por consiguiente que éste tenga que resolver sobre la propiedad de todo o la mayor parte del territorio nacional, en caso de que una de ellas lleve hasta allí sus pretensiones. Y como el árbitro es nada menos que Estados Unidos de Norteamérica, es claro que al Perú conviene extender su línea de máxima concesión ‒límite de las ambiciones de la oligarquía gobernante‒ seguro de gozar del favor del árbitro venal por su mayor potencial económico, pues que su actuación está condicionada a sus propias conveniencias y a las necesidades de expansión de sus capitales opresores. Por tanto, mediante el Protocolo, se enajena la soberanía patria al imperialismo yanqui, se pone al alcance de la voracidad de los trusts monopolistas los vitales intereses del país. O, para usar las palabras del mismo doctor Peralta, se coloca “el lazo corredizo en el cuello de la República (Una plumada más sobre el Protocolo PonceCastro Oyanguren, p. 21).

Toda esta labor diplomática está saturada de un noble anhelo de paz. No obstante, siendo como es impugnador ardiente de la guerra como mal de la humanidad, al igual que Martí, sabe distinguir las guerras justas de las injustas para orientar su política en nuestro litigio secular, hasta ahora no resuelto, no por falta de voluntad de nuestros pueblos sino porque ellos encuentran una valla en los intereses de las clases dominantes. En el Congreso Boliviano de Caracas, reunido en 1911, expresa: “Réstanos únicamente manifestar nuestros ardientes deseos de que la paz siga amparándonos con su égida salvadora; y que llegue una oportunidad más feliz en que podamos realizar el colosal pensamiento de Venezuela, y darnos un abrazo de hermanos entre todos los hijos de Bolívar”. Y añade en su Compte rendu: “Amemos la paz y mantengámosla con todas nuestras fuerzas, pero sin humillaciones ni mengua de los derechos de la Nación”.

Y como previendo lo que sucedería luego con el dictado de Río de Janeiro, como previendo lo que sigue sucediendo cada día, escribe en 1925, en la Breve Exposición Histórico‒Jurídica de Nuestra Controversia de Límites con el Perú:

 

Es menester que la juventud… conozca esas usurpaciones de que hemos sido víctimas con atropello escandaloso de la justicia, con escarnio de ese panamericanismo que se pregona en alta voz y se combate sin tregua con las obras. Todo esto debe saberlo también el pueblo trabajador, el pueblo sencillo y honrado, al que siempre se le oculta la verdad, ya que intencionadamente no se le engañe con fines de política casera.

 

La posición antiimperialista que se manifiesta en el período transcrito es también característica de Peralta a través de todas sus actuaciones. Ya anteriormente, cuando se trata de la venta de Galápagos, en la Junta de Notables que se forma para tratar el asunto, pese a la mayoría que existe favorable a la negociación por milagro del oro norteamericano, su voto y el de Alfaro ‒los únicos negativos‒ impiden una mutilación territorial y cortan las pretensiones del Tío Sam, mereciendo esta actuación la aprobación del Congreso. Y en el año crucial de 1910, cuando Estados Unidos trata de imponer al Ecuador sus puntos de vista sobre el arbitraje, combate valientemente la tesis imperialista valiéndose de los propios argumentos aducidos por esa potencia mediadora en la Conferencia de La Haya, escribiendo así una de las más brillantes páginas de nuestra Cancillería. Sostiene la justa tesis, según la cual todo lo que atañe a la soberanía del Estado es de su exclusiva competencia, no pudiendo por consiguiente ser sometido a ninguna clase de arbitraje.

¡Y creer que escritores conservadores y seudoliberales hayan combatido a Peralta, argumentando que no entregó el patrimonio nacional en condiciones ventajosas, para que ellos más tarde no pudieran cometer ese pecado en mancomún con el imperialismo yanqui!

Estas gentes se han olvidado que en 1910, los más prominentes conservadores no pueden menos que aplaudir a Peralta. “El Ecuador ha obtenido brillante triunfo con inhibición del Árbitro Español, te felicito”, le dice Remigio Crespo Toral en telegrama fechado el 28 de noviembre de ese año.



Terminada su labor en la Cancillería es postulado por segunda vez para la Presidencia por los verdaderos liberales pero, desinteresadamente, declina de nuevo la candidatura.

Ya, en ese entonces, negros nubarrones cubren el cielo de la Patria.


Oswaldo Albornoz Peralta

(Semblanza de José Peralta, Quito, 1960, págs. 14-26)  

 



[1] Carta de José María Vargas Vila a José Peralta, Roma, 23 de diciembre de 1900.

miércoles, 24 de junio de 2020

La llegada del ferrocarril trasandino a Quito



25 de junio de 1908: después de arduos 9 años de construcción, en los que se tienen que sortear todo tipo de dificultades, al fin, el ferrocarril trasandino llega a Quito y el presidente Eloy Alfaro inaugura su obra magna en la estación de Chimbacalle con toda la gala que el acontecimiento amerita. Han transcurrido 112 años y ahora los buitres quieren apoderarse de él.

Desde sus inicios, el ferrocarril trasandino tuvo poderosos enemigos, desde cuando Eloy Alfaro lo convirtió en el símbolo de su revolución con todos sus inmensos significados: modernización, integración nacional, desarrollo económico, intercambio cultural y conexión con el mundo para que el Ecuador deje de ser un país semifeudal, encerrado en sí mismo con una precaria situación económica de su gente trabajadora, dominada por esa amalgama de élites decadentes conformada por terratenientes, burguesía vendedora y compradora dependiente y clero retrasador y controlador  de conciencias.

Si su proyecto ‒combatido y frustrado por tradicionalistas e ineptos que han dominado la política ecuatoriana con el poder del dinero, con el control de la educación y el manejo de la propaganda‒ hubiera prosperado atravesando el Ecuador de ferrocarriles del Estado, otra sería la realidad de la economía, la política y la cultura de nuestra patria.

Por eso, luchar contra su venta o privatización, como de las demás empresas estatales, es uno de los aspectos importantes de la lucha contra el neoliberalismo y sus afanes de convertir al Ecuador en abastecedor de materia prima y mano de obra baratas en beneficio de grandes transnacionales y sus lacayos locales que viven de las migajas que les arrojan sus amos foráneos. Si las empresas públicas no funcionan bien,  o no tienen los beneficios esperados en favor de su pueblo que los construyó con su propio esfuerzo y dinero, la solución no es venderlas sino mejorarlas.

Conservadores, seudoliberales antialfaristas hasta los actuales entreguistas del patrimonio y de la soberanía nacional, obras de la trascendencia del ferrocarril para el desarrollo del país, siempre han tenido y tendrán sus detractores. A esa antipatria ya bicentenaria hay que decirles: ¡No!, ¡Alto!, ¡Basta!


Recordemos parte de esa historia con el testimonio de José Peralta, su compañero de ideales y afanes transformadores de nuestra patria.





El Ferrocarril Trasandino: el mayor símbolo de la Revolución Liberal Radical[1]

José Peralta
I

El Partido liberal se ha mantenido con el arma al brazo, y el enemigo al frente; y, sin embargo ha realizado mejoras que lo inmortalizarán en la memoria de los ecuatorianos.

El Ferrocarril Trasandino es más que suficiente para que el nombre del General Alfaro dure tanto como nuestra historia; porque ‒a pesar de contrariedades que para cualquier otro habrían sido insuperables‒ el Caudillo de la Regeneración ha satisfecho el más vehemente de los anhelos de sus conciudadanos, la necesidad más urgente y vital de la Patria.

Unir la costa con la escarpada cumbre de los Andes, por medio de las paralelas de acero; hacer oír el silbido civilizador de la locomotora, en las más altas quiebras de la cordillera; facilitar el cambio de productos y el movimiento comercial entre la sierra y las orillas del océano, ha sido el más bello sueño, la aspiración más patriótica de todos los buenos hijos de la República.

Pero, la falta de crédito de la Nación, la escasez de sus recursos ordinarios, la carencia de vigor y entusiasmo en los administradores de la cosa pública, las mismas dificultades que oponía la naturaleza, hacían de aquel sueño fascinador, una quimera, una esperanza loca, una idea irrealizable.

¿Quién era capaz de tomar sobre sus hombros, una empresa tan colosal, sin contar con las fuerzas indispensables para sostenerla y sacarla avante?

La sublime terquedad del General Alfaro se salió con la suya; y la locomotora está recorriendo ‒a la vista de los incrédulos que tachaban de locura el empeño del gobierno liberal‒ está recorriendo, decimos, la línea férrea que une la Capital del Comercio a la Capital del Estado, como lo anhelaba el patriotismo.



Con la azada en la una mano, y el fusil en la otra; como si dijéramos, entre combate y combate; sin dinero y sin crédito, el Partido liberal ha vencido las resistencias de la naturaleza y de los hombres; y la obra redentora está ahí, prestando sus inmensos servicios a la prosperidad del país.

No nos toca analizar la bondad técnica de la vía, ni defender ni acusar a los empresarios; pero, sí llamaremos la atención del público, hacia los positivos beneficios que la Nación ha reportado del Ferrocarril, despectivamente llamado de Harman.

Cierto, muy cierto que dicho Ferrocarril deja todavía mucho que desear; pero, no es menos cierto que ha cuadruplicado la riqueza ecuatoriana, en los pocos años que lleva de servicio.

El aumento de la producción agrícola es creciente; el valor venal de las cosas sube y sube de manera prodigiosa; hay, ahora, trabajo y buen salario para todos; el porvenir económico se presenta halagador y risueño por todas partes.

Injusticia, descomunal injusticia, el condenar esta obra gigantesca, sólo porque no tiene aún toda la perfección que adquirirá con el tiempo, como ha sucedido con todos los ferrocarriles del mundo.

Y, luego ¿cuánto cuesta el Ferrocarril Trasandino para que la oposición lo mire como un factor de ruina y bancarrota para la República?

Doce millones de pesos en papel fiduciario: doce millones nominales; puesto que esos bonos se lanzaron al mercado con un descuento considerable. Doce millones, en papel que la Nación podría recoger por la mitad de su valor; y redimirse de este crédito que los oposicionistas exageran y abultan hasta los últimos términos.

Podríamos comprobar, con numerosísimos documentos, que el ferrocarril de Harman ‒como dicen los enemigos del General Alfaro‒ es el más barato de América; pero, nos contentaremos con copiar los siguientes datos, sobre el costo de la línea férrea que más se asemeja a la de Guayaquil y Quito; puesto que atraviesan ambas las más altas y abruptas montañas de los Andes, y manifiestan cuánto de prodigioso puede ejecutar el ingenio de los hombres, en su lucha con la naturaleza.

COSTO DEL FERROCARRIL DE LA OROYA
En las tres secciones que se expresan:

·        Ferrocarril del Callao a la Oroya:
Tiene una extensión total de 222 kilómetros.
Contratado en el año 1870.
Propiedad del Estado.
Lo explota «La Peruvian Corporation».
Tiene 22 Estaciones. Costo de la construcción................................... £ 4’ 360.000

·        Ferrocarril de la Oroya á Cerro de Pasco:
Extensión total de la línea, 132 kilómetros.
Construido en 1904.
Propiedad particular. Lo explota «La Cerro de Pasco Raillway Co.»
Tiene 5 Estaciones. Costo de la construcción.................................... £ 4’ 643.380

·        Ferrocarril de la Oroya á Huari:
Extensión total de la línea, 20 Kmtrs.
 Construido en 1906. Propiedad del Estado.
 Lo explota «La Peruvian Corporation».
Tiene 2 Estaciones. Costo del Ferrocarril.............................................. £ 83.953
Total.......................... £ 9’ 087.333

Resumen:                                             Extensión:                    Costo:
Ferrocarril del Callao a la Oroya,           222 km.                       £ 4’ 360.000
-,,-  de la Oroya a Cerro de Pasco          132 km.                       £ 4’ 643.380
 -,,-  de la Oroya a Huari                                       20 km.                £ 83.953
 374 km.                      £ 9’ 087.333

Nuestro ferrocarril tiene 460 kilómetros, es decir, 85 kilómetros más que el ferrocarril peruano que hemos tomado como punto de comparación; y, sin embargo, cuesta apenas doce millones de pesos, en papel; es decir, casi una bicoca, si atendemos a los nueve millones de libras invertidas en la construcción de la línea de la Oroya.




He ahí como se demuestra la falsedad, la injusticia, con que la oposición procede en sus declamatorias acusaciones contra el gobierno que ha realizado esa obra, admirada y aplaudida por todo viajero extranjero que recorre la vía trasandina.

¿Que la Compañía del Ferrocarril abusa, que no ha cumplido aún todas las obligaciones, que se impuso en los respectivos contratos? Pues, nada más fácil que cortar esos abusos, que exigir el cumplimiento de lo que reste todavía por ejecutarse; pero, todo esto no quiere decir que el Ferrocarril sea un mal para la República, como la oposición lo afirma, dando idea muy desfavorable de la cultura del país.

Los viajeros extranjeros se llenan de asombro al contemplar la ascensión de la locomotora, desde las orillas del mar hasta increíbles alturas, al través de abismos y quiebras pavorosas, desfiladeros emocionantes, rocas gigantescas, ríos y torrentes, cimas heladas y desiertas, parajes que se dirían inaccesibles a ese monstruo de acero que transporta sobre sus lomos ígneos y palpitantes, la civilización y la riqueza, hasta los más apartados confines de la tierra.

Los viajeros extranjeros siéntense poseídos de la mayor admiración, ante obra tan prodigiosa; en la que, a cada paso, ha sido subyugada la naturaleza por el genio del hombre. Y, llenos de entusiasmo, prodigan mil encomios al gobierno que ha sido capaz de construir una vía férrea semejante; y la califican, con justicia, como el más grande y duradero monumento de gloria para el liberalismo ecuatoriano.


Y tómese en cuenta la limpieza con que han procedido los hombres del gobierno alfarista, en todo lo relacionado con el Ferrocarril Trasandino; y se verá que el único móvil ha sido el patriotismo; la única norma de conducta, la más acrisolada honradez.

Muchas calumnias ha propalado la oposición conservadora; muchas acusaciones torpes, inverosímiles, infames, ha formulado el bando de la difamación; pero, todas ellas han caído pulverizadas por la opinión pública, ante las pruebas incontrovertibles de la absoluta honorabilidad de los acusados.

Hasta se atrevieron a sostener que el Caudillo liberal, el hombre inmaculado y probo, era socio en la Compañía del Ferrocarril; que había recibido millones de dóllars de los empresarios, etc.; pero, el honorable anciano descendió del poder con las manos vacías, y refutó victoriosamente a sus calumniadores, con su honrada pobreza que rayaba en la estrechez más angustiosa.

Y los mismos que lo habían denigrado, afirmando que estaba riquísimo con los pingües productos del peculado, insultáronle después por su falta de recursos: hicieron burla amarga de la pobreza del expresidente; lo que valía tanto como confesarse calumniantes y cobardes.

Lo más admirable, lo más inexplicable y raro, es que los difamadores del General Alfaro, eran los mismos que habían intervenido en peculados verdaderos e irrefutables; o por lo menos, defendido con descaro aquellos hechos escandalosos de otros gobernantes.

Los que aplaudieron las finanzas de Kelly; los que hallaron magnífico el empréstito de los nueve millones, evaporados antes de llegar al Ecuador; los que anduvieron mezclados en estas y otras operaciones de indecorosa especie, fueron los que más gritaron contra la supuesta culpabilidad de Alfaro y sus colaboradores!

Esa ha sido la suerte de los liberales: los ladrones, o defensores de los robos más vergonzosos y comprobados, han querido manchar nuestra honradez, con las más infames calumnias; los verdugos de otros tiempos, los que llevan todavía huellas de sangre en las manos, los ensalzadores del patíbulo, nos llaman asesinos y sanguinarios; los esclavos de todos los tiranos, los incensadores de todos los que nos han oprimido, los que se han alimentado siempre con el salario del esbirro, son los que hoy claman contra la tiranía de Alfaro! Tentados estamos de citar nombres propios; y decirles a los que tantas calumnias escriben ahora: «Tú ¿no defendías a Caamaño, no recibías sueldo de Veintemilla, no comías después el pan que te alargó Alfaro?»

«Y, tú, el de más allá, ¿has tenido otro oficio en tu vida, que insultar por la paga, defender el pro y el contra a destajo, llenarte la andorga con los retazos de la honra ajena y de tu propia conciencia? »

«Y, tú, el que alardeas de independencia de carácter y de inflexibilidad de principios, ¿no eres el mismo eunuco de todos los déspotas, el que has aplaudido todos los desmanes y todos los crímenes de los gobernantes?»

«Y, tú, defensor de las públicas libertades, amigo del pueblo y demagogo de hoy, ¿no llevas dentro de la camisa, colgado al cuello, entre escapularios y medallas, el retrato del Héroe‒Mártir, como de santo de tu devoción predilecta? No defiendes la memoria y la doctrina del gran tirano?»

«Y, tú, que predicas y te escandalizas de cualquier infracción de un soldado liberal o de un empleado público, que llenas las columnas de tu diario con alardes de pudor ofendido, y de maldiciones contra la inmoralidad reinante, ¿no eres el mismo que andas en procesos criminales, o siquiera en lenguas, por tu mala conducta? No estás acusado de hechos bochornosos, feos; los que, si han quedado impunes, es sólo por tus componendas con otros gobernantes?…»

Sí, tentados nos hemos visto de hacer un llamamiento de pícaros; y obligarlos a desfilar ante la opinión pública, cargados con su pasado y su presente; para que se vea y palpe la laya de hombres que hoy oprobian y calumnian al Régimen liberal.

Tentados hemos estado; pero rechazamos la tentación, por decoro propio y respeto al nombre de la Prensa ecuatoriana.

Pasemos más bien a otro asunto.

El Ferrocarril de Bahía a Quito, es otra mejora utilísima y grandiosa. Esa locomotora cruzará, derramando el movimiento y la vida, por la rica y extensa provincia de Manabí; por los inmensos bosques que cubren todo el ascenso a la cordillera, y que producen maderas preciosas, cautchuc, cacao, café, caña de azúcar, y los frutos más variados y abundantes; por las dilatadas mesetas y fértiles valles andinos, adecuados para la industria pecuaria y el cultivo de cereales; en fin, unirá el centro de la República con uno de los mejores puertos ecuatorianos, llamado a ser emporio del comercio, en un día ya muy cercano.

Y, en espera de este halagador suceso, el Régimen liberal ha contratado el ahondamiento de la bahía, y la construcción de las mejores obras que faciliten el tráfico marítimo en dicho puerto.

Persuadido el gobierno liberal de que las vías de comunicación son tan necesarias a los pueblos, como las arterias al cuerpo humano, ha iniciado negociaciones para prolongar el Ferrocarril de Guayaquil, hasta Ibarra; y el de Puerto Bolívar, hasta las provincias azuayas, ricas en minas y dotadas de todos los elementos deseables, para alcanzar en breve la mayor prosperidad y cultura.

Nada, nada ha descuidado el Régimen liberal.

Ha tomado la iniciativa y la protección de todas las mejoras materiales, de todas las obras de pública utilidad: agua potable, saneamiento de Guayaquil, puentes, caminos de herradura, construcción de cuarteles, embellecimiento de las poblaciones, parques, jardines, monumentos; en todo ha pensado y puesto mano eficaz el gobierno regenerador.

No hay casi población que no haya sido dotada con edificios públicos, comprados o construidos por la Administración liberal; edificios que se han destinado para escuelas y colegios, para despachos de las gobernaciones y jefaturas políticas, para asilos de beneficencia y planteles de bellas artes, etc. A pesar de las constantes angustias del Fisco ‒causadas por el conservatismo militante‒ el Régimen actual ha esmerado su empeño por las mejoras útiles y materiales en todos los ámbitos de la República.

II

El mayor elemento de reforma que Alfaro allegó para la rege­neración ecuatoriana, fue indudablemente el Ferrocarril Trasan­dino.

Nuestras poblaciones serraniegas dormitaban entre las breñas de la gran cordillera, sin que su vista pudiera abarcar jamás la inmensidad del progreso moderno; puesto que el clero ponía toda su acucia en mantenerlas en eterna noche, interceptando hábilmente los rayos de luz de los adelantos que la hu­manidad irradiaban. Unir esas confinadas poblaciones con el océano, suprimir las distancias y dificultades del camino por medio de la locomotora, separar las montañas que nos ocultaban el horizonte infinito, facilitarnos el trato frecuente con los demás pueblos, no era sólo las industrias y el comercio; sino crear un activo y directo cambio de ideas y costumbres, despertar en la nación las nobles emulaciones con la vista de la prosperidad de los otros países, hacer que los ecuatorianos establezcan comparaciones saludables y se apasionen por la libertad y la justicia, en fin, darnos alas para salir del reino de las tinieblas y acercarnos a la claridad bienhechora.

Así lo comprendió el clericalismo y combatió sin tregua y con extraor­dinario furor la construcción de la vía férrea entre Guayaquil y Quito, ora en el Congreso, ora en los centros políticos laborantes, ora por medio de incen­diarios escritos: no hubo objeción que la prensa conservadora no opusiese a esta obra verdaderamente redentora del país; o, cuando vio que el gobierno seguía impertérrito en sus propósitos, se desató en calumnias e improperios contra el General Alfaro y sus colaboradores. La última razón, la injuria; el supremo argumento, la calumnia: tal es siempre el procedimiento del conser­vadorismo polemista.[2] Pero el tiempo ha vindicado muy pronto a los calum­niados: la pobreza en que han muerto, o viven aún, los ecuatorianos que intervinieron en el contrato del Ferrocarril, prueba irrefragablemente que no tuvieron por móvil ningún interés ni lucro, sino el bien y prosperidad de la patria.

Por otra parte, yo mismo he demostrado numéricamente que el Ferrocar­ril Trasandino es uno de los más baratos de la América Latina: hace años que se publicó mi librito El Partido Liberal y el Partido Conservador juzgados por sus obras; y ni Remigio Crespo Toral ‒que aguardó que yo estuviese desterrado en Europa para refutarme, o mejor insultarme‒ ha podido oponer razón alguna contra la baratura de nuestra línea férrea, comprobada con datos aritméticos concluyen­tes. Sin embargo, los ecos de la calumnia, aunque cada vez más débiles, re­suenan todavía a nuestros oídos, y turban hasta el silencio de la tumba del egregio fundador del liberalismo ecuatoriano.

Encargado de la Cartera de Hacienda de aquellos tiempos, me tocó firmar los Bonos del Ferrocarril; y aun participar de los continuos sinsabores y molestias que las exageradas exigencias de los empresarios de dicha obra, le ocasionaban al gobierno. Harman era hombre superior, habilísimo en las finanzas e inquebrantable en sus propósitos: mantúvose en pie sobre la quiebra de cuatro compañías constructoras secundarias; y surgió triunfante, merced a su energía y genio, de una catástrofe financiera que se tenía por irremedia­ble. Harman era el hombre que Alfaro necesitaba para realizar sus patrióticos sueños, en aquella época en que el Ecuador no disponía ni de capitales ni de crédito, y en que era menester abrir el camino de hierro con la pala en la una mano y el fusil en la otra, entre combate y combate con los irreductibles ad­versarios del progreso nacional.

Pero, ese hombre de tan excepcionales prendas, por lo mismo que conocía que el gobierno nada podía sin su colabora­ción, llevó sus pretensiones hasta el extremo, y hubo de chocar muchas veces conmigo y el Ministro de Obras Públicas. Tal empeño puso el General Alfaro en la construc­ción del Ferrocarril, que varias veces toleró las demasías de Har­man, contra el parecer de sus amigos; y estas concesiones, arrancadas por la necesidad de mejorar la suerte del país, dieron asidero a muchas acusacio­nes calumniosas, de parte de los clericales, y aun de ciertos liberales desconten­tos.

Harman vio un terreno virgen y rico en el Ecuador, y pensó en el mono­polio de la explotación; las propuestas se sucedieron a propuestas, ora sobre nuevos ferrocarriles, ora sobre laboreo de minas y utilización de bosques, ora sobre empréstitos cuantiosos y ciertas obras nacionales de segundo orden; y, aunque los Congresos rechazaban con justicia tales propues­tas, se decía que el proponente estaba apoyado por el General Alfaro. Nada más falso que esto: Alfaro toleraba, esta es la palabra; pero veía complacido la derrota de las pretensiones extremas de Harman; confiaba en que los legis­ladores rechazarían todo lo que fuese contrario a los intereses de la nación. Y cuando llegó a temer que los representantes del pueblo echasen al olvido sus deberes de hon­radez y patriotismo, se irguió con su habitual entereza y salió en defensa de la república financieramente amenazada. Tal sucedió cuando la propuesta de un gran empréstito, garantizado con las rentas públicas, en cuya recaudación e inversión pretendía Harman que interviniese un comité extran­jero, en menoscabo de la soberanía nacional. Discutió conmigo el asunto; y dirigió un Mensaje a las Cámaras Legislativas, exponiéndoles las únicas condiciones con que era posible aceptar aquel proyecto. La opinión pública, justamente alarmada, reci­bió con aplauso aquel Mensaje; y la propuesta fue totalmente rechazada en el Senado, habiendo ya sido aprobada en la otra Cámara.

Alfaro, Peralta y los hermanos John y Archer Harman

No obstante, esa misma tolerancia de Alfaro para con las ambiciones de Harman y sus asociados, constituía una falta; no contra la patria, sino contra su propia buena fama; pues los enemigos del liberalismo, y los personales del Caudillo, hacían de dicha tolerancia el cimiento de mil acusaciones temerarias que no dejaron de impresionar al pueblo. La gratitud y la consecuencia de Alfaro para su colaborador en la grande obra que lo ha inmortalizado, dieron margen a que la malevolencia le tildase de apoyador de los especuladores con la nación; y en este sentido Harman vino a convertirse en una como sombra negra para el Apóstol de la Regeneración ecuatoriana.

Cada uno de los durmientes del Ferrocarril Trasandino representa un cúmulo de fatigas y amarguras del General Alfaro y sus colaboradores; un gasto enorme de energías empleadas en vencer los obstáculos que de todas partes se alzaban contra la realización de aquel milagro del patriotismo; un esfuerzo sobrehum­ano del Magistrado que más totalmente ha hecho el sacrificio de su per­sona en aras de la república. Para Alfaro, el Ferrocarril era una verda­dera obsesión, una idea fija, un pensamiento que dominaba todos sus demás pen­samien­tos; y se resignó a todo, aun a la calumnia y al dicterio, por satis­facer a­quella noble aspiración de su alma de patriota. Y habría constru­ido la vía férrea, aunque hubiera sabido que, años más tarde y por una ironía del destino, habían de aprovecharla sus enemigos para arrastrarlo con mayor prontitud al martirio... Este era el patriotismo del General Alfaro.







[1] Tomado de: I) José Peralta, El régimen liberal y el régimen conservador juzgados por sus obras, Tip. de la Escuela de Artes y Oficios, Quito, 1911, pp. 136- 145. II) José Peralta, Mis memorias políticas, Editorial de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, 3a. edición, Quito, 2012, pp. 247-251.

[2]. Se llega a decir que Alfaro es accionista de la Empresa del Ferrocarril, razón por la que se ve en la necesidad de pedir una certificación de sus directivos para desvirtuar la falsa asevera­ción de sus enemigos. La certificación conferida dice: “New York Abril 17 de 1903.- General Eloy Alfaro.-  Guayaquil.- Ecuador.- Mi querido Señor: nos permitimos informar a usted que su nombre no figura en la lista de los accionistas del “Compañía del Ferrocarril de Guayaquil a Quito”. Nuestros archivos demuestran que usted nunca ha sido ni es partícipe en nuestra Compañía, y que usted no tiene interés fiduciario de ninguna clase en nuestro ferrocarril.- De usted muy atento.- T.H. Powers Farr, Vicepresi­dente.- Sam H. Lever, Secretario Tesorero”.